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La odisea del secuestro político, al parecer superada, acecha de nuevo en Colombia
En el spaghetti western Un dólar marcado, una moneda de plata salva la vida de Gary O’Hara (Giuliano Gemma); amortigua el impacto de una bala que va a su corazón. Eso ocurre en el Lejano Oeste. No es real. Más cerca, una agenda personal de cuero salva la vida de Ernesto Samper, presidente de Colombia entre 1994 y 1998. La bala también va a su corazón. Eso ocurre en el aeropuerto Eldorado, de Bogotá, el 3 de marzo de 1989. Es real. Sicarios del cártel de Medellín, fundado por Pablo Escobar Gaviria, alias “El Zar de la Cocaína”, entre otros, disparan a mansalva contra él y el dirigente izquierdista José Antequera, muerto en el acto.
Samper, dirigente del Partido Liberal, recibe cuatro de once tiros. Las balas quedan alojadas en su cuerpo; los médicos no se atreven a extraérselas. Sobrevive, de milagro, gracias a la agenda personal de cuero. “Siempre llevé una conmigo y sigo haciéndolo, pero a esa, en particular, le debo la vida”, memora. Nunca le falta una en el mismo bolsillo, el superior izquierdo del saco o la camisa. Es el talismán, o el Dios aparte, que no tiene el gobernador de Caquetá, Luis Francisco Cuéllar, el primer político de alto rango que es secuestrado y asesinado desde el comienzo del gobierno de Álvaro Uribe, en 2002. Lo hallan degollado en cuestión de horas. Ese día, el martes, cumple 69 años.
En dos décadas cambian las circunstancias, no la sangre fría ni el patrón dólar como ejes del conflicto. En su tiempo, Escobar Gaviria libra una guerra contra el Estado. Veinte años después, una agenda personal de cuero es tan inusual como los cárteles de la droga, desmembrados en organizaciones pequeñas que mantienen vínculos con las guerrillas y otras bandas. Los paramilitares han depuesto las armas, pero algunos colaboran con políticos y, en la madeja de intereses del narcotráfico, terminan dividiéndose labores con las FARC. En el sureño departamento de Caquetá, Cuéllar es secuestrado cuatro veces por ser ganadero antes de la última, la definitiva.
Uribe, promotor de la desmovilización de los paramilitares, culpa del crimen a una columna de las FARC, más allá de su aparente debilidad desde las muertes de su líder, “Tirofijo”, y el segundo, “Raúl Reyes”, y las liberaciones de Ingrid Betancourt, Clara Rojas y tres contratistas norteamericanos, entre otros rehenes. Retienen ahora a 24 policías y militares que pretenden canjear por medio millar de los suyos que están presos.
Enterado del secuestro de Cuéllar, Uribe invoca la nave insignia de su gobierno: la política de seguridad democrática, basada en la intervención militar. Es resistida por los familiares de los secuestrados ante la posibilidad de que sean ejecutados en cautiverio.
Cinco meses después del atentado de finales de los ochenta, sicarios de Escobar Gaviria asesinan al candidato presidencial por el Partido Liberal, Luis Carlos Galán Sarmiento. La militancia opta por su mano derecha, César Gaviria, luego presidente de la república. En 1994, Samper gana las presidenciales. Tan pronto asoma el resultado de la segunda vuelta es acusado por su rival, Andrés Pastrana, candidato por el Partido Social Conservador, de financiar su campaña con aportes del cártel de Cali. El “narcoescándalo”, instalado en el Congreso un año después, marca su destino.
No concluye bien su gobierno, por más que sea exonerado. Es el primer presidente latinoamericano en ejercicio al que los Estados Unidos dejan sin visado de entrada en el país. Pastrana, su sucesor, asume en 1998. Cinco meses después, un pueblo del selvático del departamento de Caquetá, San Vicente del Caguán, concentra la atención mundial: el nuevo gobierno, con la venia de los Estados Unidos, tiende una mesa de negociación con las FARC. El gran ausente resulta ser “Tirofijo” en señal de desprecio al territorio cedido, casi como Suiza en superficie. Son las vísperas de la firma con Bill Clinton del Plan Colombia.
La zona de despeje es un fracaso. Uribe rescinde el contrato. Sin control territorial ni apoyo popular ni grandes golpes, las FARC dejan de ser el polo revolucionario del cual se jactan para atraer voluntades. Tan firme es su compromiso ideológico que se concentran en el negocio de la droga, el secuestro y la extorsión. Muestran su cara real con la insólita solidaridad de líderes extranjeros, irrespetuosa para aquellos que honran la paz en democracia y la democracia en paz.
En la autorización para el desplazamiento de militares norteamericanos a bases colombianas, como consecuencia del cierre de la base ecuatoriana de Manta, encuentra argumentos Hugo Chávez para acusar de “espionaje y desestabilización” a Uribe, desprovisto de un talismán. Colombia, más allá de la obsesión de su presidente en ser reelegido por segunda vez en 2010, recobra cierta normalidad tras las bajas de las FARC. La recobra hasta el brutal homicidio de Cuéllar. Con él vuelve a acechar el fantasma del secuestro político. Es la estrategia de bandas de narcotraficantes y afines que, como la agenda personal de cuero que insiste en usar Samper, parece superada. Parecía, en realidad.
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