La derrota de los gobiernos

Siete de cada 10 partidos oficialistas perdieron las elecciones de la última década en Iberoamérica por la desazón de la ciudadanía




El descenso, técnica mixta. Martín Dinatale, 2023
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La toma de posesión de Javier Milei en Argentina tras su victoria en el balotaje forma parte de un ciclo. El de las derrotas de los partidos de gobierno en Iberoamérica. Con una excepción: Paraguay, donde el inoxidable Partido Colorado revalidó títulos más allá de que el nuevo presidente, Santiago Peña, no haya sido bendecido por su antecesor, Mario Abdo Benítez. En total, según Latinometrics, el 73% de los oficialismos mordió el polvo en la última década, marcada en su tramo final por la pandemia del malhumor, la guerra de Rusia contra Ucrania y economías que no respondieron a las expectativas de la ciudadanía.

La epidemia de sinsabores excluye a regímenes que se codean con el rancio epitafio del autoritarismo, como la Cuba de Miguel Díaz-Canel, la Venezuela de Nicolás Maduro y la Nicaragua de Daniel Ortega. Tres modelos del mismo cuño, más allá de que celebren elecciones. Periódicas y amañadas, inclusive en la isla.

El caso peculiar resulta ser Brasil, gobernado de 2003 a 2010 por Luiz Inácio Lula da Silva, luego por Dilma Rousseff hasta su destitución en 2016, ambos del izquierdista Partido de los Trabajadores, y finalmente, antes del regreso de Lula tras salir de la cárcel por corrupción, por Jair Bolsonaro, espejo de Milei, así como otro que pide pista de nuevo en Estados Unidos: Donald Trump.

El progresismo creó una probeta de dependencia de los recursos públicos a cambio de su aprobación en las elecciones

En Argentina, después de 20 años de kirchnerismo solo alterados por los cuatro del malogrado gobierno de Mauricio Macri, la irrupción de Milei representa aquello que comenzó con el voto bronca en las primarias, continuó con la reposición del voto miedo en las generales gracias al uso y abuso inescrupuloso del aparato estatal bajo la cuerda del peronismo y, en última instancia, con la decisión popular en un balotaje categórico. Un síntoma del malestar social y del cambio de paradigma frente a aquello que, desde la crisis de comienzos del siglo, supuso el apoyo del Estado a los más desfavorecidos. Incubador de votantes cautivos, en realidad.

El progresismo creó una probeta de dependencia de los recursos públicos a cambio de su aprobación en las elecciones. Un plan empobrecedor que llevó a una generación, al menos, a crecer al amparo de padres que se vieron beneficiados por la ayuda estatal en lugar de forjar un porvenir.

La derrota de los oficialismos no responde en general a la instauración de corrientes de pensamiento uniformes

En Argentina, los llamados planes sociales equivalen o superan la paga de los empleos formales. En dos décadas, varios jóvenes no vieron mover un dedo a sus progenitores para prosperar. El Estado presente, como clamaban los gobiernos kirchneristas, creaba un derecho donde había una necesidad. Lo cual sirvió para paliar las crisis, pero, a su vez, engendró la cultura del pobrismo como virtud.

El péndulo entre izquierdas y derechas también osciló en Chile con los gobiernos de Michelle Bachelet y de Sebastián Piñera, respectivamente, hasta la victoria de Gabriel Boric en 2021 al calor de las protestas ciudadanas de 2019. Sin acuerdo para la madre del conflicto: la fallida y nuevamente en boga reforma de la Constitución heredada de Pinochet. Con un presidente de 37 años, dos años mayor que su nuevo par de Ecuador, Daniel Noboa, aunque caminen en aceras opuestas. Uno en la izquierda y el otro, un tapado antes de las elecciones como Milei, en la derecha. También hubo un giro en Colombia. A la izquierda. En 2022, Gustavo Petro trocó la continuidad de los gobiernos liberales y conservadores.

La derrota de los oficialismos no responde en general a la instauración de corrientes de pensamiento uniformes, como pudo pasar con el tándem que estrenó Hugo Chávez a finales de los noventa con su monumental inversión de petrodólares para conseguir socios y comprar voluntades. Los partidos políticos tradicionales dejaron de contener a sus militantes, desplazados a un segundo escalón abajo en la toma de decisiones. Dejaron de ser equipos para convertirse en membretes de proyectos personales. O, también, trampolines para nuevos sellos de fantasía en los cuales el vértice de la pirámide tiene nombre y apellido en lugar de surgir de la base. Una falla de fábrica.

Jorge Elías

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