El padre de El Gran Hermano

“No se establece una dictadura para salvaguardar una revolución; se hace la revolución para establecer una dictadura”, dejó dicho George Orwell




Orwell: "A los 50 cada uno tiene la cara que se merece”; murió a los 46
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I

Tronó temprano el teléfono, despabilándolo, en la estación de policía de Moulmein, allá lejos, en la baja Birmania, antigua colonia británica. Transcurría la década del veinte. Él era un oficial de subdivisión recién llegado de Londres. Tanteó el auricular. “¡Un elefante está devastando la feria!”, reconoció en el grito la voz de un subinspector birmano. Los elefantes eran empleados en las plantaciones de teca para desplazar troncos. Siempre existía el riesgo de que alguno se descarriara y provocara destrozos. Algo usual para un nativo, no para un novato como él. Tomó su Winchester 44, rifle demasiado pequeño para vérselas con un animal tan grande, y montó en su caballo.

La mañana era húmeda y sofocante, como cualquier mañana de la estación de lluvias. En el camino, interrumpido infinidad de veces por birmanos alterados, iba enterándose de las fechorías del elefante. Que había hecho añicos una choza de bambú, había matado a una vaca, había invadido un puesto de frutas, había dado vuelta un carro municipal… Su cornac (domador) era el único capaz de detenerlo, pero había ido a buscarlo en la dirección equivocada. Estaba a 12 horas de distancia.

El subinspector y cuatro alguaciles hindúes estaban esperándolo en el barrio en el que el elefante había sido visto por última vez. Era un laberinto de escuálidas chozas de bambú techadas con hojas de palma que culebreaba en una ladera empinada. Dieron vuelta en un recodo y hallaron el cadáver de un hombre tendido en el barro. El elefante, aseguraban los dudosos testigos, le había puesto una pata encima tras sujetarlo con la trompa.

Suficiente, se dijo, empuñando ahora un rifle prestado de mayor calibre.

Les avisaron que estaba en los arrozales y allá fueron, cuesta abajo, convocando curiosos a sus espaldas. Un blanco con un arma al hombro no era cosa de todos los días. El elefante no se mosqueó. Él se dio vuelta y contempló, azorado, un océano de más de 2.000 rostros amarillos, felices y excitados. Dudó un instante, pero finalmente cerró el ojo izquierdo y oprimió el gatillo. “Muchas veces me pregunté si alguien se habría dado cuenta de que yo lo había hecho simplemente para no parecer un tonto”, corona el relato, titulado Matar a un elefante.

El oficial de la Policía Imperial India, destinado entre 1922 y 1927 a Birmania (ahora Myanmar), alcanzó el cenit como uno de los escritores británicos más brillantes de su época con un seudónimo: George Orwell, padre de El Gran Hermano y de los ministerios del Amor, de la Paz, de la Abundancia y de la Verdad en 1984 (novela disfrazada de ensayo; ensayo disfrazado de novela, según Mario Vargas Llosa) y de Rebelión en la granja, entre otras obras en las cuales vinculó sutilmente su pasado con un futuro que creía remoto, acaso utópico.

Metáfora del poder. En su caso, del poder delegado o subordinado. Una obsesión en la obra de Orwell, atento a su tiempo y las consecuencias. Tangibles, 74 años después de su muerte, en regímenes dictatoriales y autocráticos que siguieron la máxima de una víctima del sistema: “No se establece una dictadura para salvaguardar una revolución; se hace la revolución para establecer una dictadura”. dejó dicho en 1984.

II

Eric Arthur Blair, nacido el 25 de junio de 1903 en Motihari, Bengala (ahora India) y educado en colegios británicos, apeló al seudónimo George Orwell desde su primera novela, Sin blanca en París y Londres, publicada en 1933. Odiaba su nombre de pila: “He tardado casi 30 años en liberarme de los efectos de haber sido bautizado Eric”, le confesó a un amigo. Poco antes de la impresión del libro, le presentó al editor, Victor Gollancz, una lista de seudónimos en la cual figuraban P. S. Burton, Kenneth Miles, H. Lewis Allways y George Orwell.

Revela Michael Shelden, uno de sus biógrafos: “No tuvo que buscar muy lejos el apellido. Serpenteando por la frontera meridional de Suffolk (condado de Inglaterra), el río Orwell desemboca en el mar en un lugar situado a 55 kilómetros de Southworld”.

Desde esa primera novela, recuerdo de sus andanzas como vagabundo y lavaplatos en los barrios bajos de París y Londres, iba a sepultar hasta su muerte el apellido Blair, con el cual había firmado algunos artículos periodísticos.

III

Orwell era altísimo, algo desgarbado, retraído, tímido, el pelo oscuro, el bigote a mitad de camino. Había tenido una infancia difícil, marcada por el traslado de Bengala a Gran Bretaña, a los cuatro años, de la mano de su madre, Ida Mabel Limouzin, y de su hermana Marjorie, cinco años mayor que él. Luego iba a nacer Avril, cuatro años menor, fruto de las esporádicas visitas de su padre, Richard Blair, funcionario imperial afincado en Bengala.

Apenas lo había visto hasta que cumplió ocho años. A su regreso, el pequeño Eric estaba internado en el Colegio Saint Cyprian’s, 96 kilómetros al sur de Londres. Estudió después en Eton, donde Aldous Huxley, fue su profesor de francés. Era el autor de Un mundo feliz, novela, distópica como 1984. Describe una sociedad imaginaria gobernada por una dictadura inadvertida para los ciudadanos. Todos están condicionados genéticamente y disfrutan sin medida del sexo y de las drogas, por lo que no se dan cuenta de la ausencia de libertad, pilar en la obra de su discípulo.

Orwell, aún Blair, debía ingresar en Cambridge o en Oxford, pero se alistó en la Policía Imperial India. El viaje de Liverpool a Rangún comenzó el 27 de octubre de 1922. Tenía 19 años. Iba a regresar cinco años después, defraudado por un sistema que no solo esclavizaba a sus súbditos, sino también a sus amos.

Había presenciado, por ejemplo, ejecuciones en la horca. Recuerda en el relato El ajusticiamiento: “Las uñas aún estarían creciendo cuando él se hallara sobre la plataforma, cuando estuviera cayendo con un décimo de segundo de vida por delante”. La víctima era un prisionero hindú, un diminuto ejemplar de hombre con la cabeza afeitada y la mirada vaga y acuosa.

IV

Desde niño, Orwell padecía problemas respiratorios a causa de los cuales no se destacó en ningún deporte. A su precaria salud le debía frecuentes internaciones en hospitales. Fumaba, a pesar de la tos crónica que solía encorvarlo, cigarrillos armados por él mismo.

A los 33 años contrajo matrimonio con Eileen Maud O’Shaughnessy, de 30. Ya se habían publicado La hija del reverendo (en la cual menciona tangencialmente a Argentina: “…Knype Hill, con sus dos mil habitantes, reunía en sí misma más perversión refinada que Sodoma, Gomorra y Buenos Aires juntos…”) y ¡Venciste, Rosemary!

No podía quejarse, aunque siempre estuviera disconforme: “Literalmente no ha habido un solo día que no creyera que me estaba atrasando en mi trabajo y que mi producción total era tristemente exigua”.

V

La Guerra Civil Española, de la cual participó en la milicia del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), significaba en su fuero íntimo la esperanza de que el fascismo no se expandiera en Europa. Terminó a la disparada El camino de Wigan Pier. En una escala en París, antes de arribar a Barcelona, visitó a Henry Miller. Recibió un crudo reproche: “Tu idea es una solemne estupidez. ¿Por qué involucrarse en una pelea ajena?”. Era, en las palabras del escritor norteamericano, otra destrucción del espíritu humano.

No le prestó atención. Sirvió en el frente de Aragón durante 115 días. Presume otro de sus biógrafos, J. Gutiérrez Álvarez: “La actuación de Orwell en las trincheras se puede calificar de modesta y valerosa al mismo tiempo. Curiosamente le temía más a las ratas que a las balas”.

Una bala le atravesó el cuello antes de escapar. Orwell conservaba en la memoria el diario que había llevado durante su estancia en España, confiscado en su ausencia por policías vestidos de paisanos, así como los artículos que había escrito para The New Leader. Fueron las bases del libro Homenaje a Cataluña.

¿La conclusión? Categórica: “El gobierno republicano tiene más puntos de semejanza con el fascismo que puntos de diferencia”.

En Marrakech, donde permaneció seis meses y medio, Orwell estuvo absorto en la redacción de la novela Subir a por aire. No por ello dejó de interesarse en lo que ocurría en Europa, sobre todo en Alemania.

Ya se había afiliado al Partido Laborista Independiente, decisión que anunció en Time & Tide con una confesión: “Durante varios años me las he arreglado para hacer que la clase capitalista me pagara algunas libras a la semana para escribir libros contra el capitalismo”.

Estaba por estallar la Segunda Guerra Mundial.

Redactaba, mientras tanto, reseñas culturales para varios periódicos.

Decía de Charles Dickens: “Ninguna persona adulta puede leerlo sin hacerse cargo de sus limitaciones”.

Decía de Salvador Dalí: “Es un buen dibujante y un ser humano repugnante. Lo uno no invalida lo otro”.

Decía de Rudyard Kipling: “Ya he sugerido una razón que explica su poder como buen mal poeta: su sentido de la responsabilidad, que le permitió tener una visión del mundo por más que resultara falsa”.

Era implacable.

VI

Tres etapas marcaron la vida de Orwell: el yugo del imperialismo británico en Birmania; los quebrantos de la clase trabajadora en París y en Londres, y la lucha contra los totalitarismos nazi y comunista después de haber abrazado la causa republicana contra el fascismo en España. En ese contexto define al nacionalismo como “el lunático hábito moderno de identificarse con grandes unidades de poder y ver todo en términos de prestigio competitivo”.

En los artículos reunidos en el libro Notas sobre el nacionalismo y otros escritos, Orwell no cultiva la alegoría, como en Rebelión en la granja, ni la profecía, como en 1984, sino la visión de su época. Estremecida por dos guerras mundiales derivadas de un cáncer, el nacionalismo, definido como “hambre de poder mitigada por el autoengaño”.

Lo diferenciaba del patriotismo: “El nacionalista no solo no desaprueba atrocidades cometidas por su propio bando, sino que tiene una notable capacidad para ni siquiera enterarse de ello”. Ese tribalismo perdura en fuerzas políticas extremas de derechas e izquierdas contemporáneas. “Por nacionalismo me refiero, en primer lugar, al hábito de suponer que los seres humanos pueden clasificarse como insectos y que bloques enteros de millones o decenas de millones de personas pueden etiquetarse con seguridad como buenos o malos”, explica.

VII

De nuevo en Londres, la vida de los Blair cambió abruptamente cuando adoptaron con Eileen a Richard Horatio, un bebé, tras sus vanos intentos de ser padres biológicos. Orwell había terminado un par de meses antes el manuscrito de Rebelión en la granja que, en junio de 1944, se iba a salvar milagrosamente de un bombardeo alemán. Lo rescató él mismo de los escombros de su casa, en Mortimer Crescent.

De allí, tras conseguir alojamiento provisional, se trasladaron a un ático de Canonburry Square, en Islington. La casa georgiana, frente a una plaza, tiene profusas arcadas sobre la puerta y sobre la ventana. En su fachada de ladrillos a la vista reluce una placa circular: “Historic house. George Orwell, 1903-1950, novelist and essayist lived at 27 B, 1945. London Borough of Islington”.

Orwell, a su vez, era habitué del pub Fitzroy Tavern, en el 16 de Charlotte Street, cerca del imponente Regent’s Park. En el sótano, Writers and artists bar, fotos de él en distintas épocas conviven con otras de Dylan Thomas y de Augustus John.

VIII

Mientras estaba en París, en las postrimerías de la guerra, escribía artículos para The Observer y The Manchester, Eileen debió ser operada del útero. No toleró la anestesia. Él no sabía nada. “Fue una sorpresa horrible”, reveló al enterarse. Tuvo que ocuparse desde ese momento de la crianza de Richard, secundado por una niñera, Susan Watson, y por su hermana menor, Avril.

La fama y la fortuna iban a venir con la publicación de Rebelión en la granja, fabula con la que intentó desenmascarar a los regímenes totalitarios en general y al bolchevique en particular. “Solo esperaba disuadir a sus compatriotas de lo que él reconocía como un peligroso enamoramiento con Joseph Stalin”, escribió la novelista norteamericana Téa Obreht. En el fondo, una violenta crítica a los excesos del poder de los que iba a dar cuenta en su obra póstuma, 1984, gran parte de la cual fue escrita en la isla escocesa de Jura.

IX

La novela disfrazada de ensayo o ensayo disfrazado de novela no fue concebida como una profecía, aunque luego se hayan creado muchos de los dispositivos descriptos en ella: las cámaras ocultas y los detectores no se diferencian en absoluto de las telepantallas controladas por El Gran Hermano, un insoslayable anticipo, además, de la televisión interactiva y de los teléfonos celulares.

Meras coincidencias: la inquietante presencia de El Gran Hermano en cada atisbo de censura, los helicópteros que zumban como moscardones frente a las ventanas, la música compuesta por máquinas cuando nadie imaginaba la aparición de la inteligencia artificial, el paso del amor libre al crimental (crimen de la mente) y la síntesis del lenguaje en la neolengua (el newspeak).

X

Por cierto, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) adeuda desde sus orígenes una definición del terrorismo. Después la voladura de las Torres Gemelas y de varios atentados en Europa y otras comarcas, la BBC quiso ser prudente. Apeló a la neolengua para evitar el pánico colectivo. Sustituyó la palabra terroristas por bombers (literalmente, los que ponen bombas). Los terroristas pasaron a ser bombers mientras los irlandeses del IRA y los vascos de ETA eran criminales, los palestinos eran militantes y los chechenos eran guerrilleros.

La guerra es la paz, la libertad es la esclavitud y la ignorancia es la fuerza, aunque haya voces en contra, como la de Winston Smith, el protagonista de 1984: “La libertad es poder decir libremente que dos y dos son cuatro. Si se concede esto, todo lo demás vendrá por sus pasos contados”. Porque, como también escribió Orwell, “si la libertad significa algo, será, sobre todo, el derecho de decirle a la gente aquello que no quiere oír”.

XI

Crédito para Jean François Revel: “La primera de las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira”, sentencia en el libro El conocimiento inútil. La mentira navega a la velocidad de la luz por las redes sociales con un nombre quizá menos hiriente: fake news (historias falsas). Quien controla el pasado controla el futuro; quien controla el presente controla el pasado, estableció Orwell. El pasado, a los ojos de William Faulkner, nunca muere. 

En el despuntar del siglo XXI había en el mundo 50 millones de cámaras de televisión que fisgoneaban la vida ajena, amenazando la privacidad, y 3.000 millones de diálogos telefónicos, mensajes de correo electrónico y transmisiones vía satélite monitoreados por terceros. Números irrisorios, multiplicados ahora por millones.

El Gran Hermano, banalizado en el programa de televisión homónimo, te vigila. No solo en Londres con 500.000 cámaras, casi todas de propiedad privada. En el Reino Unido hay 4.200.000, a razón de una cada 14 habitantes.

XII

El título original de 1984 era El último hombre de Europa. Orwell desistió a último momento e invirtió los dos dígitos del año en el que terminó el manuscrito, 1948. En él, más allá de exponer sus temores tras las bombas atómicas que pulverizaron Hiroshima y Nagasaki, hizo un prolijo repaso de su vida. Asoció recuerdos frescos, como la temporada durante la cual condujo un programa de radio de la BBC y el breve romance que mantuvo con Sonia Brownell, a quien había conocido en la revista Horizon, dirigida por Cyril Connolly.

Terminó casándose con ella. La ceremonia se realizó en el University College Hospital, donde estaba internado debido a su debilidad pulmonar. “No lo amaba ni admiraba su obra, pero sabía que tendría dinero”, afirma el biógrafo Shelden, impiadoso.

Orwell murió solo, vencido por la tuberculosis, poco después de la medianoche del 21 de enero de 1950. Tenía 46 años. No llegó a los 50, cuando, como pensaba, “cada uno tiene la cara que se merece”. Fue enterrado, de acuerdo con los ritos de la Iglesia de Inglaterra, en Sutton Courtenay, Oxfordshire. “Aquí yace Eric Arthur Blair”, reza la lápida, discreta, según él mismo había pedido en su testamento. Como si George Orwell nunca hubiera existido.

Jorge Elías

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