Balada para un loco




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Videla se convertía, casi al mismo tiempo, en el primer dictador latinoamericano procesado por la Operación Cóndor

De sobra sabía que iba a ser sobreseído por la Sala Sexta de la Corte de Apelaciones de Santiago. Los achaques no son tan malos como parecen. Sobre todo si resultan una vía de escape. La única de Pinochet, a los 85 años, con la arrogancia en baja, la arteriosclerosis estable y la demencia en alza después de 503 noches de posoperatorio en las afueras de Londres con la visita frecuente de una diva como Margaret Thatcher. Razón, quizá, de sus deseos ardientes de volver a casa.

Por la razón o por la fuerza. Como el canto de una moneda de 100 pesos chilenos. Que, echada a rodar, cayó ceca allende los Andes: casi en estéreo con su eximición de juicio por falta de juicio, el lunes, Videla pasaba a ser, el martes, el primer dictador latinoamericano procesado por la Operación Cóndor.

Patentada en Santiago a fines de 1975. Tres meses antes del golpe en la Argentina, dos años después del golpe en Chile y siguen los golpes. O las firmas. Con los gobiernos del Paraguay, Brasil, Uruguay, Bolivia, Perú y Ecuador comprometidos en una causa común: conjugar el futuro imperfecto del verbo aniquilar con los montoneros, el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), los tupamaros y el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), entre otros.

Enrolados en la Junta Coordinadora Revolucionaria (JCR), fundada en diciembre de 1973, en París, con los auspicios de la IV Internacional, mientras sus líderes ordenaban bombas y manejaban cuentas desde el exterior.

Por la fuerza, más que por la razón, Pinochet creó el 18 de junio de 1974 la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA). Que, con fondos en abundancia, estaba por encima de las fuerzas armadas y de los carabineros. A tal punto que su jefe, el entonces coronel Manuel Contreras, alias Cóndor Uno, pidió el 16 de septiembre de 1975 una partida adicional de 600.000 dólares y dos personas más en el Perú, el Brasil y la Argentina, y una más en Venezuela, Costa Rica, Bélgica e Italia, según un documento hallado por Martín Almada, descubridor de los Archivos del Terror, el 22 de diciembre de 1992, en el octavo piso del Poder Judicial del Paraguay. Repleto de documentos secretos de las fuerzas de seguridad de Stroessner.

De diplomáticos, no de espías, hablaba la carta de Contreras, datada en Santiago. En ella exponía la necesidad de neutralizar a los principales adversarios de la junta de gobierno de Chile en el exterior (en especial, en México, la Argentina, Costa Rica, los Estados Unidos, Francia e Italia) y expresaba su deseo de que oficiales de la DINA asistieran a cursos de preparación de grupos antiguerrilleros en Manaos, Brasil.

En otra carta, fechada pocos días después, el 25 de septiembre de 1975, también rescatada por Almada, Contreras agradecía al jefe del Departamento de Investigaciones de la Policía de Asunción, Pastor Coronel, las atenciones que había recibido su personal durante una misión en el Paraguay. «Estoy cierto de que esta mutua cooperación continuará en forma siempre creciente para el logro de los objetivos coincidentes de ambos servicios», rubricaba, procurando anudar lazos (tirantes, en realidad) entre Pinochet y Stroessner.

Eran las vísperas del después. De la presentación formal de la Operación Cóndor. En Santiago, entre el 25 de noviembre y el 1° de diciembre de 1975. Con un título pomposo: Primer Encuentro de Inteligencia Nacional. Y una consigna encubierta: «Establecer las bases de una excelente coordinación y una mejor acción en beneficio de la seguridad nacional en nuestros respectivos países». Aunar esfuerzos, en definitiva, contra las llamadas fuerzas negativas. Sólo interesadas en extender la lucha armada como estrategia para tomar el poder y socializar el continente, según otro documento.

A un disparate sobrevino otro disparate, entonces. De desapariciones, torturas y ejecuciones, con venia para persecuciones, capturas e interrogatorios, en los países miembros y en otros. Con casos extremos, como el asesinato del general Carlos Prats, ministro de Defensa de Salvador Allende, y su mujer, Carmen Sofía, en Buenos Aires. Perpetrado el 30 septiembre de 1974 por Michael Townley, norteamericano, experto en explosivos de la CIA, contratado por la DINA y secundado por militares argentinos.

Secundado, a su vez, por cubanos anticastristas para matar, el 21 de septiembre de 1976, al ex canciller chileno Orlando Letelier y su secretaria, Ronni Moffit, en los suburbios de Washington. Y por mercenarios neofascistas en el intento fallido de liquidar en Roma, el 6 de octubre de 1975, a Bernardo Leighton, dirigente de la democracia cristiana chilena, y su mujer, Anita, heridos de gravedad en la balacera.

Pinochet, hábil en culpar a subordinados y en maquillar verdades, entregó en 1978 a Townley a la justicia norteamericana. Un año antes había disuelto la DINA. Contreras, considerado a sí mismo un elegido de Dios en la cruzada contra el comunismo, purgó en prisión hasta febrero de este año por la muerte de Letelier. Sobre él, mientras el juez chileno Juan Guzmán apura su procesamiento por la Operación Cóndor, pesa un pedido de extradición de la Argentina por la muerte de Prats.

Desde el comienzo, los Estados Unidos supieron de Contreras y de la Operación Cóndor. Richard Nixon y su secretario de Estado, Henry Kissinger, tenían una relación muy particular: se admiraban y se necesitaban mutuamente, pero no podían convivir en el mismo gobierno. Coincidían, sin embargo, en el desprecio hacia América latina, su democracia precaria y, sobre todo, el gobierno socialista de Allende. Que, por la razón o por la fuerza, ayudaron a derrocar en septiembre de 1973.

Fue el comienzo de la era Pinochet, inspirador y garante de la represión como sistema. Que, intocable en apariencia, transitó su vía crucis desde que quedó detenido en Londres, el 16 de octubre de 1998, por pedido del juez español Baltasar Garzón. Roto entonces el invicto que conservaba en Chile desde su retiro del poder, en 1990, como primer soldado, senador vitalicio y Tata a secas de una democracia vigilada.

En Londres, Pinochet usaba el correo electrónico para mantenerse en contacto con sus viejos camaradas. ¿Su dirección? Cóndor. Asociación ilícita por la cual no pagó finalmente él, sino Videla, presidente de facto de la Argentina entre 1976 y 1981. Bajo arresto domiciliario, a los 75 años, por el robo de bebés nacidos en cautiverio. Había sido condenado a reclusión perpetua, pero se vio favorecido en 1990 por los indultos que firmó Carlos Menem.

Moraleja: los crímenes de lesa humanidad no prescriben y, como sucede con el tirano serbio Slobodan Milosevic, pueden ser juzgados en el Tribunal Penal Internacional de La Haya o en terceros países. Salvo que, por la razón o por la fuerza, uno de sus autores se vuelva demente después de haber sido recibido en el aeropuerto de Santiago, lejos de su socia durante la Guerra de las Malvinas, con marchas y honores militares. Los locos en serio tienen una virtud, al menos: abren caminos que luego recorren los sabios. Y no mienten.



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