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Política

La isla de la fantasía

La influencia de los gobiernos de los Estados Unidos, Venezuela, Brasil y España será decisiva en la inminente transición En vísperas de la parada militar del 2 de diciembre en la plaza de la Revolución, la gran incógnita no era la presencia de Fidel Castro. Ya no. Que estuviera poco iba a cambiar la situación. Desde el 31 de julio había delegado el mando en su hermano Raúl. Excepto esporádicas apariciones con el diario oficial Granma de la fecha correspondiente sólo para demostrar que seguía vivo, todo se centraba en el secreto mejor guardado de la isla: su estado de salud, librado a la decisión del destino de mantener el pulgar erguido o inclinarlo hacia abajo. Faltaba después de 47 años. Faltaba y, con su ausencia, abonaba la intriga sobre el desenlace. El desenlace de Cuba, más que el suyo. Febriles comenzaron a ser los contactos reservados con los gobiernos de Hugo Chávez, por un lado, y de George W. Bush, por el otro. Febriles y, en ocasiones, precipitados. Sobre la mesa, aún dominada por (leer más)

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Cuatro presidentes y un funeral

En el país de las dos vigilias, el pasado volvió a aflorar, y a dividir, por la deuda del general con la historia Pinochet no era el dictador, sino el general. El general a secas. Del dictador no se hablaba en Chile. Había adquirido el mote fuera. Lo cual, a oídos de un chileno sorprendido en el exterior con la asociación libre entre su país y el caballero, como supo llamarlo Tony Blair, no resultaba grato ni simpático. Resultaba paradójico que el espejo de la modernización de la economía de América latina reflejara una imagen tan distorsionada y que coincidiera, a su vez, con gravísimas violaciones de los derechos humanos, primero, y con sospechas de corrupción, después. El general no era Chile, pero Chile era del general. En 1999, mientras estaba detenido en las afueras de Londres, parecía omnipresente. Parecía, aclaro, porque, por creyente que fuere, carecía de mérito para atribuirse un don de Dios. Su rostro, severo, fisgoneaba desde los balcones, las paredes, los diarios y las revistas. Fisgoneaba desde todos los rincones, seguro, (leer más)

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Lo cortés no quita lo evidente

La reelección de Chávez coronó una tendencia traducida en insatisfacción, más que en populismo Lejos de la euforia de unos y de la depresión de otros en Venezuela, el secretario de Estado de Asuntos Exteriores de España, Bernardino León, y el secretario de Estado adjunto para Asuntos del Hemisferio Occidental de los Estados Unidos, Thomas Shannon, procuraron establecer en Madrid las bases de una encrucijada: cómo lidiar con el tigre suelto en América latina. Misión, en apariencia, menos compleja para José Luis Rodríguez Zapatero que para George W. Bush. Era viernes; faltaban horas, apenas, para el gesto conciliador hacia los Estados Unidos del presidente provisional de Cuba, Raúl Castro, y para la reelección de Hugo Chávez. Faltaban horas, apenas, para vislumbrar otro escenario. Con los mismos actores, excepto Fidel Castro. Con los mismos actores, pero, a la vez, con algunos cambios. Chávez iba a ganar un nuevo mandato en elecciones limpias, como Evo Morales en Bolivia, Daniel Ortega en Nicaragua y Rafael Correa en Ecuador. Todos ellos, al igual que Luiz Inacio Lula da Silva (leer más)

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La guerra de secesión

En Venezuela, México y Bolivia, las elecciones dejaron al desnudo una realidad: en cada una de ellas conviven dos países CARACAS.– La tierra no resistió. El puente que unía el aeropuerto con la capital se derrumbó. Un viaje de menos de una hora insume desde enero más de tres. A paso de hombre, por una geografía escarpada, dominada por la pobreza. Como el puente roto, reflejo de la sociedad venezolana, Hugo Chávez halló por decantación, después de casi ocho años de gestión, el descontento de una parte de la población. La mitad, tal vez, no necesariamente reflejada en los votos. Esa parte de la población, huérfana de partidos por los desaciertos de la Acción Democrática (AD) y el Copei mientras se alternaban en el Palacio de Miraflores, encontró un candidato: Manuel Rosales. Un candidato de circunstancia. O, acaso, un opositor a secas. Un opositor a secas era también Evo Morales. No vaciló en bloquear las rutas de los sucesivos gobiernos desde el período incompleto de Gonzalo Sánchez de Lozada. Tanto insistió, como Chávez después de (leer más)