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Vanos fueron los cabildeos de Lagos y Fox por sus respectivos candidatos, mientras Bush sólo quería oponerse a Chávez
En febrero, mientras promediaba una reunión de George W. Bush con la cúpula de la alianza atlántica (OTAN) en Bruselas, José Luis Rodríguez Zapatero procuró entibiar una relación fría, distante, marcada por el retiro de las tropas españolas de Irak. El encuentro, de menos de 10 segundos, se limitó a cuatro palabras del presidente norteamericano en abrupto castellano: «Hola, ¿qué tal, amigo?». Una respuesta de circunstancia: «Bien, ¿y tú?», presumo. Y un sucinto apretón de manos, señal de despedida.
¿O de desconfianza? El retiro de las tropas españolas de Irak era el correlato de los atentados de Atocha, primero, y de la victoria electoral de Zapatero, después, en un país que, como la mayoría de los occidentales, volcó su simpatía hacia los Estados Unidos por la voladura de las Torres Gemelas y su antipatía hacia Bush por la guerra contra Saddam Hussein.
La cooperación mutua salió ilesa, sin embargo: los soldados españoles no se movieron de Afganistán y los espías norteamericanos no cejaron en su disposición contra ETA. Ambos, golpeados por el terrorismo islámico, no dejaron de ser socios, pero, a los ojos de Bush, Zapatero se excedió. Primero, con un discurso pronunciado el 9 de septiembre de 2004 en Túnez: alentó a otros presidentes a retirar sus tropas de Irak; después, a fin de año, con sus gestos conciliadores hacia Fidel Castro y Hugo Chávez.
Esos gestos derivaron en la venta de material militar y civil a Venezuela, coronada en la cumbre en la cual Chávez y el presidente de Colombia, Álvaro Uribe, sellaron la paz, en marzo, con el padrinazgo de Zapatero y la compañía de Lula. Era la semilla de una sospecha: una virtual, y alarmante, carrera armamentista en la región en la cual las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) o el Ejército de Liberación Nacional (ELN) podían ser destinatarios de los 100.000 fusiles de asalto AK-47 que el presidente venezolano había encargado a Rusia para un ejército de 30.000 hombres.
La ecuación no cerraba. Desde entonces, la presión norteamericana creció sobre Chávez. Y, más allá de la desconfianza hacia Zapatero, todos los hombres de Bush, y las mujeres, como Condoleezza Rice, procuraron cercarlo. Cual daño colateral, un gobierno aliado como el chileno, por más que haya rechazado la guerra contra Irak en el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), se vio perjudicado por el respaldo de Venezuela a la candidatura de su ministro del Interior, José Miguel Insulza, para ser secretario general de la Organización de los Estados Americanos (OEA).
La súbita renuncia a su candidatura del ex presidente salvadoreño Francisco Flores, del partido conservador Arena, leal a los Estados Unidos, puso en un aprieto a los hombres de Bush: debían inclinarse por el canciller mexicano Luis Ernesto Derbez, cuyo gobierno también rechazó la guerra contra Irak en el Consejo de Seguridad. Hasta ese momento, Insulza (respaldado por la Argentina y Brasil) tenía más votos que sus dos rivales. Quedó uno solo, empero. Y Vicente Fox, al igual que Ricardo Lagos, comenzó a cabildear por teléfono mientras en Washington se sucedía, votación tras votación, el empate clavado en 17 que iba a dejar todo en el limbo hasta nuevo aviso.
En mente de Bush, o de sus hombres, estaba la certeza de que el cargo, vacante después del fiasco por corrupción de Miguel Angel Rodríguez, ex presidente de Costa Rica, debía seguir siendo ocupado por un representante de América Central, posición alcanzada por primera vez en los 57 años de la OEA. Todos los secretarios generales anteriores habían sido sudamericanos.
Pero Lagos, frente a la renuencia histórica de Bolivia a respaldar un candidato chileno, la reticencia a ceder de Perú y la aspiración de la canciller paraguaya Leila Rachid de ser la segunda del futuro secretario general (no podían ser dos sudamericanos), debió acercarse a Chávez. Y recibió aquello que en la jerga diplomática se llama «beso del diablo». Por las circunstancias, no por el presidente venezolano en sí, dispuesto a sumar voluntades para Insulza en su área de influencia: el Caribe.
Recibió el beso del diablo, más que todo, por los fantasmas que despertó Chávez con sus compras de armas y equipos a España, Rusia y Brasil, y con las facilidades que extendió al régimen de su buen amigo Castro, gracias a los beneficios del petróleo caro, en vísperas de que la Comisión de Derechos Humanos de la ONU reprobara sus excesos en Ginebra.
En su momento, Lagos alentó la incorporación de Venezuela en ese ámbito. Señal de desconfianza, a los ojos de Bush: ¿cómo iba a hacer Insulza para desmarcarse de Chávez? La clave estaba en el Caribe, precisamente. Sus gobiernos no comulgaban decididamente con Flores. No por él, sino, al margen de las rivalidades regionales, por el fracaso del gobierno de Jean-Bertrand Aristide en Haití, atribuido a Washington, y la inmediata contribución de Chile de 500 soldados a la administración temporal de la ONU, regida por otro chileno, Juan Gabriel Valdés, ex canciller y ex embajador en Buenos Aires y en el Consejo de Seguridad.
Poco antes de la votación en la OEA, desde Rice hasta el subsecretario de Estado para Asuntos del Hemisferio Occidental, Roger Noriega, impulsaron en América Central una campaña a favor de Derbez. La caída de la candidatura de Flores era un punto en contra. O, acaso, un desafío en el cual iban a tallar elementos no contemplados antes, como la posición de Chávez y, más allá del Atlántico, la independencia incómoda, o molesta, de Zapatero.
Con Zapatero, Bush no había sido amable. No respondió su llamada de felicitaciones por la reelección, en noviembre de 2004, y agradeció por carta, tres meses después, los compromisos asumidos por las tropas españolas en Afganistán. Irak era la manzana de la discordia; Irak y el discurso contra la ocupación militar.
La relación tirante entre ellos, no entre ambos países, puso en evidencia el carácter de Bush. Aquel que, en vísperas de las elecciones de 2000, hablaba de malhechores, cual superhéroe de cómic, y perfiló su léxico hacia una definición más amplia, y menos generosa, del mal a secas después de los atentados de 2001. Aquel que encasilló en el «eje del mal» a Irak, Irán y Corea del Norte, y luego incluyó a Siria.
Y aquel que, en cierto modo, también incluyó a Chávez por su petróleo, sus coqueteos con gente de mala entraña como Castro, Evo Morales y Saddam, y su temeraria compra de armas a Rusia (rompió con la tradición de Venezuela de usar armas de origen occidental) con fines tan imprecisos como las fronteras de sus ambiciones bolivarianas, así como el alistamiento de reservistas civiles frente a una hipotética invasión norteamericana.
Todo sumó, pues, en la votación de la OEA, atada a un dechado de lealtades y traiciones de factura más personal que política, en el cual el empate por sí mismo reflejó la disyuntiva de una región que nunca reparó en sus ejes ni en sus males. Chávez entendió el mensaje: la mera confirmación de Rice y de Donald Rumsfeld en el gabinete norteamericano era una señal de desconfianza, así como la primera visita de Bush, en su segundo período, a Cartagena de Indias, Colombia, en donde estuvo con Uribe. En ella reforzó su política y su moral hacia la región, reñida con la soltura de Zapatero en cultivar amistades. Peligrosas, desde luego.
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