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Sin reparar en las afinidades políticas, Lula impulsó el biocombustible y Chávez insistió en apuntalar el anillo energético
En Santiago de Chile, mientras Ricardo Lagos aún ejercía la presidencia, Néstor Kirchner farfulló: “Es el anillo energético”. Eramos dos personas con él, de pie en medio de una multitud de comensales. No entendimos la frase. “Es el anillo energético”, repitió, y no dijo nada más durante unos segundos. Había ido a amigarse con su par chileno por la falta de provisión de gas argentino, pero, en principio, ya tenía en mente tender con Hugo Chávez el proyectado gasoducto desde Venezuela hasta la Argentina, Uruguay y, si cuadraba, la Antártida. Evo Morales aún era candidato presidencial; Luiz Inacio Lula da Silva aún no proclamaba la producción de biocombustible.
En poco más de dos años, el anillo energético pasó a ser pasión de multitudes. O, en realidad, de esas multitudes que, mientras Kirchner farfullaba su nombre, no perdonaban pescados ni mariscos. En ese lapso, Chávez, Morales y él trazaron un mapa regional que no coincide con la división política convencional ni con la división ideológica coyuntural. Tampoco coincide con el mapa regional de Lula después de reunirse dos veces en un mes con George W. Bush; un mapa surcado por ríos de biocombustible, sucesor no contaminante del petróleo, entre cuyos mayores productores mundiales está Venezuela.
Sin aparente injerencia de los Estados Unidos en un territorio que nunca dejaron de considerar su área de influencia, Lula y Chávez procuraron expandir sus horizontes en las giras que emprendieron en forma simultánea, y coincidente, por América latina. En la misma semana, uno, Lula, estuvo en México, Honduras, Nicaragua, Jamaica y Panamá; el otro, Chávez, estuvo en la Argentina, Ecuador y Bolivia. Uno predicó por el biocombustible; el otro insistió con el petróleo y el gas.
Primó la sutileza en todo, hasta en las discrepancias sobre la captación de nuevos socios para el Mercosur. Sobre ello, el presidente de México, Felipe Calderón, recibió una invitación unilateral de Kirchner y, poco después, un rechazo solapado de Lula, señal de la falta de un solo idioma, o de un solo mensaje, dentro de un bloque que, desde la incorporación de Venezuela, presume haber cobrado vuelo político.
Si Lula coqueteó con Ortega, aliado de Chávez, y Chávez coqueteó con Tabaré Vázquez, anfitrión de Bush como Lula, ¿dónde quedó la izquierda que iba a abolir la economía de mercado, instaurada por Carlos Menem, Alberto Fujimori y compañía en los noventa, en beneficio del fortalecimiento del Estado? Del Estado, no de sus instituciones.
Esa izquierda, acaso insurgente después de la crisis argentina de 2001 por haber comprobado la desolación del continente frente a la indiferencia del mundo, no lidia con terroristas del cuño de Osama ben Laden ni con hambrunas y pandemias crónicas como las africanas. Ni despierta interés fuera de sus fronteras, más allá de los coqueteos norteamericanos, para no perder más terreno aún a raíz de su obsesión por las guerras preventivas, y europeos, para apuntalar las inversiones de sus compañías.
Desde 2003, las economías latinoamericanas no dejaron de crecer a un promedio anual de más del cuatro por ciento gracias al aumento de los productos básicos, o commodities, lo cual favoreció a los productores agrícolas, como la Argentina y Brasil, y petroleros y gasíferos, como Venezuela y Bolivia. En ello no primaron los Estados Unidos ni la Unión Europea, sino China y la India por su pujanza industrial.
De ahí las licencias de Chávez para instaurar su socialismo del siglo XXI, después de su reelección, y de Lula para desentenderse de la izquierda, o del núcleo duro del Partido de los Trabajadores (PT), en más de una ocasión. E, incluso, las licencias de Álvaro Uribe, el principal socio de Bush en la región, para alterar la letra constitucional de Colombia y ser reelegido sin contratiempos, y de Kirchner para decidir a dedo la candidatura presidencial de su mujer, la senadora Cristina Fernández.
La ideología, si la hubo, apenas sirvió de estribo. La bonanza económica, a pesar del desencanto de la gente por la pobreza, la inseguridad y la corrupción, permite, o disimula, las licencias políticas, favorecidas por una creciente independencia de los organismos de internacionales crédito, antes decisivos con sus juicios y observaciones.
El populismo, variable regional entre la derecha y la izquierda, ya no provoca sarpullidos ni ronchas, por más que haya diferentes populismos. No es lo mismo el populismo de Lula, cuando impulsa la Bolsa Familia, que el populismo de Chávez, cuando promueve un partido único.
Por la región pasó un tsunami. Perdieron puntos las reformas, las privatizaciones y el Consenso de Washington, al igual que el Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA). A tono con el planeta, el respaldo de los Estados Unidos, valorado antes de Bush, se convirtió en un factor negativo. El tsunami despeinó la superficie, pero no alteró la esencia. La profundizó. Y la orientó hacia negocios de gran impacto y envergadura, como el anillo energético, por un lado, y el biocombustible, por el otro.
En algún momento serán complementarios, pero, mientras tanto, Lula y Chávez se disputan cuotas de poder, de modo de fijar dominios territoriales más asociados con intereses económicos que con afinidades políticas. Gobiernan, tanto ellos como los otros, con un norte más o menos parecido, sintetizado en la ayuda a los pobres (vía dádivas), el rechazo a las clases acomodadas (vía impuestos), la prescindencia de los Estados Unidos (vía Bush) y la aceptación con reparos de la globalización (vía inversiones).
Entre muchas definiciones, Foreign Policy dividió a la izquierda latinoamericana en hombres de pueblo (se agrupan, pero representan grupos diferentes), revolucionarios (radicales que no cambiaron desde los sesenta), proteccionistas (empresarios y sindicalistas que apoyan los aranceles y la protección contra las importaciones), hipernacionalistas (alarmados por la alianza con los Estados Unidos en los noventa), cruzados (grupos cívicos poco organizados que desean transparencia gubernamental), igualitarios (híbrido de revolucionarios y gastadores), multiculturalistas (contrarios al apartheid étnico) y antimachistas (partidarios de las mujeres en el poder).
En todas ellas calzan Lula y Chávez, si de encasillarlos se trata. En todas y en ninguna. ¿Por qué? Porque no vislumbran iniciativas inducidas, como el biocombustible, ni negocios duraderos, como el anillo energético. Ninguna contempla, a su vez, que puede haber una reacción en cadena contra el mercado por los desaciertos de los noventa, pero no pocos protestan por la excesiva intervención estatal, o gubernamental, en sus vidas.
Más hacia un lado, más hacia el otro, el péndulo señala actitudes, no políticas. Las dos caras de la luna no son incompatibles, pero difieren en los intereses económicos y condicionan las afinidades políticas. Que Morales y Correa sigan el modelo de Chávez, con la refundación de sus países y la tentación de ser presidentes en forma perpetua, no significa que otros puedan imitarlos. Es el anillo energético, según Kirchner, Chávez y Morales. O es el biocombustible, según Lula. No es lo mismo y promete no ser igual.
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