Estamos mal, pero vamos bien




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El presidente de la guerra, como se define a sí mismo Bush, reforzó en la convención republicana el legado de Clinton

En medio del acalorado debate previo a la invasión de Irak en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, George W. Bush tenía clara la premisa que redondeó el jueves en su discurso de cierre de la convención republicana: “Estamos a la ofensiva, golpeando a los terroristas en el exterior, para no tener que afrontarlos aquí, en casa”. La casa, más allá del 11 de septiembre, está en orden. Sobre todo, por el mensaje de fondo: la continuidad de la política agresiva, en un contexto dominado por la violencia, garantiza aquello que Bill Clinton legó como prioridad.

¿De qué se trata? No de la economía, estúpido, como machacaba en su primera campaña electoral, sino de un mundo moldeado, o forjado a golpes, a imagen y semejanza de los Estados Unidos ante la insoportable levedad del imperio. Una red, digo, por si alguna vez Washington corre la suerte de Roma.

La tejió Clinton, pero, en realidad, el ovillo data de los tiempos en que Ronald Reagan ganó la Guerra Fría sin disparar un solo tiro. Poco antes de la demolición del Muro de Berlín y de la desintegración de la Unión Soviética, la preeminencia norteamericana estaba asegurada. El asunto, sin embargo, era mirar más allá de las propias narices. Vislumbrar, en cierto modo, una ciencia tan inexacta como el tarot: el futuro frente a un presente prácticamente resuelto.

El futuro pautado en los noventa bajo el alero de la globalización no tenía cara de perro: giraba sobre la expansión amable de la democracia y del libre comercio, de modo de exportar hábitos arraigados en los Estados Unidos. Hasta los chinos, dominados por un implacable sistema comunista, comenzaron a familiarizarse desde entonces con la duda entre McDonald’s o Burger King.

En 1996, Clinton fue reelegido, pero, a su vez, Osama ben Laden declaró su jihad (guerra santa) contra la monarquía saudita y contra las tropas norteamericanas en Medio Oriente, y prometió reconstruir las zonas sagradas musulmanas en la región. La disyuntiva pasó a ser, pues, la defensa del interés nacional, en peligro frente a una nueva concepción de la guerra. Desmarcada, en parte, de los Estados-nación que, antes del eje del mal versión Bush, iban a ser vilipendiados por apañar terroristas.

¿Por qué, si no, en la aceptación de su candidatura a la reelección, Bush ha insistido en preservar un “liderazgo firme, consistente y con principios” basado sobre “un plan claro y positivo para construir un mundo más seguro” en el cual la democratización de Medio Oriente cobra especial importancia y por qué, si no, ha relegado a su rival demócrata, John Kerry, a una poco elegante coalición “de coaccionados y sobornados”?

Por una diferencia de criterios meramente electoral en la cual, puertas afuera, no varía la premisa, sino el método. Precipitado, justamente, por la voladura de las Torres Gemelas, aquello que Clinton temió cuando, en 1996, salió a la caza de los llamados Estados canallas con la amenaza de sancionar a las compañías norteamericanas que invirtieran en petróleo y en gas natural en Irán, por la posibilidad de que estuviera embarcado en proyectos nucleares, y en Libia, por el atentado contra el avión de Pan Am en los cielos de Lockerbie, Escocia, el 21 de diciembe de 1988.

Los tildó de “promotores del terrorismo”. Era la señal más clara de la lucha inminente, rechazada entonces por la Unión Europea (en especial, por Francia, también renuente a la invasión de Irak en 2003) y Japón, mientras el territorio norteamericano aún permanecía invicto de ataques despiadados. En ese momento, Clinton instó al Capitolio a conceder más poderes al FBI para “desenmascarar a los grupos terroristas”, convocó a los norteamericanos a “franquear las barreras mentales entre la política interna y externa” y pidió que aumentaran los controles en el tránsito aéreo.

Presagio, tal vez, de una alarmante invulnerabilidad. Ben Laden ya figuraba en lista de los más buscados; a tal punto que Clinton autorizó en forma secreta a la CIA a “utilizar cualquier medida” contra él.

La fórmula de Clinton en 1996: “No podemos reducir los peligros para nuestra gente sin reducir las amenazas más allá de nuestras fronteras”. Ocho años después, Bush no ha hecho nada nuevo con la amenaza de sancionar a los Estados que apañan terroristas, por más que haya remozado la doctrina de la seguridad nacional con la pretendida legitimidad de las guerras preventivas, ni ha dicho nada nuevo en su afán de repelerlos fuera de casa con tal de no padecerlos bajo la cama.

Cambió el discurso y el tono, no la premisa: un mundo moldeado, o forjado a golpes, a imagen y semejanza de los Estados Unidos ante la insoportable levedad del imperio. En un contexto signado ahora, más que en 1996, por el terror global: en cuestión de horas, 12 trabajadores nepaleses ejecutados por una banda cercana a Al-Qaeda en algún sitio de Irak, angustia por la suerte de dos periodistas franceses secuestrados por una banda  de parecida estofa, 18 muertos en dos atentados simultáneos en autobuses en Israel, 10 más en una boca de subterráneo en Moscú después de que estallaran dos aviones rusos en el aire con casi 90 personas a bordo y el cruento desenlace de la toma de rehenes en un colegio cercano a Chechenia.

Signos macabros en su mayoría de una resistencia no coordinada, pero perversamente eficaz, en la cual el arma más poderosa, y letal, consiste en el suicidio de un infeliz por una causa ideológica con fundamentos radicales. Llámese liberación de Irak, llámese intifada (sublevación palestina), llámese autonomía de Chechenia, llámese hache.

Llámese como se llame, la guerra preventiva, sucesora de la expansión amable de la democracia y del libre comercio, ha inflamado, o acelerado, la oposición a la virtual imposición de valores desconocidos. ¿Choque de civilizaciones? De culturas, tal vez, en las cuales, en nombre de Dios o de Alá, unos no toleran a los otros ni, menos aún, sus pautas de convivencia y sus reglas de juego, aprovechándose, los líderes terroristas, de situaciones de injusticia, miseria e ignorancia.

Por capricho del calendario, quizás, el terrorismo coincide otra vez con la bisagra entre un siglo y el otro. En 1894, un anarquista italiano asesinó al presidente francés Sadi Carnot; tres años después, unos anarquistas apuñalaron mortalmente a la emperatriz Isabel de Austria y mataron a Antonio Cánovas, el primer ministro español; en 1900, Umberto I, rey de Italia, cayó víctima de otro atentado anarquista; en 1901, un anarquista norteamericano asesinó a William McKinley, presidente de los Estados Unidos, según un recuento de Walter Laqueur, director del Instituto de Estudios Estratégicos de Washington.

Al filo del siglo XX, a diferencia del filo del siglo XXI, no había Clinton, ni Bush, ni Al-Qaeda, ni Hamas. Ni había un antecedente cuidadosamente reservado: Ben Laden dirigió las fuerzas que mataron soldados norteamericanos en Mogadiscio, Somalia, en 1993. Desde ese año, los Estados Unidos bajaron el pulgar ante el secretario general de las Naciones Unidas, Boutros Boutros Ghali, y decidieron dejar de participar en misiones comandadas por militares de otras nacionalidades. Desde ese año, o desde Reagan, estamos mal, pero, en perspectiva, vamos bien.



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