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El limbo político en el que se halla el país plantea la disyuntiva entre dos concepciones de poder difícilmente conciliables
A 14 meses de haber asumido el gobierno, Gonzalo Sánchez de Lozada estaba solo. Más solo que nunca, en realidad. Como todo presidente a punto de caer en un pozo, el más profundo dentro sus depresiones frecuentes. Le sobraban culpas y le faltaban respuestas en octubre de 2003. En la calle, frente al Palacio Quemado, la protesta cobraba muertos. Cobraba muertos y resucitaba rencores por las privatizaciones realizadas durante su primera gestión, entre 1993 y 1997, y por la mera posibilidad de que Chile, identificado como el enemigo implacable desde las aulas primarias por la Guerra del Pacífico, en 1879, obtuviera algún rédito de las exportaciones de gas.
En los 17 meses siguientes, el hasta entonces vicepresidente Carlos Mesa debió enfrentar, como presidente, 820 conflictos sociales. O, traducidos en reclamos, 12.000, diferentes todos ellos. Resolvió 4250. Poco más de un tercio, apenas, frente a un promedio de dos huelgas, bloqueos o amenazas por día. En ese lapso, dominado por cortes de rutas en 17 puntos estratégicos de Bolivia, hubo ocupaciones del aeropuerto internacional de El Alto, cierres de las válvulas de agua potable de La Paz y tomas de pozos petroleros en demanda de la versión Evo Morales de la ley de hidrocarburos.
Es decir, aquella que contempla un canon del 50 por ciento para las compañías multinacionales que explotan los recursos naturales frente a otra, impulsada por Mesa, que aboga por respetar los contratos firmados con un canon del 18 por ciento.
El Congreso, cada vez más lejos del oficialismo, jugó a dos bandas: rechazó la renuncia de Mesa, irrevocable en apariencia, pero, finalmente, se inclinó por la versión de la ley impulsada por Morales y su Movimiento al Socialismo (MAS). En términos políticos, el líder cocalero ganó más que el presidente. Y pasó a ser, o legitimar, el poder real (la decisión) frente al poder virtual (la investidura).
Mesa, como el país, quedó en un limbo. O, al menos, sentado en un sillón tan estrecho como su horizonte, por más que haya intentado adelantar dos años las elecciones generales. Fracasó. En medio del caos, las tensiones con los latifundistas por la ocupación de tierras y los afanes secesionistas de Santa Cruz rociaron con gasolina el incendio. Y Bolivia, con su atribulado pasado, su conflictivo presente y su dudoso futuro, terminó convirtiéndose en la caldera del diablo. O en el ámbito propicio para un líder de rebeliones como Morales, cercano en sus afectos a Hugo Chávez y Fidel Castro.
Esa circunstancia, así como su postura antinorteamericano, turbó al gobierno de George W. Bush. Tanto que el director de la CIA, Porter Goss, no dudó en incluir a Bolivia entre los potenciales focos de inestabilidad en América latina durante una audiencia en el Comité de las Fuerzas Armadas del Senado. Tanto que, en la transición de Sánchez de Lozada a Mesa, debieron actuar como sostenes Lula y Néstor Kirchner. Por dos razones: una, para afianzar el liderazgo en la región (el brasileño, más que todo); dos, para evitar que los Estados Unidos intervinieran en forma directa en un escenario no mucho más estimulante que Haití.
Más que un choque de civilizaciones hubo un choque de concepciones. ¿Por qué un independiente como Mesa, desligado de toda sospecha de corrupción y contaminación política, no ha podido enderezar a Bolivia? Respetar los compromisos contraídos con los organismos multilaterales de crédito y con las compañías extranjeras (compromisos contraídos por el gobierno de Sánchez de Lozada, al cual pertenecía como vicepresidente) significaba mantener el statu quo y, en cierto modo, postergar un pacto social con los sectores en pugna. Entre ellos, los indígenas, identificados en su mayoría con Morales.
Nadie más interesado que Morales, a su vez, en que Mesa preservara el cargo. De ahí, la reprobación de su renuncia en el Congreso. No renunciaba a un período completo, sino al tramo vacante desde el colpaso del gobierno de Sánchez de Lozada. Vacante a plazo fijo: hasta agosto de 2007.
La idea inicial de Mesa consistía en promover el crecimiento por medio del gasto público, sin inflación ni deuda, y escudarse en un bloque regional, como el Mercosur o la Comunidad Sudamericana, de modo de negociar casi de igual a igual con los Estados Unidos y con Europa. Consistía, en rasgos generales, en seguir la línea Lula o la línea Kirchner.
Bolivia, sin embargo, actuó por su cuenta y riesgo en los acuerdos para la exportación de gas al Golfo de México y California. Estaba en su derecho. Actuó por su cuenta y riesgo, empero, sin haber resuelto la salida al mar con Chile o Perú, bajo un alero disimulado por Brasil y la Argentina, vitales en la disyuntiva entre dos concepciones de poder: la formal, inscripta dentro de los límites de la democracia liberal, y la informal, inscripta fuera de ellos.
Mesa, nacido en 1953 en La Paz en el seno de una familia formada por dos historiadores de arte, estuvo siempre ligado a los medios de comunicación después de haber estudiado en esa ciudad y en Madrid. Morales, nacido en 1959 en Orinoca, provincia de Oruro, no concluyó la educación primaria y estuvo ligado desde la adolescencia a los sindicatos indígenas cocaleros; sus padres no sabían leer ni escribir.
Blanco, alto y barbado, uno; mestizo, bajo y chaparrito, el otro, representan en sí mismos el choque de concepciones en el cual cayó el Altiplano desde el referéndum por la ley de hidrocarburos en el cual, curiosamente, ambos se adjudicaron la victoria, así como la Central Obrera Boliviana (COB).
En el léxico de Morales, la nacionalización de compañías ha dejado de ser una medida extrema de izquierdistas radicalizados. Y ha dejado de ser un fantasma, antes asociado con la influencia de Castro sobre Chávez y con la resistencia al Consenso de Washington (padre de las reformas de los noventa). De Lula y Kirchner imitó el pragmatismo, pero, a diferencia de ellos, no cedió en su carta más fuerte tierra adentro: el antagonismo con los Estados Unidos por la sustitución de los cultivos de coca. Sin él, no hubiera tenido tanto peso en las elecciones que terminó ganando Sánchez de Lozada.
En el peor momento, Mesa quiso regar certidumbres. Quien quisiera oír oyó que no iba a renunciar (de modo de no dejar la presidencia en manos de alguien que no contaba con la legitimidad del voto, como el presidente del Senado, Hormando Vaca Díez) y que no iba a darle la espalda a Bolivia. La primera parte era para el auditorio externo; la segunda, para el auditorio interno.
Ya había sido considerada inaceptable su intención de marcharse. Tan inaceptable era su partida como su permanencia: entre agosto de 2003 (dos meses antes del final de Sánchez de Lozada) y febrero de 2005 hubo 6081 situaciones de conflicto. Cortes de rutas y marchas de protestas, en especial; ingobernabilidad, en general. Entre un presidente y el otro, Morales fue el único que supo amasar poder. Poder real, desde luego, mientras el mundo miraba hacia otro lado (Irak, por ejemplo) y Mesa procuraba legitimar la investidura. Salvar la ropa, digamos.
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