Luz, cámara, provocación




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La fuerza militar de EE.UU., la mayor desde los tiempos de Roma, no puede sola contra el otro poder: la opinión pública

Como broche de las protestas populares en Europa contra la guerra inminente, en febrero de 2003, The New York Times concluyó que en el mundo había dos superpotencias: los Estados Unidos y la opinión pública.

Desde Roma no existía una hegemonía militar como la norteamericana, cuyo presupuesto araña la mitad de los gastos en ese rubro de todo el planeta. Tampoco existía noción del impacto que podía tener el afán aparente de manipular información sensible en un momento delicado: el Partido Popular de Aznar pagó la cuenta más cara de su historia por haber atribuido en un principio los atentados en Madrid a ETA mientras, al mismo tiempo, Londres y Bruselas señalaban a Al-Qaeda.

En la guerra contra Irak, los Estados Unidos rubricaron el nuevo orden mundial, concebido de apuro, por la voladura de las Torres Gemelas, sobre la base de una primacía sin ánimo imperialista: la fórmula toco y me voy, digamos, apelando al bien (la democracia y la libertad en respuesta al terrorismo) como vacuna contra el mal (Saddam, engañosamente emparentado con el peligro de sus borrosas armas químicas y de su oscura sociedad con Ben Laden). Es decir, como saldo de la lucha contra el terrorismo, liberamos a un país de una dictadura vitalicia, pero no establecemos una colonia en él. Usamos el control remoto, en todo caso.

Apenas comenzaron los bombardeos, una superpotencia, los Estados Unidos, procuró doblegar a la otra, la opinión pública: el gobierno norteamericano, secundado patrióticamente por las cadenas de televisión privadas, exaltó el beneficio del arribo de los marines a Irak, pretérito imperfecto del derribo de la estatua de Saddam, más que de su arresto meses después, como corolario de la misión cumplida. Era una percepción falsa, como el pavo de plástico que compartió Bush con sus tropas en Thanksgiving (Día de Acción de Gracias). Superada, casi de inmediato, por la irrupción de la otra CNN: el canal árabe Al Jazeera, vehículo frecuente de los videos de Ben Laden y de las imágenes de soldados muertos y, ahora, de civiles calcinados.

Más allá de la opinión pública, adversa en los países aliados a la tesis del bien contra el mal planteada por Bush en septiembre de 2002, los atentados de un año antes habían provocado un giro dramático, e insospechado, en la política exterior de Bush. Estaba enfocada hasta entonces en Rusia, refutando la amistad tejida por Clinton, y en China, refutando la sociedad tejida por Clinton. Ni amistad con uno, ni sociedad con el otro, repuso, sino competencia con ambos.

Frente a la demencia terrorista, el tono pasó a ser agresivo, desafiante. Sobre todo, con aquellos que no comulgaban con su tesis: Rusia, China, Francia y Alemania, entre otros. ¿Era necesario contradecir la mesura de Roosevelt? Bush creyó que sí: aplicó el gran garrote, de modo de no dejar dudas del poderío norteamericano. ¿Había dudas, acaso? No había dudas ni del derecho a la legítima defensa, empezando por pisar el hormiguero del régimen talibán en Afganistán como prevención frente a futuros atentados.

El hormiguero estaba en Irak, empero. Y la presunción de censura, o de autocensura, madre de la metáfora en el pensamiento vivo de Borges, iba a insistir en volcar la opinión pública hacia el rechazo a la tesis del gobierno de Bush, arrastrando consigo, después, el precedente sentado por Aznar.

No contaba con la astucia de los otros, persuadidos de que el remedio era peor que la enfermedad: cada intento de los Estados Unidos de restablecer el orden previo a los atentados de Nueva York estuvo signado por una contraofensiva terrorista, en Madrid y en otras ciudades, o rebelde, en Irak.

Con un poco de paciencia, Bush pudo haber obtenido la carta franca del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para saldar la cuenta de su padre en la primera Guerra del Golfo, según el embajador británico Jeremy Greenstock, uno de sus aliados. El apuro, como el cambio en su política exterior, comprometió a otros gobiernos en una coalición en cuyos países, curiosamente, prevalecieron las protestas populares antes de la guerra.

En vísperas de los atentados en España, el gobierno de Bush estaba tapando fisuras. En especial, en la vieja Europa, antes denostada: pretendía acelerar la devolución del poder a los iraquíes y, para ello, convocó, e invocó, a las Naciones Unidas. Hasta negoció acuerdos con Estados canallas, como Libia, Irán y Corea del Norte, con tal de evitar el uso de la fuerza. Era algo así como un retorno a la sensatez, a la luz de la falta de consenso en la opinión pública, en medio de varios factores condicionantes. Entre ellos, una temprana campaña electoral centrada en sus fracasos.

El efecto 11 de marzo, con su secuela de miedos y de amenazas en los países comprometidos en la guerra, como España, Gran Bretaña e Italia, evaporó aquellas buenas intenciones.

En un santiamén, las imágenes de dos clérigos musulmanes (uno, veterano, líder de Hamas, asesinado por orden de Sharon; el otro, joven, líder de la resistencia chiita, reticente a la ocupación en Irak) pusieron en vilo a las superpotencias, sorprendidas con los cadáveres de los cuatro civiles norteamericanos exhibidos como trofeos de guerra en Fallujah y por las sospechas de un presunto desinterés del gobierno de Bush en la lucha contra el terrorismo antes del 11 de septiembre. Estábamos ciegos, según la consejera de Seguridad Nacional, Condoleezza Rice.

El terrorismo acecha desde antes de Roma. Antes, sin embargo, no disponía de los medios para generar psicosis colectivas, como en Europa después del 11 de marzo o en los Estados Unidos después del 11 de septiembre. Ni existía noción de la facultad de sociedades que, sin ser cómplices de su locura, discriminan por sí mismas entre el bien y el mal, prescindiendo de los servicios de Bush.

Quizás Irak no haya sido el comienzo del siglo XXI, sino el final del siglo XX. El correlato de dos guerras mundiales, de una guerra fría, de Hitler y de Stalin. O el correlato de un desequilibrio, no ajeno a las injusticias, en el cual valores tan caros como la democracia y la libertad corren el riesgo de transformarse en componentes de una nueva forma de autoritarismo, según Joseph Nye, decano de la Kennedy School of Government en Harvard.

A diferencia del perfil multilateralista de Clinton, Bush amagó con ser un internacionalista liberal, aconsejado por Blair, hasta que, obsesionado con Saddam, se vio en la disyuntiva de conciliar con la impaciencia de su vicepresidente, Dick Cheney, y del jefe del Pentágono, Donald Rumsfeld, a contramano de su secretario de Estado, Colin Powell, con tal de torcer la voluntad de un órgano muerto y sepultado, las Naciones Unidas, y de ignorar a otro, la alianza atlántica (OTAN), ante una agresión, el 11 de septiembre, que comparó con una conjura diabólica.

Esa visión unilateral ha limitado la estrategia de seguridad de los otros, despejando el terreno a Al-Qaeda en Europa, y la cooperación. Ha limitado, también, la confianza mientras la otra superpotencia, la opinión pública, ha sido desbordada por una paradoja: los Estados Unidos ejercen una primacía, pero, lejos del imperialismo clásico a pesar de su peso militar, temen quedarse solos. Solos no pueden, según Bush. No pueden solos contra sus fantasmas (Vietnam y Somalia) ni contra la opinión pública. ¿Dónde, exactamente, están nuestros amigos iraquíes?, se preguntaba el jueves The New York Times, haciéndose eco de ella. ¿Dónde, exactamente, están nuestros amigos?, diría yo.



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