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Hace dos milenios, un hombre capaz de poner la otra mejilla por amor al prójimo moría en la cruz. Hace dos siglos, unos hombres fundaban el respeto a los derechos de sus semejantes sobre pilares tan sólidos como la libertad, la igualdad y la fraternidad. Hace dos décadas, el hombre aún no había aprendido a poner la otra mejilla ni a respetar los derechos de sus semejantes. Hace apenas dos días, tampoco.
El déficit, tan humano como la contradicción, es algo así como una cruz: provocó desde la cacería étnica que tratan de frenar ahora las fuerzas de la OTAN en Yugoslavia hasta el brutal asesinato a balazos del vicepresidente del Paraguay, Luis María Argaña, y los fantasmas que supo resucitar allende los Andes la detención de Augusto Pinochet en Londres por instancias de la justicia española.
En todos los casos, aunque Kosovo, Asunción y Santiago sean vértices lejanos de un triángulo escaleno sin ángulos sanos, la coincidencia es, precisamente, la falta de respeto a los derechos de los otros, comenzando por la vida, y la regla resistida hasta por algunos de sus precursores de arreglar las cosas en casa, como sea, con tal de impedir que los demás metan sus narices en sus asuntos.
Los demás son comedidos, terceros en discordia, que, a su vez, vislumbran que el efecto no siempre se lleva bien con la causa, por más justa que sea, como sucede con las caravanas de familias despojadas hasta de su dignidad que hallan refugio precario en Albania, Macedonia y Montenegro; como sucede con el asilo político en la Argentina del general Lino Oviedo, con condena pendiente en su país por haber atentado contra la democracia; como sucede con la pronta liberación de Pinochet que reclama el gobierno chileno más por defensa de la soberanía que por afinidad con él.
En ello talla la contradicción, un defecto más antiguo que los conflictos étnicos y raciales de los Balcanes. Si todo fuera por la causa de los derechos humanos, los Estados Unidos, en su papel de sheriff de la aldea global, debieron meter sus narices con el mismo ímpetu en Ruanda, con su medio millón de inocentes masacrados en el primer genocidio probado desde el Holocausto, o en Cuba, con la urgencia de presos políticos que no ven esperanza alguna en la diplomacia del béisbol. Pero en esos casos, meros ejemplos, no cuadran estrategias geopolíticas tan importantes como la participación en el rediseño de la vieja Europa.
De ahí que Bill Clinton haya procurado preparar a su pueblo, renuente a guerras y otras barbaries en medio de la euforia que despertó el récord alcanzado por el promedio industrial Dow Jones (por primera vez en la historia por encima de los 10.000 puntos). Y de ahí, también, que haya comparado al dictador serbio Slobodan Milosevic con Adolf Hitler, aduciendo que corría peligro la vida de dos millones de personas.
Era un chaleco antibalas ante un conflicto aún no declarado por el Congreso de los Estados Unidos que, con el estigma que apareja toda guerra desde Vietnam, demostró de nuevo que Rambo no es inmortal como Highlander: los rostros mustios de los tres soldados norteamericanos capturados por los serbios son una afrenta en la cual no cuadra el interés nacional (palabra santa para los norteamericanos) ni la suerte de los kosovares.
Es el pasado que vuelve, la humillación, el cadáver de uno de los suyos arrastrado por las calles de Somalia, mientras el éxodo de los refugiados, traumados por ejecuciones y otras miserias de las que fueron testigos, plantea serias dudas sobre su futuro. ¿Dónde vivirán? ¿Quién se hará cargo de ellos? Macedonia, Albania y Montenegro ya tienen sus propias cruces de fragilidad y desempleo.
La televisión de Belgrado, cual réplica a Clinton, difunde la película Wag the dog! (Mentiras que matan), sátira oportuna de un presidente norteamericano que inventa una guerra contra un país tan remoto como Albania con tal de disimular un romance con una muchacha de la edad de Chelsea (perdón, de su hija).
En Kosovo, cuna de la ortodoxia serbia, rechazada por unos y por otros la tregua pascual que pidió Juan Pablo II, la contradicción de los terceros, vacilantes primero, firmes después, derivó en otros efectos que se llevan pésimo con la causa, como el mayor ensañamiento de la policía y de los paramilitares contra la gente, sus casas saqueadas, sus cosechas quemadas, algún muerto que lamentar, como ya ocurrió en Bosnia, y el virtual fortalecimiento de Milosevic a sabiendas de que toda crisis regional se convierte en una guerra personal. Procuraría, entonces, sacar ventaja de una derrota segura. Otra contradicción en sí misma.
Es un juego de patriotas, al estilo Saddam Hussein o Fidel Castro: comportarse como víctimas de El Gran Satán, versión Irak, o del embargo yanqui, versión Cuba, de modo de curar las heridas, de alzar la frente y de seguir adelante con sus planes. Mal no les ha ido: uno sobrevive desde la Guerra del Golfo, en 1991, y el otro sobrevive a todos los presidentes norteamericanos desde 1959.
Milosevic enfrenta a la mayor coalición que existe. Aprovecha, como Saddam, como Fidel, tanto los cabildeos de Rusia, con sus reparos heredados de la guerra fría a todo aquello que tenga el sello de Washington, como el papel de espectador de segunda bandeja, arriba, de las Naciones Unidas.
En vísperas del ataque, Boris Yeltsin estaba más preocupado por la decisión del Congreso de los Estados Unidos de reducir en forma drástica las importaciones de acero ruso (ergo, menor ayuda económica) que por la patriada de los serbios, aunque fuera la semilla, según él, de una tercera guerra mundial.
Es una guerra a control remoto en varios frentes, símbolo de la era Clinton, cuya estrategia poco y nada se diferencia de las incursiones aéreas de los Estados Unidos y de Gran Bretaña en Irak. Una gloriosa derrota de Milosevic, especulan en Belgrado, podría ponerlo a la altura del príncipe Lazar, mártir de Kosovo que murió en 1389 con palabras heróicas en los labios: “Es mejor morir combatiendo que vivir avergonzado”. Lógica que, salvando las distancia, también deben de aplicar Pinochet y Oviedo.
De la otra mejilla ni hablamos.
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