Entre un extremo y el otro

Cómo impacta en América Latina y el Caribe el nuevo orden mundial despojado de valores occidentales que promueven Vladimir Putin y Xi Jinping




Who by fire (homenaje a Leonard Cohen) | Martín Dinatale, 2023
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Dice el diccionario de la Real Academia Española (RAE) sobre el significado de la palabra autocracia: “Forma de gobierno en la cual la voluntad de una sola persona es la suprema ley”. Sinómino de Cuba, Venezuela, Nicaragua, El Salvador y siguen las firmas en una región, América Latina y el Caribe, en la que regímenes diversos con credenciales democráticas dudosas amagan con defender la multipolaridad, al mejor estilo de Rusia y de China, en desmedro de la unipolaridad, espejo del predominio de Estados Unidos. Entre un extremo y el otro, la tribuna, polarizada, no admite un término medio.

Un discurso doméstico para amansar a las fieras, las antiimperialistas, y otro externo para acallar a los acreedores, los imperialistas, en un siglo, el XXI, en el cual izquierdas y derechas confluyen en una maraña de negocios despojados de ideologías. Sonaba mejor hace un ratito, no más, la pertenencia a la izquierda, sinónimo de resistencia y de rebeldía, que a la derecha, emparentada con el nefasto legado de las dictaduras militares y, últimamente, con los gobiernos autocráticos de Donald Trump y de Jair Bolsonaro. La izquierda, supuestamente antisistema, no reacciona. La derecha hace suya la resistencia y la rebeldía. El mundo al revés.

¿De qué multipolaridad puede jactarse la izquierda latinoamericana si autocracias como los regímenes de Vladimir Putin, mentor de la invasión a Ucrania, y de Xi Jinping, el dictador chino más poderoso desde la Revolución Cultural de 1949, desnivelan la balanza con la imposición de un orden mundial poco apetecible para sociedades que se presumen libres? La democracia, por más que subsista en la mayoría de los países de la región, pasa a ser un pretexto para convocar elecciones y, con los recursos estatales a disposición, corroborar la regla de oro de la autocracia: reforzar la voluntad de una sola persona.

Los frecuentes encontronazos de Menem con Fidel Castro terminaron siendo la coartada perfecta para abonar la corrupción en Argentina y la dictadura en Cuba mientras, en la intimidad, intercambiaban vinos y habanos

Que un país sea libre, parcialmente libre o no libre, según la clasificación de Freedom House, no garantiza la democracia. Los déspotas proclaman libertad, pero exhiben rasgos autoritarios. No toleran el disenso ni, menos aún, las críticas. Viven en una burbuja inflada por estadísticas confeccionadas por miembros de sus cortes que temen perder sus empleos, aunque sean temporales. “Estamos mal, pero vamos bien”, decía el expresidente argentino Carlos Menem durante sus primeros meses de gobierno en un país sumido en la hiperinflación.

Los frecuentes encontronazos de Menem con Fidel Castro terminaron siendo la coartada perfecta para abonar la corrupción en Argentina y la dictadura en Cuba mientras, en la intimidad, intercambiaban vinos y habanos. Un juego de suma cero para las sociedades que decían representar, encandiladas con un primer mundo cambalache, en un caso, y con una revolución desnortada bajo el estigma del asedio de un embargo, llamado bloqueo, en el otro. Esa derecha y esa izquierda marcaron el rumbo de una región sometida a minorías embarcadas en ciclos virtuosos que solo vieron crecer un fenómeno global: la corrupción.

La ficción echó las semillas de autocracias que se identifican con la izquierda o con la derecha, pero, en el fondo, no son más que eso. Regímenes en los cuales una sola persona, el presidente de cualquier signo y factor, impone su voluntad y la suprema ley hasta que los legisladores, no siempre representativos, o los jueces, no siempre imparciales, se espabilan y ponen un límite. La puja entre los tres poderes deriva en crisis recurrentes en las cuales suele ganar quien grita más fuerte en una supuesta guerra contra el imperialismo que, en realidad, atenta contra la democracia con valores deformados.

Putin y Xi alientan un mundo multipolar en rechazo a la democracia y los derechos humanos, atribuidos a las elites occidentales. El discurso no solo prende en economías en apuros, como las latinoamericanas y las caribeñas, sino también en otras latitudes. El hartazgo del divorcio entre los problemas reales y las monsergas políticas deriva en la búsqueda de certezas en personajes mesiánicos, como el retórico salvador de El Salvador, Nayib Bukele, arropado por la ciudadanía a raíz de su mano dura contra las pandillas. En sociedades sacudidas por la inseguridad y por la indignación, ese tipo de gobierno encandila.

La guerra nacionalista de Rusia se codea con el autoritarismo nacionalista de China, humillada durante la Guerra del Opio en el siglo XIX, y con los rencores de Turquía por la ocupación occidental durante la Primera Guerra Mundial

No importan las consecuencias. Tampoco importa la perspectiva histórica a la cual recurre Putin, más que Xi, para condenar invasiones, agravios, sometimientos y otras fechorías occidentales. La buena acogida de Ucrania en la OTAN desde 2008, aunque no haya aceitado su membresía ni la de Georgia, otro de los elegidos, pudo haber desencadenado la operación militar especial rusa en 2022, así como el rencor por la desintegración de la Unión Soviética y el orfanato de las provincias ucranianas anexadas por Rusia. De prepo.

Rusia nunca vio a Ucrania como un Estado soberano. Kiev, la capital, sigue siendo la madre de todas las ciudades rusas a pesar del levantamiento en la Plaza de la Independencia, el Euromaidán, que apuró en 2014 la caída de un presidente prorruso, Víktor Yanukóvich, y la voluntad de acercarse a la Unión Europea. En esos pequeños detalles no reparan los presidentes latinoamericanos y caribeños que juran fidelidad de Putin y Xi, triangulan entre condenar la guerra o, como Luiz Inácio Lula da Silva, intentan mediar en un conflicto tan lejano como ajeno sin entender, quizá, que el nuevo nacionalismo, embrión de su detestado antecesor, Bolsonaro, anida tanto en Brasil como en China, Hungría, India, Turquía y otros países.

La guerra nacionalista de Rusia se codea con el autoritarismo nacionalista de China, humillada durante la Guerra del Opio en el siglo XIX, y con los rencores de Turquía por la ocupación occidental de buena parte del país durante la Primera Guerra Mundial. Tiempos pretéritos estimulan otra vitamina de las autocracias: el resentimiento. Corregido y aumentado por la globalización, causante de la pérdida de valores del interés nacional y del auge del llamado neoliberalismo, enemigo frontal de las presuntas izquierdas latinoamericanas y caribeñas, aunque sus líderes acopien dólares y, en algunos casos, prefieran depositarlos o invertirlos en el exterior.

Economías ricas en petróleo, como Venezuela, y en gas, como Bolivia, vieron esfumarse los dividendos de la llamada década ganada en manos de autócratas nacionalistas convertidos en líderes con proclamas de izquierda. Una señora enjoyada y enriquecida, la vicepresidenta argentina, Cristina Kirchner, se desliga del desmadre provocado por su designado a dedo, Alberto Fernández. Y así sucesivamente. Sin brújula. La derecha se apropia de la resistencia y de la rebeldía en Chile tras el traspié de Gabriel Boric en la segunda elección de constituyentes para reformar la Constitución heredada de Pinochet.

El Bukele de los años de plomo. O la solución contemporánea en una coyuntura signada por la insumisión de la derecha, objetora del calentamiento global, de la inmigración, del papa Francisco, de la comunidad LGBTIQ+ y hasta de la redondez de la Tierra. Gana terreno el negacionismo, aquel que impuso Turquía sobre el genocidio armenio o, más recientemente, el que impusieron Trump, Bolsonaro y compañía sobre la pandemia del coronavirus. Esa otra pandemia, la del negacionismo, llevó a la cadena de televisión Fox a refutar sin fundamento la victoria de Joe Biden en las elecciones de 2020. Tuvo un precio: 787,5 millones de dólares para no ir a juicio por difamación con Dominion Voting Systems por haber inventado el fraude. Lo barato sale caro. Como dicta la sabiduría popular, no la RAE.

Jorge Elías

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