El juego del rol




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Con los papeles alterados a raíz de la guerra, Bush adoptó una posición opuesta a la de Chirac, que después cambió

Detrás de Haití apareció Irak. O la resaca del choque de opiniones en el Consejo de Seguridad revalidada en una opción: ¿terciar o no terciar? El gobierno de Jacques Chirac, a diferencia de su alergia a la guerra contra Saddam Hussein, se apresuró a proponer el envío de una fuerza multinacional capaz de restablecer el orden; el gobierno de George W. Bush, a diferencia de su aliento a la guerra contra Saddam Hussein, se apresuró a dejar todo librado a un arreglo entre las partes en conflicto. Después recapacitó: convino en plasmar un plan de intervención con Francia, Canadá, las Naciones Unidas y la Organización de los Estados Americanos (OEA), de modo de no pecar de indiferente.

Ya había redondeado el mensaje que ha transmitido a América latina y el Caribe desde que algunos virus domésticos, contagiosos en su mayoría, regeneraron patologías políticas, sociales y económicas: tomamos distancia. Sobre todo, si el país o la situación en sí no reportan ni garantizan beneficios al interés nacional. O, por cercanía, reportan o garantizan perjuicios, como un aluvión inmigratorio en un año electoral.

Desencadenante, en 1994, de la decisión de Bill Clinton de intervenir: 14.000 balseros haitianos, en ingrata coincidencia con otros 30.000 cubanos, se lanzaron al mar. Las autoridades norteamericanas, temiendo una crisis de refugiados, debieron negociar con ambos gobiernos.

Por primera vez en una década, Fidel Castro se avino a sentarse a una mesa con representantes del país agresor, mentor del embargo y demás excusas de su dictadura vitalicia. Con la otra dictadura, encarnada en el general Raoul Cedrás, era imposible dialogar: había vencido el plazo de su renuncia, fijado para el 15 de octubre de 1993 por las Naciones Unidas y la OEA. No tenía más crédito. Entre bambalinas, el presidente depuesto dos años antes, Jean-Bertrand Aristide, teólogo de la liberación y líder del movimiento Lavalas («avalancha»), recreado en el partido Familia Lavalas, apuraba en Nueva York una resolución del Consejo de Seguridad: la 940, aprobada el 31 de julio, que autorizaba el envío de una fuerza multinacional con tal que recobrara el poder. La Argentina de Carlos Menem se apresuró a actuar codo a codo con los 15.000 marines alistados por los Estados Unidos, y se distanció de la región.

La Operación Rescate de la Democracia quedaba, en septiembre de 1994, bajo el mando de Clinton. Curiosamente, sin la aprobación del Capitolio. Curiosamente, también, en defensa de un presidente de orientación populista que, en su fuero íntimo, deploraba y deplora las intromisiones extranjeras y, en la faz pública, no era ni es garante de las reformas en boga en los noventa, por más que haya aplicado las recetas del Fondo Monetario, ni del respeto a la democracia, la libertad y los derechos humanos, sino de venganzas acordes con la idiosincrasia del clan Duvalier. La mediación de Jimmy Carter con los militares haitianos trocó entonces la súbita invasión en una ocupación pactada.

La situación ha cambiado. Mucho. Con Irak en carne viva, Bush no estaba dispuesto a ceder de inmediato ante la propuesta de Chirac. En especial, en momentos en los cuales, no divorciado del unilateralismo plasmado desde las vísperas de la guerra, procura atenuar la crítica externa: confía en las Naciones Unidas una pronta restauración de la democracia en los dominios del reo Saddam y teje conciliaciones con Estados canallas (que apañan al terrorismo, según él), como Libia, Irán y Corea del Norte.

En el trance, Haití no contaba más que en declaraciones circunstanciales: instamos al diálogo, pero no nos metemos. Como sucedió en los peores momentos de la región. Desde que gobierna Bush y, no nos engañemos, antes también: entre 1990 y 2003 hubo cinco golpes de Estado, siete destituciones de presidentes y 19 conflictos entre civiles y militares, así como evidencias de tráfico de drogas y de armas, de lavado de dinero, de corrupción, de guerrillas y de paramilitares. Hasta guerras entre países limítrofes hemos tenido.

En medio de la inestabilidad, y de la orfandad, la gobernabilidad se ha desmarcado de la economía. Y, frente a los fracasos, insiste en reciclar fracasados: jerarcas del régimen de Cedrás, como el ex jefe paramilitar Louis-Jodel Chamblain (declarado culpable en ausencia y condenado a trabajos forzados de por vida por haber participado, el 11 de septiembre de 1993, de la ejecución extrajudicial de Antoine Izméry, militante democrático), han vuelto a las andadas en Haití, recreando el círculo vicioso con una impunidad rayana en el absurdo.

El gobierno de Francia se ha mostrado más sensible ante su otrora colonia, independizada en 1804, que el norteamericano ante su inquietante vecino. Con el cual ha tenido problemas desde siempre, fallando en todo intento de encarrilarlo en la democracia. En 1957, François Duvalier sustituyó el ejército regular por una fuerza paramilitar, los Tonton Macoutes, preservada después, desde 1971 hasta 1986, por Jean-Claude Duvalier, su hijo. En casi tres décadas liquidó a 30.000 haitianos. Aristide, el cura de los pobres, quiso desmantelarlo, pero creó, después de las dudosas elecciones que ganó en 2000, otra fuerza paramilitar de modales escasos.

Durante el interinato de su discípulo René Preval, en 1998, había un promedio de 50 muertos por mes como consecuencia de la delincuencia común. En tres años, con Aristide reciclado, esos índices iban a dispararse por los atropellos frecuentes de su policía paralela: ejecuciones sumarias, víctimas en enfrentamientos, asesinatos de periodistas y, en general, restricción de las libertades.

A los ojos de Colin Powell, empero, no ha dejado de ser el presidente libremente elegido por el pueblo (en comicios fraudulentos, según opositores locales y observadores internacionales). Rechazó de ese modo, en un primer momento, la propuesta de su par francés, Dominique de Villepin, de enviar una fuerza multinacional.

El secretario de Estado había sido sincero cuando admitió en el Capitolio que su gobierno ha recortado los fondos para América latina y el Caribe: la percepción que reina en la región sobre la preocupación de los Estados Unidos por los problemas de varios países es proporcional a la poda. Por más que Bush haya prometido en la campaña presidencial de 2000 que iba a mirar al Sur. Miró a Texas, en realidad.

Entre los republicanos, ignorados por Clinton en 1994, priman, también, los rencores. Aristide es santo de la devoción de pocos. Desconfían de él, así como de la milicia armada que pretende derrocarlo: otro de sus cabecillas, el ex jefe paramilitar Jean-Pierre Baptiste, alias Jean Tatoune, estaba condenado a trabajos forzados de por vida por haber participado de una matanza en 1994; en agosto de 2002 escapó de la cárcel. Pertenecía, con Chamblain, al Frente Revolucionario Armado por el Progreso de Haití (Front Révolutionnaire Armé pour le Progrés d´Haïti). Las siglas, Fraph, pronunciadas en francés y en créole (criollo), refieren golpear y azotar.

Sobre Aristide, a su vez, pesan acusaciones de las Naciones Unidas por ejercer la represión, violar los derechos humanos, crear una policía paralela que tortura y ejecuta, y fomentar la corrupción en un país cuyos índices de criminalidad, destrucción del medio ambiente, desnutrición infantil, analfabetismo, pobreza y sida se acercan más a África que a América latina.

Pero queda en la esquina de los Estados Unidos, colmada su agenda con una tímida vuelta al internacionalismo liberal. Sin emular a Clinton ni torcer el brazo frente a Chirac. Con rasgos propios, según las reglas del juego. Del juego del rol. De ahí que, por un rato, detrás de Haití haya aparecido y prevalecido Irak y su resaca de rencores, petróleo y rock’n roll.



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