La tragedia griega




Alexis Tsipras: más cansancio que entusiasmo
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El descontento global, abonado por la creciente xenofobia y por la precaria situación económica en Europa, se adereza con el desgaste de los pilares sobre los cuales descansaba el mundo posterior a la Guerra Fría

François Hollande fue investido presidente de Francia con la premisa de rechazar la hoja de ruta trazada por la troika (Comisión Europea, Banco Central Europeo y Fondo Monetario Internacional). No lo hizo. Después, en Italia, el primer ministro Matteo Renzi amenazaba con incumplir las exigencias de pago de la deuda, atizadas por la canciller de Alemania, Angela Merkel. Tampoco lo hizo. ¿Por qué la tercera intentona, coronada con la rotunda victoria de la Coalición de la Izquierda Radical (Syriza) en Grecia, parece ser la vencida? Porque polarizó a Europa entre Berlín y Atenas o, frente a la ventanilla de los acreedores, entre la sumisión y la rebelión.

La rebelión de los deudores, más allá del errático historial de pagos de cada país, encontró en el primer ministro griego, Alexis Tsipras, un puntal en la confrontación contra los intereses de la troika, traducidos en números puros y duros en desmedro del costo social. Curiosamente, entre los posibles aliados para apurar la toma de posesión de Tsipras, la formación Syriza cerró acuerdo horas después de las legislativas griegas con el partido de la derecha nacionalista Griegos Independientes (ANEL), acaso el más cercano a su disconformidad con la troika.

Hollande, socialista, se apresuró a invitar a París a Tsipras. Marine Le Pen, líder del ultraderechista Frente Nacional francés, celebró el triunfo como propio, comparándolo con un “bofetón democrático monstruoso a la Unión Europea”. En las antípodas, el líder ultraizquierdista del mismo origen Jean-Luc Mélenchon vislumbró la imperdible “ocasión de refundar Europa”. Como ellos, ultraderechistas, ultraizquierdistas, xenófobos, antisistema, euroescépticos, antieuropeos y otros partidos no tradicionales se aferraron al ascenso de Syriza cual tabla de náufrago o símbolo del descontento más allá de sus ideologías.

El mundo está que trina. Sea el caos en Medio Oriente, la epidemia de ébola en África, el alzamiento de los ucranianos contra la usurpación rusa de Crimea y otras partes de su país, la rebelión de los estudiantes en el distrito central de Hong Kong o la amenaza de China en sus aguas costeras extendidas, el denominador común es el malestar con un sistema que, democrático o no, castiga más de lo que premia. En los Estados Unidos, Gallup reveló que uno de cada siete baby boomers (nacidos entre 1946 y 1964) está en tratamiento por depresión. Les sobran los motivos después de haber sorteado la crisis.

En 2008, la codicia de Wall Street y de sus pares del otro lado del Atlántico derivó en hipotecas exageradas que terminaron siendo un arma de doble filo para quienes anhelaban alcanzar un techo propio o invertir en ladrillos. En 2016, el uno por ciento de la población mundial tendrá la mitad de la riqueza del planeta, según la organización caritativa Oxfam. Por el aumento de la desigualdad, el patrimonio de 80 individuos superará al de la mitad más pobre del planeta, redondeada en 3.500 millones de personas.

En aguas revueltas por la incertidumbre, Le Pen no acusó recibo de la réplica de Syriza al aliento previo a las elecciones griegas. La formación de Tsipras dejó dicho que pretendía ser “un bastión contra el auge de la extrema derecha” que ella profesa en Francia. En casa, los griegos lidian con el partido xenófobo Aurora Dorada, tercero en las urnas. Desde ese extremo, el líder del partido británico derechista y antieuropeo UKIP, Nigel Farage, comparó al nuevo gobierno griego con “una extraordinaria partida de póker” contra la canciller Merkel y el Banco Central Europeo. En Berlín, el líder euroescéptico Bernd Lucke alentó a Grecia a salir de la eurozona.

Todo confluye en el malestar. Cuando estalló la crisis hipotecaria, el Estado salvó del desastre a los Estados Unidos, el Reino Unido y España. Recobró su papel de moderador. No hubo ideologías ni guerras, sino apuro. El Estado rescató del capitalismo sin control a los que pudo, en especial a los bancos. Muchos ciudadanos de a pie se quedaron fuera del reparto. Con esos bríos, también, el Estado se inmiscuyó en la vida privada, procurando evitar que se propagara el espionaje tras las escandalosas revelaciones de Julian Assange, fundador de WikiLeaks, y de Edward Snowden, prófugo de la justicia norteamericana, sobre secretos gubernamentales.

La crisis y el terrorismo obraron como excusas de la intromisión estatal en medio de un creciente malhumor global. De ese modo decayó la confianza en los pilares sobre los cuales el mundo creía que descansaba tras la Guerra Fría: los mercados, la democracia y, como virtual ganador de aquella contienda, los Estados Unidos. El sorprendente arribo al gobierno de Grecia de una coalición antisistema como Syriza refleja más cansancio que entusiasmo. Sobre todo, por la decepción con el presagio de un mundo menos desigual y violento tras la caída del Muro de Berlín, en 1989.

Samuel Huntington aventuró en la revista Foreign Affairs que las líneas de ruptura entre las civilizaciones iban a ser los frentes de batalla de la humanidad. Transcurría 1993. Ese año hubo un atentado fallido contra las Torres Gemelas. Lo ejecutó Al-Qaeda con un camión repleto de explosivos. Ocho años después, la voladura de ambos colosos con aviones comerciales y pilotos suicidas provocó la peor tragedia en la historia de los Estados Unidos. Tuvo un daño colateral: brindó al Estado la facultad de vigilancia que habría coronado el sueño de los autócratas del siglo XX. Assange, Snowden y varios hackers sortearon la barrera.

La fe en el mercado descarriló con la depresión, plasmada en el alarmante aumento del desempleo, los quebrantos y los desahucios (desalojos) en países aparentemente prósperos como España, donde el cabreo contra el gobierno conservador de Mariano Rajoy engordó la popularidad de Podemos, primo de Syriza. La fe en la democracia sufrió un duro revés tras la promesa de la Primavera Árabe de voltear como fichas de dominó a los déspotas antes apañados por Occidente. La fe en los Estados Unidos no sobrevivió a sus errores en guerras inconclusas de las cuales se retiró sin desfiles, como las que libró contra Irak y, codo a codo con la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), contra el régimen talibán en Afganistán.

El choque de civilizaciones, augurado por Huntington y refutado por muchos de sus colegas politólogos, se vio ensalzado por la proliferación de atentados con el sello de Al-Qaeda. La súbita aparición del grupo Estado Islámico (EI), con mayor predicamento que las huestes del difunto Osama bin Laden entre quienes abrazan el delirio de recrear un califato degollando e incinerando infieles, ensalzó esa teoría, resumida en un conflicto entre civilizaciones, no entre ideologías ni entre países, más allá de la preeminencia del Estado como pantalla. El mantra de la seguridad desplazó al ideal de la libertad y, con él, algo que los griegos, en otros tiempos, llamaron calma. Algo que escasea como el agua en el desierto.

 



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