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Por Jorge Elías
A comienzos de 2013, David Cameron anunció que, de ganar las elecciones, iba a plantearles a los suyos si el Reino Unido debía seguir siendo un miembro de la Unión Europea (UE). Pretendía apaciguar el airado reclamo de soberanía de buena parte de su partido, el conservador, y del Partido por la Independencia del Reino Unido (UKIP), liderado por Nigel Farage. ¿Quién iba a imaginar que, aceptado el reto, la diputada laborista Jo Cox iba a ser cruelmente asesinada por un desquiciado de ultraderecha después de defender en un acto político la permanencia del reino en la UE y que esa muerte inútil no iba a serenar los ánimos secesionistas de más de la mitad de la población?
La salida del Reino Unido de la UE, la primera de un Estado miembro, ahonda la crisis de un continente en apuros frente a una economía débil, problemas de deuda, legiones de inmigrantes e inestabilidad geopolítica al sur y al este de sus fronteras. Se trata de un reproche al consenso de posguerra, aquel que logró sofocar los nacionalismos que propiciaron las peores tragedias del siglo XX. Ese consenso se ve resquebrajado por una ola creciente de proteccionismo y de psicosis contra la inmigración. Rubricó el Brexit el 52 por ciento de la población. El continente resultó ser incontinente y deberá estrenar artículo 50 del Tratado de la UE, introducido en 2009 por la reforma de Lisboa, para regular el retiro voluntario de un Estado miembro.
La UE había resistido todos los intentos de deserción, con la excepción de Groenlandia, territorio danés, y de Argelia, ex colonia francesa. La integración, al igual que en la Organización Mundial de Comercio (OMC), antes Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio, ha sido la regla, no una rareza. En 1973, cuando el Reino Unido se unió a la UE, su economía iba en franca desventaja respecto de las de Francia y Alemania. Las protestas de los cultores del Brexit por la injerencia europea en los asuntos del Reino Unido encontró ahora su punto de ebullición, aduciendo que la integración global enriquece a las élites a expensas de los trabajadores.
Ese argumento falaz oculta otra realidad. Cada trabajador es también un consumidor y se beneficia cuando la competencia permite que los productos bajen de precio. Los inmigrantes de la UE en el Reino Unido están mejor preparados y educados que los nativos, pagan más impuestos y obtienen menos réditos, según el Centro para el Desempeño Económico de la London School of Economics. Con el Brexit, ocho de trece estudios independientes concluyen que el reino estará peor. Son estimaciones que, en el fragor político contra el arribo de inmigrantes sin discriminar su origen, subestiman los partidarios de la separación de la UE.
La palabra exit (salida) unida a las primeras letras del nombre de un país empezó a aplicarse en febrero de 2012 en Grecia. Willem Buiter y Rahbari Ebrahim, analistas del Citigroup, hablaban de Grexit, neologismo referido a la eventual salida de ese país de la UE a raíz de su crisis económica. Del Grexit al Brexit hubo poco trecho, más allá de que el Reino Unido tuviera un antecedente. En 1975, el 67 por ciento de sus ciudadanos confirmó en un referéndum la permanencia en el bloque. Esta vez, la propuesta trascendió fronteras. Y fue tan lejos que, por primera vez en la historia, un presidente de los Estados Unidos hizo campaña por una causa extranjera fuera de su país.
El espejo, impiadoso, devuelve a la UE la imagen de un bloque poderoso con pies de barro y pocos reflejos para sortear los dramas contemporáneos, como la crisis económica, el aluvión de los refugiados y la expansión del terrorismo. Los eurófobos son expertos en sembrar incertidumbres. El líder de la ultraderecha holandesa, Geert Wilders, cantó las hurras, así como el eurodiputado italiano Matteo Salvini, de la Liga del Norte, y el casi presidente de Austria por el Partido de la Libertad (FPÖ), Norbert Hofer. La lideresa del Frente Nacional de Francia, Marine Le Pen, se animó a pedir un referéndum en su país: Frexit.
El proteccionismo gana terreno, más allá de que haya provocado una caída del 2,7 por ciento del Producto Bruto Interno mundial desde 2010. Lo dejó dicho el presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk: «Obsesionados con la idea de integración instantánea y total, no nos dimos cuenta de que la gente común, los ciudadanos de Europa, no comparte nuestro euroentusiasmo». La mera consulta en el Reino Unido, más allá del abrumador resultado, era un varapalo para la UE, con altos índices de desaprobación en Holanda (46 por ciento), Alemania (48 por ciento), España (49 por ciento) y Francia (61 por ciento), según el Pew Research Center.
El diputado conservador Boris Johnson, ex alcalde de Londres, y Michael Gove, secretario de Justicia británico, bregaron por el Brexit con la excusa de zafar de las regulaciones europeas. Le imprimieron a la campaña el mismo énfasis con el que Trump desprecia a los indocumentados. En los dos casos, la prédica populista cala hondo en el bolsillo de los contribuyentes. Eso implica fomentar el repliegue fronteras adentro en un mundo complejo, poroso e interdependiente. Cameron, sin ser un campeón de la apertura, bendijo la visita de Obama con el deseo de permanencia en la UE. Reforzó de ese modo sus endebles convicciones. Entre los laboristas, la apatía de su líder, Jeremy Corbyn, fue exasperante.
Aprobado el Brexit, una suerte de declaración de independencia, la reacción en cadena puede derivar en la desintegración de la UE y del Reino Unido, así como en la aniquilación de las alianzas estratégicas. En Irlanda, el proceso de paz en el Ulster, sellado el Viernes Santo de 1998, estaba bajo el alero europeo. En Escocia, su pertenencia al Reino Unido, sometida a un referéndum en 2014, vuelve a estar en duda por la preferencia de sus ciudadanos a mirar más a Bruselas que a Londres. En la UE, su reputación está severamente dañada, así como su seguridad, su defensa y su diplomacia, atadas al Reino Unido, miembro permanente del Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
El reclamo de soberanía entraña un escenario tan inesperado como el final abrupto de un sueño que, de buenas a primeras, se convirtió en una pesadilla. Así como Barack Obama brindó su apoyo a la permanencia del Reino Unido en la UE en virtud de la relación especial entre su país y el de Cameron, trece ex secretarios de Estado, ocho ex secretarios del Tesoro y cinco ex comandantes supremos de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) violaron adrede una regla de oro de la política norteamericana. Esa que dicta no interferir en los asuntos extranjeros. ¿Por qué se preocuparon tanto por el Brexit? Si en el Reino Unido fueron tan locos como para levar anclas de Europa, tal vez en los Estados Unidos podrían ser más insensatos aún si eligen a Donald Trump.
Si bien una cosa no parece tener que nada ver con la otra, las últimas décadas atesoran más coincidencias que discrepancias entre ambos países. Margaret Thatcher asumió en 1979, un año antes que Ronald Reagan. Eran carne y uña. En 1992, los nuevos demócratas de Bill Clinton aceitaron el arribo del nuevo laborismo de Tony Blair, cinco años después. Y así sucesivamente hasta el renunciante Cameron, renuente a reunirse con el candidato republicano a la Casa Blanca, Trump, como lo hizo en 2012 con Mitt Romney. ¿La razón? Los defensores del Brexit no se diferencian de los arquitectos del muro frente a México. Abominan el multiculturalismo, como si estuvieran fuera de época.
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