El padre de El Gran Hermano
I Tronó temprano el teléfono, despabilándolo, en la estación de policía de Moulmein, allá lejos, en la baja Birmania, antigua colonia británica. Transcurría la década del veinte. Él era un oficial de subdivisión recién llegado de Londres. Tanteó el auricular. “¡Un elefante está devastando la feria!”, reconoció en el grito la voz de un subinspector birmano. Los elefantes eran empleados en las plantaciones de teca para desplazar troncos. Siempre existía el riesgo de que alguno se descarriara y provocara destrozos. Algo usual para un nativo, no para un novato como él. Tomó su Winchester 44, rifle demasiado pequeño para vérselas con un animal tan grande, y montó en su caballo. La mañana era húmeda y sofocante, como cualquier mañana de la estación de lluvias. En el camino, interrumpido infinidad de veces por birmanos alterados, iba enterándose de las fechorías del elefante. Que había hecho añicos una choza de bambú, había matado a una vaca, había invadido un puesto de frutas, había dado vuelta un carro municipal… Su cornac (domador) era el único capaz de detenerlo, pero (leer más)