Lápidas rusas

La muerte del líder opositor Navalny coincidió con la Conferencia de Seguridad de Munich, el ámbito preferido de Putin para enviarle mensajes a Occidente




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Tres días antes de la muerte del líder opositor ruso Alexei Navalny en una de las prisiones más alejadas de la civilización, en lo peor de Siberia, la Guardia Civil de España halló en un garaje municipal de Villajoyosa, Alicante, el cadáver de Maxim Kuzminov. Era un piloto ruso que había desertado a los 28 años de la guerra contra Ucrania en un helicóptero de combate. Cinco balazos, distribuidos prolijamente entre la cabeza y el pecho, habían acabado con su vida. Labor de sicarios, de modo de advertir qué podía ocurrirles a los traidores. Kuzminov había recibido medio millón de dólares de Ucrania a cambio de su defección.

En septiembre de 2023, al mes siguiente de la fuga, ofreció una rueda de prensa en Kiev flanqueado por militares ucranianos. Criticó al régimen de Vladimir Putin y explicó las razones por las cuales estaba en contra de la guerra. Fue su sentencia de muerte. El Kremlin le prometió que no iba a vivir lo suficiente para ser sometido a juicio. Cumplió. En el helicóptero militar Mi-8 iban otros dos militares rusos que desconocían su intención de abandonar el país. Murieron cuando intentaron escapar. La expareja de Kuzminov encontró el cadáver. Gritó, horrorizada. Minutos después, la Guardia Civil confirmó a través de Europol que tenía una identidad falsa.

Era “un traidor criminal” y “un cadáver moral”, según el jefe del Servicio de Espionaje Exterior de Rusia, Serguéi Narishkin. Una larva que debía ser exterminada. La rutina de los asesinatos selectivos remite a la muerte en prisión de Navalny en vísperas del segundo aniversario de la guerra contra Ucrania, el 24 de febrero, y de la reelección de Putin, prevista para el 17 de marzo sin rivales de fuste a la vista. Navalny había sido envenenado en 2020, como otros, tras su vano intento de ser candidato presidencial dos años antes.

Navalny, más fastidioso encarcelado que desaparecido, y el menos conocido Kuzminov, oculto en un pueblo de la Comunidad Valenciana, engrosaron la lista de muertes de detractores del régimen

Las sospechas sobre los oscuros métodos del régimen datan de 2006. Alexander Litvinenko, exmiembro del Servicio Federal de Seguridad de la Federación de Rusia (FSB), antes KGB, que se había convertido en opositor de Putin y murió envenenado con polonio-210 en Londres. Poco antes de su deceso, Litvinenko había revelado que en su país aún operaban laboratorios de veneno que databan de la era soviética. Una investigación británica determinó que en el crimen estaban involucrados agentes rusos probablemente con la aprobación de Putin.

El regreso a Rusia de Navalny, después de recuperarse en Alemania, también fue su sentencia de muerte. Poco y nada influyeron las sanciones de la Unión Europea y de Estados Unidos por la anexión ilegal de Crimea en 2014 mientras Putin tramaba la operación militar especial contra Ucrania. El desprecio por los derechos humanos al mejor estilo Stalin lo llevó a la deriva autoritaria. Necesitaba blindarse con una represión interna que garantizara el respaldo sin fisuras a recuperar a la madre de todas las ciudades rusas, Kiev. Dos años después, la guerra continúa.

Navalny, más fastidioso encarcelado que desaparecido, y el menos conocido Kuzminov, oculto en un pueblo de la Comunidad Valenciana, engrosaron la lista de muertes de detractores del régimen por causas extrañas, como súbitos paros cardiacos; envenenamientos; caídas desde ventanas y terrazas, y accidentes automovilísticos. El desplome del avión en el cual iban el líder del Grupo Wagner, Yevgueni Prigozhin, y sus lugartenientes después de haberse alzado contra Putin en junio de 2023 incluyó mercenarios entre las lápidas de periodistas, políticos, abogados y defensores de los derechos humanos críticos de Putin, en el Kremlin desde 2000.

Desde 2020, el derecho internacional ha quedado supeditado constitucionalmente al derecho interno de Rusia

¿Estaba todo calculado? Navalny murió el 16 de febrero, día de la inauguración de la tradicional Conferencia de Seguridad de Munich. La presencia de la viuda, Yulia Naválnaya, que prometió vengarse, le sirvió a Putin para transmitirle a Occidente que no iba deponer las armas en Ucrania y que tampoco cabe la posibilidad de que haya una alternancia en Rusia. En ese escenario, Putin dejó entrever en 2007 que iba a recuperar Georgia con el apoyo de las autoproclamadas repúblicas prorrusas de Osetia del Sur y Abjasia. Lo logró al año siguiente. También anticipó en ese ámbito las escaladas en Ucrania de 2014 y de 2022.

Solo le pesa a Putin no poder ir al exterior por la orden de detención de la Corte Penal Internacional a raíz de la desaparición de menores ucranianos al comienzo de la guerra. Desde 2020, el derecho internacional ha quedado supeditado constitucionalmente al derecho interno de Rusia. Que, en algunos casos, va más allá de sus fronteras, como con la orden de búsqueda y captura de la primera ministra de Estonia, Kaja Kallas, apodada la Dama de Hierro de Europa. La acusa Putin de destruir o dañar monumentos soviéticos en memoria de los soldados caídos.

Antes del crepúsculo del siglo XIX, el zar Alejandro III vislumbró el amanecer del siglo XXI: “Rusia solo tiene dos aliados verdaderos: su armada y su ejército”. Por más que Joe Biden suba el tono, tratando a Putin de “loco hijo de puta”, Occidente está atado de pies y manos frente a la vulnerabilidad de la población rusa. El país ya no forma parte del Consejo de Europa ni rinde cuentas ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ni ante el Consejo de Derechos Humanos de la ONU. El apoyo de China, India y otros Estados autocráticos incorporados al llamado BRICS+ cierra un círculo. El de la conveniencia de que se mantenga en el poder hasta 2030. O, Dios nos guarde, quizá más.

Jorge Elías

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