La indiferencia del mundo

La capitulación de Artsaj y el éxodo de sus pobladores frente a la indolencia internacional reflejan el predominio de los intereses económicos sobre los humanitarios




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La disolución de la autoproclamada República de Nagorno Karabaj pone un broche al brutal embate del gobierno autocrático de Azerbaiyán contra su población, de mayoría armenia. El doloroso éxodo hacia Armenia de miles de personas en vehículos serpentea en las empinadas montañas del Cáucaso Sur a pesar de la promesa del presidente azerí, Ilham Aliyev, de crear un enclave multiétnico. Difícil en una región en la que, más allá de las diferencias étnicas y religiosas entre musulmanes (azeríes) y cristianos (armenios), prima el resentimiento después de varias rondas de combates mortales desde la disolución de la Unión Soviética.

La capitulación del presidente de Nagorno Karabaj, Samvel Shahramanián, implica el final a plazo fijo de la República de Artsaj, como la llaman los armenios, el 1 de enero de 2024. Implica también la recuperación a sangre y fuego de un territorio a un costo tan alto como un genocidio a los ojos del especialista en derecho internacional Luis Moreno Ocampo, primer fiscal de la Corte Penal Internacional entre 2003 y 2012, y fiscal adjunto del Juicio a las Juntas en Argentina en 1985. Y una limpieza étnica, según el primer ministro de Armenia, Nikol Pashinián. Definiciones tildadas de alarmistas por el gobierno de Aliyev.

El decreto firmado por el presidente Shahramanián deja sentado que pueden quedarse aquellos que acepten en forma independiente e individual las condiciones de reintegración presentadas por Azerbaiyán. Más de la mitad de la población de Artsaj, de 120.000 habitantes, prefirió marcharse. En medio de la evacuación fue detenido por las fuerzas azeríes el exministro de Estado, equivalente a primer ministro, Ruben Vardanián. Le esperan cuatro meses de prisión y un juicio con una pena de hasta 14 años por “financiar el terrorismo”, entre otros cargos.

La partida después del horror marca el epílogo de más de tres décadas de independencia de facto de una república no reconocida que, al amparo de Armenia, quiso proteger su identidad. Si bien el conflicto siempre estuvo latente, las seis semanas de la guerra de 2020 sellaron el comienzo el fin en un contexto dominado tres años después por la invasión de Rusia a Ucrania. Ese año, el pandémico, Azerbaiyán recuperó parte del territorio que había perdido en 1994. El alto el fuego y la declaración trilateral entre Azerbaiyán, Armenia y Rusia pasaron a ser papel mojado en una región abrumada por los desplazamientos forzados de sus pobladores.

El bloqueo azerí del corredor de Lachín, el único que conecta Artsaj con Armenia, contó con el guiño de Turquía

Armenia reconoció, bajo el alero de la Unión Europea, que Artsaj era parte de Azerbaiyán, pero pidió garantías para sus ciudadanos. Explica José Ángel López Jiménez, profesor de Derecho Internacional Público en la Universidad Pontificia Comillas, de España: “El desastre humanitario es un peligro latente entre una población armenia de Nagorno Karabaj que se debate entre huir hacia Armenia, abandonando tierras y propiedades, o apostar por un futuro igualmente incierto permaneciendo en Azerbaiyán, exponiéndose al revanchismo y a la conflictividad interétnica con la población azerí que vuelva a la región tras décadas de éxodo”.

El bloqueo azerí del corredor de Lachín, el único que conecta Artsaj con Armenia, contó con el guiño de Turquía, miembro de la OTAN y negador sistemático del genocidio armenio, en un momento bisagra de la geopolítica global. Si Rusia, mediador entre Azerbaiyán y Armenia, tomó distancia de las escaramuzas fronterizas entre países de su órbita como Kirguistán y Tayikistán, ¿por qué iba a involucrarse en el conflicto de Artsaj? La aquiescencia de Vladimir Putin con Aliyev, la venta de misiles a Recep Tayip Erdogan y su mosqueo con el primer ministro armenio Pashinián, sucesor del gobierno prorruso de Serzh Sargsián, por la ayuda humanitaria a Ucrania y los ejercicios militares con Estados Unidos, inclinaron la balanza.

La respuesta tibia y tardía de la Unión Europea frente al ahogo de Artsaj guarda relación con la provisión petrolera y energética de Azerbaiyán a través del Corredor de Gas del Sur. Apenas estalló la guerra contra Ucrania, Azerbaiyán firmó un acuerdo con la Unión Europea para duplicar el envío de gas. Pasó a ser un socio fiable. Francia, Estados Unidos y Rusia, copresidentes del Grupo de Minsk en la Organización para la Cooperación y Seguridad en Europa (OSCE), lejos estuvieron de echar paños fríos cuando se reanudó la reyerta en Artsaj. La caída era el desenlace previsto después de varias guerras.

Azerbaiyán, en buenas migas con Israel, pretende establecer una vía energética y comercial con Turquía y una conexión en Asia Central con países del Golfo Pérsico. Armenia, a su vez, quiere ingresar en la Unión Europea con el apoyo de Estados Unidos. El pueblo de Artsaj, territorio elevado en ruso, quedó preso de la orfandad diplomática internacional, la impotencia de Armenia, la indolencia de Rusia, la apatía de la Unión Europea y, a pesar de su interés en el Cáucaso Sur y en otras comarcas del antiguo bloque soviético, la lejanía de Estados Unidos. Importó poco o nada la crisis humanitaria.

Jorge Elías

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