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Ni el clientelismo ni la inseguridad ni la inflación ni la corrupción ni la egolatría ni la enfermedad pudieron contra la voluntad de la mayoría de los venezolanos: Hugo Chávez tiene mandato hasta 2019. ¿Veinte años no es nada, como dice tango? En los estándares europeos y norteamericanos, sin contar a México después de la rutinaria saga de siete décadas de presidentes del PRI, no cabe una democracia sin alternancia. En Venezuela, con una participación récord de casi el 81 por ciento del electorado, Henrique Capriles despertó mucha expectativa, pero no pudo contra una realidad: la mayoría prefirió lo conocido, sea bueno o malo.
Antes de preguntarle a Chávez qué llevaba en los bolsillos, broche de mis entrevistas con más de 50 mandatarios de diversas latitudes, se me ocurrió plantearle si era de derecha o de izquierda. En su confortable despacho del Palacio de Miraflores, muy suelto de cuerpo, el presidente bolivariano respondió: “Soy de los dos. Creo que hubo un muro ideológico y que se derribó. Hablamos aquí, en Venezuela, de Simón Bolívar, Simón Rodríguez y Ezequiel Zamora. Reivindicamos nuestra propia esencia en lugar de importar modelos”. El socialismo del siglo XXI aún no había ladeado su perspectiva.
Era el primer Chávez, seductor, amable conciliador. Lejos parecía de aquel que había participado de un conato de golpe de Estado contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez en 1992. Diez años después pasó él mismo por esas circunstancias. Ese Chávez, enconado contra George W. Bush por considerarlo uno de los artífices del golpe, radicalizó el discurso y, en medio de réplicas virulentas contra los sectores acomodados de su país y las compañías extranjeras, insistió cada vez más en darse baños de masas con las clases populares y los militares, principales beneficiarios de sus políticas.
Chávez ganó con amplios márgenes las elecciones de 1998 y después, aprovechándose de la gracia de todo gobierno en tiempos de estreno, logró amasar poder y legitimarlo en las urnas. Halló un resquicio en la polarización para implantar su discurso a través de medios de comunicación gubernamentales: desde el comienzo de su gestión, con su prosa voluptuosa y su vozarrón estridente, programas de televisión y de radio, así como periódicos, con los cuales quiso rebatir todo viso de crítica. En el tránsito expresó simpatía por los peores del barrio: Fidel Castro, Saddam Hussein, Muamar el Gadafi, Mahmoud Ahmadinejad y Vladimir Putin, entre otros.
En las legislativas de 2005, la oposición desertó de las urnas y dejó la Asamblea Nacional en manos del oficialismo. Relegido al año siguiente, Chávez terminó siendo más democrático que los otros, mortificados por sus traspiés: aseguró que iba a salir de Miraflores si perdía. Las misiones, programas sociales financiados con los ingresos adicionales de Petróleos de Venezuela (Pdvsa) en coincidencia con las alzas récord del precio del barril, atienden ahora en colegios y hospitales a aquellos que siempre han sido soslayados por el Estado. Nunca había ocurrido, así como nunca había habido tantos empleados públicos.
La oposición venezolana, sin más plan que derrocarlo, dio de bruces contra sí misma el 11 de abril de 2002: las efímeras 47 horas de gobierno del empresario Pedro Carmona, como consecuencia del golpe de Estado, demostraron que, si la meta era terminar con actitudes antidemocráticas, nada iba a ser más antidemocrático que un presidente ilegítimo, surgido de una conspiración civil y militar. Diez años después, en 2012, esas fuerzas dispersas se unieron por primera vez en una década detrás de un candidato elegido en primarias abiertas a todo el electorado, Capriles.
En estos años hubo presiones mutuas. Contra Chávez, cierres patronales y paros petroleros; contra la oposición, latigazos y amenazas. Y, de ambos lados, violencia. En ese clima enrarecido, un militar entonado por sus delirios libertadores halló el pretexto para blandir la espada. Empleó su vocabulario necrófilo contra aquellos que creyó traidores. Acusó a Bush de ir por el petróleo a Irak y, después, a Venezuela. Con Capriles, tildado de “cochino” y “majunche (mediocre)” por haber participado del acoso a la embajada cubana durante el efímero golpe de 2002, rehuyó al debate. Y, sin embargo, ganó.
Sin responderme si era de derecha o de izquierda, Chávez me enseñó su billetera: tenía dinero, el documento de identidad, el carné de teniente coronel y fotos de sus hijos. Cual muestra de su fama de seductor, llevaba dos pañuelos blancos en los bolsillos traseros del pantalón: “Lo aprendí cuando era cadete; uno es para la dama”, me explicó. Y nunca olvidaba su peine: “Mi cabello es rebelde”, me aclaró, irónico.
Tampoco olvidaba un diminuto libro de citas de Jorge Eliécer Gaitán, líder del ala populista del Partido Liberal de Colombia asesinado el 9 de abril de 1948. Lo sacó del bolsillo derecho del pantalón y leyó: “Todo está trenzado en el ritmo de la unidad, nada es una fracción, todo es parte de todo, lo que cada uno hace tiene relación con lo que otro hizo o con lo que otro va a hacer”. De ser cierto, tanto Chávez como Capriles son parte de ese todo en el cual, según el cristal, pesaron más los aciertos que los errores o viceversa.
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