Ojalá que la luna pueda salir sin ti




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El dictador cubano es, paradójicamente, la traba de una transición democrática y, a la vez, el único capaz de encararla

Sombras, nada más, nublaron sus pupilas. Y, más pa’llá que pa’cá, habrá soñado con serpientes. Sus rodillas, después de una vida de verba trágica, flaquearon por primera vez en público. Cayó Fidel Castro y, con él, subió el riesgo Cuba. O, acaso, el riesgo de una transición hacia esa estupidez que, fuera de la isla, llaman democracia. Y que, curiosamente, sólo depende de él, no de su muerte, en el limbo o en la luna durante unos minutos, el 23 de junio, por un súbito desvanecimiento.

No pudo con el solazo. Con un golpe de calor, no de Estado. Pero, una vez desempañados los rostros ceñudos que sombreaban sus barbas, reparó en el legado de la sangre. En Raúl Castro. Con las ventajas y las desventajas de ser su hermano. De 70 años, cuatro menos que él. Y convidó a creerle cuando dijo futuro, precipitándose a crear una suerte de monarquía revolucionaria que sobreviva a otros 10 presidentes de los Estados Unidos. O más.

Un clavo saca otro clavo, pues. Fidel no será vencido por el general Powell, sino por el general Alzheimer, según una desafortunada reflexión atribuida con dudas a Carlos Lage, el ladero que salvó a Cuba del colapso económico después del derrumbe de la Unión Soviética. Incapaz de convencerlo, sin embargo, de que juegue dominó, viendo la pelusa en su ojo, en lugar de jugar patriadas, viendo la viga en el ajeno.

Con insultos gratuitos contra la Argentina, país generoso que no cobra sus deudas. Y que, con voz y voto en un mamotreto tan ineficaz como útil a los ojos de Castro como las Naciones Unidas, lame la bota yanqui por no advertir el respeto de su régimen a los derechos humanos. Coherente, en realidad, con su respaldo a los gobiernos democráticos, nutriendo guerrillas, y con su alergia a las dictaduras militares, nutriendo negocios.

Nutrió, también, la utopía del eterno retorno del exilio cubano de Miami, más apegado a los Estados Unidos que los norteamericanos con más de una o dos generaciones de raigambre, y la ambición del lobby empresario que, por el embargo comercial, ve momentáneamente frustrado su anhelo de convertir a la isla en una sucursal Disney con menú McDonald’s, cafés Starbuck’s y supermercados Giant.

Nadie es capaz de devolver la vida. ¿Quién es capaz, entonces, de dispensar la muerte? Por más que Castro, con sus cuatro décadas de revolución de ambiente a estrenar, balcón al mar, teléfono rojo, apta profesional, tenga las paredes en falsa escuadra. Y procure salvaguardarlas, y salvaguardarse a sí mismo, del llanto de las estrellas por todas las comisuras del cielo, como me dijo alguna vez Alina Fernández, su hija rebelde, en un bar de la Séptima Avenida, de Manhattan.

Lejos del rumor del Caribe. Extraña, y extrañada, entre tanto auto que bocineaba en inglés. Segura de que podía olvidar a aquel con quien había reído, pero jamás podría olvidar a aquel con quien había llorado. Menos aún a aquel por quien había llorado, renuente a llevar su apellido.

Marcada por ese hombrón con olor a tabaco que iba de noche a su casa, según los humores de su madre, Naty Revuelta, después de la fuga del único padre que llamó papá, Orlando Fernández, ya muerto, y de su hermana Natalie, siete años mayor que ella, radicada en Virginia.

Alina huyó en un vuelo de Iberia rumbo a Madrid. Exageradamente maquillada y perfumada. Con gabardina verde, gorra, acento español, pasaporte falso y dinero ahorrado con la bolsa negra (reventa de artículos difíciles de conseguir, como un buen par de zapatos). Y casi 40 años de edad, plasmados en sus memorias, en los cuales era sospechosa para los exiliados, por ser la hija de Castro, y gusana para su pueblo, por haber desertado.

Ambigüedad que Castro representa para la gente, intoxicada de propaganda machacona, de zafras perdidas por culpa del servicio meteorológico norteamericano y de un embargo que demostró ser la mejor excusa de una revolución devenida en tiranía. Exhausta de ver la luna como única otra tierra firme y de  exclamar: “Dios mío, Fidel, por qué no arreglas tal cosa”.

Frente a la muerte, uno termina asumiendo la soledad. Y, a veces, el miedo. Intimo, inconfensable. Pero, mientras tanto, puede planear alternativas. Más mundanas. Como hacer que la mentira sea verdad, que el crimen sea respetable, que la falta de libertad sea necesaria, que el viento sea sólido y, en caso de que se produzca la salida biológica de la que hablan los diplomáticos norteamericanos, que Raúl Castro sea presidente.

Fidel comprendió en determinado momento que el trato con la sucursal China no iba a ser igual que el trato con la casa matriz, la Unión Soviética. Y aceptó la virtual apertura económica, favoreciendo la inversión extranjera, y mental, permitiendo la visita de Juan Pablo II. ¿Qué cambió? Dejó de ser uno de los pocos dinosaurios comunistas en peligro de extinción, pero, puertas adentro, siguió administrando dosis de amor y odio como cuerda con la cual tira y afloja según las circunstancias.

Vigorizado últimamente por haber ganado con todas las de la ley la batalla que llegó a dividir en opiniones encontradas a todo el mundo: la repatriación del balserito Elián González, manteniendo a raya a los opositores y entreteniendo a los exiliados. Disgustados con el gobierno de Bill Clinton después del brutal rescate a punta de fusil, razón de los votos de la comunidad cubana de Florida para George W. Bush, finalmente confirmados, en las controvertidas elecciones de noviembre de 2000.

En un mar revuelto, sin los tiburones que desafían los balseros, Castro apela a la genealogía revolucionaria con tal de que Raúl salga de las sombras desde las cuales maneja la represión estatal: fuerzas armadas, policía e inteligencia después de haber tirado más tiros que él en la revolución y de haber cimentado el poder de los históricos, de los próceres de la independencia, en el Partido Comunista Cubano.

Con más predicamento, fuera de él, que la camada juvenil de Lage; del canciller Felipe Pérez, y del presidente de la Asamblea (Parlamento), Ricardo Alarcón. Otros posibles, no probables, que, conmovidos por el desvanecimiento de Castro, suscribieron: “El comandante sufrió un ligero descenso”. ¿A los infiernos? Ni el más sabio conoce el final de todos los caminos. Ojalá que la luna pueda salir sin ti.



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