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En Venezuela, México y Bolivia, las elecciones dejaron al desnudo una realidad: en cada una de ellas conviven dos países
CARACAS.– La tierra no resistió. El puente que unía el aeropuerto con la capital se derrumbó. Un viaje de menos de una hora insume desde enero más de tres. A paso de hombre, por una geografía escarpada, dominada por la pobreza. Como el puente roto, reflejo de la sociedad venezolana, Hugo Chávez halló por decantación, después de casi ocho años de gestión, el descontento de una parte de la población. La mitad, tal vez, no necesariamente reflejada en los votos. Esa parte de la población, huérfana de partidos por los desaciertos de la Acción Democrática (AD) y el Copei mientras se alternaban en el Palacio de Miraflores, encontró un candidato: Manuel Rosales. Un candidato de circunstancia. O, acaso, un opositor a secas.
Un opositor a secas era también Evo Morales. No vaciló en bloquear las rutas de los sucesivos gobiernos desde el período incompleto de Gonzalo Sánchez de Lozada. Tanto insistió, como Chávez después de haber estado en prisión por su conato de golpe contra Carlos Andrés Pérez, que, al final, alcanzó la presidencia. En un día quiso cambiar una historia de cinco siglos. Como el puente roto, reflejo de la sociedad boliviana, halló por decantación, en menos de un año de gestión, el descontento de una parte de la población. La mitad, tal vez, disconforme con la distribución de la riqueza, por un lado, y con el ascenso de una etnia, la aymara, que nunca creyó capaz de nada.
Capaz de nada creía Felipe Calderón, el presidente elegido de México, a Andrés Manuel López Obrador, el presidente virtual. Debajo de ellos, en un país fragmentado como Venezuela y Bolivia por la desigualdad étnica, la lucha descarnada por la mínima diferencia en las elecciones dejó al desnudo la orfandad estatal no resuelta en el sexenio de Vicente Fox ni en las siete décadas del Partido Revolucionario Institucional (PRI). El puente se derrumbó en Oaxaca, cerca de la explosiva Chiapas, con una huelga docente que derivó en meses y meses de batalla campal, y en Sinaloa, con más homicidios que nunca por el narcotráfico.
En los tres países, convocados a las urnas en 2006, creció en forma coincidente con la fragmentación y su mejor aliada, la polarización, la inseguridad. No por las elecciones, sino por el aumento de la percepción de pobreza, más allá de los siempre alentadores índices oficiales. El crecimiento sostenido de la economía que pudo haber superado las expectativas, pero no satisfizo a una parte de sus poblaciones. Una parte importante.
El descontento derrumbó el puente. No la deuda externa, ni la inflación, ni el neoliberalismo, ni el Consenso de Washington, como antes. El descontento de unos por recibir poco y de los otros por pagar mucho. Por pagar mucho a cambio de poco. O por dilapidar fortunas en impuestos no retribuidos en servicios básicos, como la seguridad, la salud y la educación. Frente a ello, Chávez y Morales vivieron situaciones parecidas: una parte de las poblaciones de Venezuela y de Bolivia reaccionó contra la otra por diferencias de todo tipo. Desde las económicas hasta las raciales.
En ambos casos, así como en el México profundo y en otros países de la región, una parte de la población quiso terminar con el latiguillo del licenciado o del doctor: ¿sabe quién soy yo? Esa actitud, emparentada con el desprecio a la condición social, el color de piel o la dignidad, fomentó el resentimiento de aquellos que vieron en Chávez y en Morales una oportunidad de exclamar como Marcos con su rebelión zapatista: ¡basta ya!
De ello, excepto en México, no hubo registro en los partidos políticos. Algunos de ellos, condenados a la extinción. En la Argentina, el fenómeno de los cartoneros pudo paliar una crisis, pero, problema al fin, sobrevivió a ella. Su mera erupción significó para muchos el descubrimiento de un país oculto, en el cual los alarmantes índices de pobreza terminaron siendo reales. Visibles. Palpables. Indignantes si uno proyecta a mediano plazo el país de los chicos de la calle, huérfanos de amparo y formación.
Si todo va tan bien, ¿por qué la gente se ve tan mal? En la campaña electoral, Chávez acusó recibo de esa recriminación. El puente no se derrumbó por su culpa, sino porque la tierra no resistió. Detonó, sin embargo, los rencores de una oposición que, más allá de pertenecer a las clases media y alta, nunca entendió la razón por la cual los petrodólares, en alza por el aumento incesante del precio del barril desde que asumió la presidencia, subsidiaron a Cuba, saldaron la deuda externa argentina, nutrieron arsenales militares o aumentaron la plantilla de la administración pública. Era la crítica que él mismo había hecho a los gobiernos anteriores.
En una sociedad dividida, Chávez caló hasta la médula contra la desigualdad y la injusticia social, ignoradas durante décadas por una elite que no reparó más que en sí misma. Lo imitó Morales, su discípulo boliviano. Pagar con la misma moneda tuvo un costo: crear, o recrear, resentimientos. Un arma de doble filo por la cual no hubo muchos presidentes que gobernaran en paz ni concluyeran sin altibajos sus mandatos. Perón, por ejemplo.
Si Venezuela es el quinto exportador del bien más preciado del mundo, el petróleo, y Bolivia se ufana de la riqueza de su subsuelo, ¿por qué algunos barrios de Caracas y de La Paz parecen Gaza? Nada hubiera cambiado si Chávez y Morales no ganaban sus elecciones, aclaro. Las ganaron en buena ley, gusten sus políticas o no.
Pero quisieron amasar poder con medidas de alto voltaje, como la refundación de sus países, para no sentirse débiles. Con el poder en sus manos, el pobre no salió de pobre. Recibió ayuda y beneficios, sobre todo en Venezuela. Sintió el orgullo de humillar a aquel que vivía humillándolo. No perdió la sensación, tan frecuente en América latina, de que poco y nada iba a cambiar en los ministerios, las oficinas públicas y los hospitales. Menos aún en las calles, cada vez más inseguras.
Ni el puente se derrumbó por culpa de Chávez, ni la delincuencia favoreció sus planes. Dicta el sentido común, no obstante ello, que un gobierno que se jacta de sus fuerzas armadas y de su policía debió haber invertido más en erradicar la delincuencia y que un candidato opositor como Rosales, gobernador de Zulia, caja fuerte del crudo venezolano, debió haber incorporado ese capítulo con más énfasis en su campaña.
De líderes con predicamento suelen surgir opositores con predicamento. Nada es más parecido a un chavista que un antichavista; nada era más parecido a un peronista que un antiperonista.
El desafío de Chávez a George W. Bush, copiado tímidamente por Morales, cimentó su imagen de defensor de las causas justas en un sector de la población que ama el béisbol, come en luncherías [restaurantes] y, en el fondo, nunca había puesto en tela de juicio a los Estados Unidos, degradados en todo el mundo a causa de Irak, otra guerra de secesión.
La tierra, de todos modos, no iba a resistir. El puente que pretendía unir a las mayorías populares en copiosas y prósperas clases medias se derrumbó. Se derrumbó por el desencanto de una parte de la población, no atenuado por el retroceso de la inflación, ni por el crecimiento de la economía. No atenuado por nada, excepto por la ilusión, que nunca se pierde, de resolver el presente ayer y el futuro anteayer sin repetir los errores de los otros.
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