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Un dato de la época: el humorismo influye, en ocasiones, más que el periodismo
Obama no simpatiza con su casi tocayo Osama ni reza en memoria de su homónimo Hussein (Saddam para los enemigos), pero lidia desde 2006 con la cruz de una imagen embarazosa. La captó una cámara indiscreta en una visita a Kenya. Lucía como un nacionalista islámico, con túnica y turbante. Creó dudas. Debió disiparlas de inmediato: el típico atuendo somalí, usual en el terruño de su padre, no significa que profese o haya profesado la religión musulmana. La ingrata coincidencia con la tirria hacia sus devotos en los Estados Unidos pudo haber puesto en riesgo su carrera política.
En poder del sitio Drudge Report, famoso por haber destapado el romance de Bill Clinton con Monica Lewinsky, la foto galopó a la velocidad de la luz por Internet. Barack Hussein Obama, ahora candidato presidencial demócrata, se vio obligado a confirmar con creces su fe en Jesucristo y a impugnar con énfasis a sus detractores. Entre ellos, el representante republicano Steve King descargó munición pesada contra él por su segundo nombre y por su apuro en retirar a las tropas norteamericanas de Irak; de ganar las elecciones de noviembre, dedujo, “Al Qaeda, los islámicos radicales y sus seguidores bailarán en las calles”. Bailarán de alegría.
El hábito no hace al monje, pero otro aporte a la confusión general, una viñeta en la portada del semanario The New Yorker, contribuyó a recrear esta última semana la polémica sobre la religión de Obama. En ella, con una túnica blanca similar a la que usó en Kenya, choca puños como un jugador de la NBA con su mujer, Michelle, glamorosa con uniforme de combate y un fusil al hombro. Están en el salón Oval, decorado con una imagen de Ben Laden que corona una chimenea en la cual arde la bandera de barras y estrellas. La sátira pretende mostrar la campaña del miedo que montaron sus enemigos para evitar que fuera candidato. Terminó remontándola, en realidad.
Si los retos iniciales de Obama eran su color canela, su corta edad y su inexperiencia ejecutiva, la sospecha de ser o haber sido musulmán comenzó a turbarlo aún más. Por ese motivo, precisamente, decidió apartarse de su guía espiritual, el reverendo Jeremiah Wright, nocivo por sus servicios incendiarios: justificó la voladura de las Torres Gemelas como represalia por la política exterior norteamericana y maldijo al país por el maltrato a los afroamericanos.
¿Puede ser una viñeta, cual expresión humorística, tan peligrosa como las palabras envenenadas de Wright? En 2007, antes de las primarias, los norteamericanos estuvieron a punto de lanzar un alarido frente al espejo: en un ranking de sus comentaristas políticos favoritos adjudicaron el cuarto lugar al comediante Jon Stewart, conductor del programa televisivo The Daily Show. “¿Estamos confundidos?”, se preguntaron. No, no estaban confundidos.
En los Estados Unidos y en otros países, aquellos que difunden noticias en solfa, más allá de su trasfondo crítico e incisivo, amenazan con desplazar a los periodistas como fuentes de información. Tras largas jornadas de trabajo, mucha gente sólo pretende distraerse un rato frente al televisor. Opta entonces por ellos. Y ellos, con observaciones mordaces, forman opinión. El mismo poder tiene un dibujante. Si no, un agudo observador de la realidad argentina como Hermenegildo Sábat, incorporado en la Academia Nacional de Periodismo con otro uruguayo tan talentoso como él, Víctor Hugo Morales, no hubiera llevado a Cristina Kirchner a colegir que una viñeta suya entrañaba un “mensaje cuasi mafioso”. ¡Ja!
En esos días, Silvio Berlusconi se irritaba con los dibujantes de su país por haber aparecido en varias viñetas más bajito que los otros mandatarios a pesar de su decorosa estatura, 1,70 metro. En Italia, según los sondeos, la mitad de la gente votaría por el cómico de televisión Beppo Grillo, émulo de los norteamericanos Stewart, David Letterman y Jay Leno, si se presentara como candidato. No puede por una causa penal pendiente.
¿Son más confiables los humoristas que los políticos y los periodistas? Con sus dotes de showman, Berlusconi reincidió por tercera vez como primer ministro a pesar de las sospechas de corrupción que pesaban en sus hombros. En México, cuna de enmascarados como el pintoresco defensor de los pobres, Súper Barrio, y el subcomandante zapatista Marcos, un payaso gritón con peluca verde, nariz roja y gestos burlones, Víctor Trujillo Brozo, alias El Brozo, destapó en el programa El Mañanero, de Televisa, un escándalo de corrupción que perjudicó al inminente candidato presidencial Andrés Manuel López Obrador, aún alcalde del Distrito Federal.
En ese año, 2006, las viñetas en las que aparecía Mahoma con una bomba en lugar del turbante, publicadas originalmente en un periódico danés, desencadenaron feroces protestas en varios países musulmanes. En otro contexto, y en medio de la campaña de los Estados Unidos, la viñeta de Obama con aire musulmán provocó sarpullidos entre los demócratas, celosos de preservarlo de toda suspicacia sobre su religión. Hasta John McCain, su rival republicano, creyó que era ofensiva y de mal gusto.
¿Tanto alboroto por una viñeta? Está probado: una viñeta puede tener más impacto en la opinión pública que una foto o una denuncia. Los políticos saben que un par de respuestas ocurrentes en un programa humorístico depara más votos que un par de respuestas concienzudas en uno periodístico. Quizá porque, en los medios visuales, son estrechas las fronteras entre los espectáculos de variedades, las convenciones partidarias y los servicios religiosos.
Lo tedioso espanta desde Nerón. Nunca como ahora una bofetada, antes reservada a los payasos, hizo tanto ruido, acaso como la cercanía entre Obama, Osama y el lío de ser, también, Hussein (Barack para los amigos).
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