Tres por el precio de uno




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Honduras sienta un precedente delicado para las frágiles democracias de la región

Entonces, después de tanto cabreo, en Honduras no hay sólo un golpe de Estado. Manuel Zelaya resulta ser un turista accidental en Brasil. O, en realidad, en el único enclave brasileño en Tegucigalpa: su embajada. Está de viaje desde el 28 de junio. Lo despide cálidamente ese domingo, a punta de pistola, una copiosa escolta militar. Es tan prolongada su gira por el exterior, iniciada de apuro en Costa Rica, que se ve sorprendido con la elección como presidente de Porfirio Lobo, del opositor Partido Nacional, sucesor de su sucesor de facto, Roberto Micheletti.

Lobo, derrotado en 2005, es cinturón negro de taekwondo. Le alcanza para repeler la dañina influencia de Hugo Chávez, aparentemente incapaz de convencerlo como a Zelaya de las ventajas de la revolución bolivariana, el socialismo del siglo XXI, la ducha comunista y la reforma constitucional en clave de reelección. Los Estados Unidos, Panamá, Perú, Costa Rica y Colombia dan por buena la elección; Brasil, la Argentina y Venezuela, entre otros, niegan su validez. En la cumbre iberoamericana de Estoril, España pone los puntos sobre las íes cada vez que usa la palabra ni: “Ni reconocemos la victoria de Lobo ni la ignoramos”.

Entonces, después de tanto rifirrafe, Honduras tiene ahora tres presidentes: uno en un territorio extranjero empotrado en su suelo, otro elegido en comicios no reconocidos por gran parte de la comunidad internacional y otro de facto. El Congreso echa el último cerrojo a la normalidad: ratifica por abrumadora mayoría, después de las elecciones, el decreto de destitución de Zelaya. En aguas de borrajas queda el acuerdo de Tegucigalpa-San José, auspiciado por los Estados Unidos y la Organización de los Estados Americanos (OEA). Lo firma el 30 de octubre el gobierno anclado en Brasil con Micheletti para crear un “gobierno de reconciliación nacional”.

Surgen las primeras discrepancias entre los gobiernos de Luiz Inacio Lula da Silva y Barack Obama por la situación de Zelaya y la legitimidad de Lobo. Los Estados Unidos, alineados con la comunidad internacional en el respaldo al gobierno legítimo y el rechazo al de facto, acusan ahora a Honduras de lo mismo que Brasil acusa a los Estados Unidos: se sienten decepcionados. El secretario de Estado adjunto norteamericano para Asuntos del Hemisferio Occidental, Arturo Valenzuela, cuya confirmación en el Capitolio se demora por condenar el golpe de Estado, concluye que el reconocimiento del presidente electo no invalida la restitución del presidente en suspenso.

Entonces, después de tanto cabreo y rifirrafe, Honduras termina de consumar una nueva versión del funesto recurso de interrumpir gobiernos democráticos por la fuerza. No es un golpe militar a la usanza de los setenta ni uno cívico-militar como el propinado contra Chávez en 2002. Es un golpe preventivo frente a la posibilidad de que Zelaya elimine la veda constitucional para su reelección por medio de una reforma que, a pesar de ser tachada de ilegal por el Congreso y la Corte Suprema, insiste en someter a una consulta popular.

Su eslogan electoral, “Urge el cambio, urge Mel”, no se limita a la lucha contra la delincuencia juvenil, la pobreza y la corrupción. Incluye, en un giro sorprendente, la inscripción del país en Petrocaribe para recibir petróleo barato de Venezuela y, en pago, la adhesión a la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA).

Entonces, después de tantas idas y venidas, ¿en qué se diferencia el golpe preventivo contra Zelaya de la guerra preventiva ordenada por George W. Bush contra Irak frente a la posibilidad de que un tirano como Saddam Hussein oculte armas de destrucción masiva y sea socio de Osama ben Laden? Los temores alientan el golpe; las mentiras desencadenan la guerra.

Saddam es otro aliado de Chávez; paga las cuentas pendientes con la justicia de su país con la horca. Les avisa Zelaya a los gobiernos extranjeros desde la embajada de Brasil en Tegucigalpa: “No se pongan la soga al cuello reconociendo el espurio y fraudulento proceso electoral de Honduras”.

Honduras, país modesto, ha tenido la virtud de ser factor de unión de líderes antagónicos contra la asonada militar y la usurpación del poder. Ese consenso dura cinco meses y un día. Las elecciones del 29 de noviembre abren una grieta hasta en la Unión Europea. La declaración final de la cumbre iberoamericana, devaluada en un comunicado especial de la presidencia portuguesa, apenas supera el valeroso uso de la palabra ni entre los españoles, atrapados como otros en la disyuntiva entre “elecciones previstas” y “circunstancias anómalas”.

Entonces, después de tanto cabreo, rifirrafe, idas y venidas, Zelaya paga el precio de traicionar a los suyos, asociarse al club de los desaforados de siempre y, en su afán de no soltar la rienda ni el látigo, burlarse de la división de poderes. Lo tumba un golpe preventivo que, como la guerra preventiva, tiene más de un destinatario. En este caso, el principal es Chávez. Es uno en una crisis con daños colaterales por triplicado.



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