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Entre líneas, la renuncia de Fidel deja entrever que, en realidad, no se va del todo
En las vísperas, Fidel reveló algo que, aunque fuera público y notorio, nunca había salido de su boca ni de su puño y letra: su “crítico” y “precario” estado de salud. Con esas palabras, el diagnóstico no pudo ser más preciso: la fragilidad del cuerpo doblegó, finalmente, la vitalidad del poder. En la posdata de su recado dejó dicho, sin embargo, que las dolencias intestinales por la cuales delegó en su hermano Raúl el mando, o parte de él, no lograron apartarlo por completo de la rutina en la que invirtió 49 de sus 81 años: ser Cuba.
En los 568 días que transcurrieron entre el 31 de julio de 2006 y el 19 de febrero de 2008, el más pragmático y menos ideológico de los Castro esbozó con cierta timidez aquello que el otro, postrado sin retorno, jamás se hubiera atrevido a emprender: una virtual apertura.
Tras la desintegración de la Unión Soviética, más solo que la una en un continente que abrazaba con vano optimismo los ajustes económicos y las privatizaciones masivas, Fidel permitió reformas de mercado. Nunca confió en la iniciativa privada, nociva para el dogma comunista. Pero se animó y, después, revirtió el proceso. Lo detuvo, como si no hubiera sido el momento oportuno para encararlo.
En los últimos años, sostenido por los favores de Venezuela y China y por el aumento del precio de los commodities (materias primas), el régimen pudo jactarse de una bonanza que, como en otros países con gobiernos democráticos, no llegó a la gente. Los cubanos de a pie, inocentes de los excesos y las privaciones, no perdieron el acceso gratuito a la educación y la salud ni dejaron de recibir servicios y alimentos racionados y subsidiados. Tampoco pueden aspirar a más por las limitaciones del caso: salarios magros y placeres prohibidos.
Casi una burla son para ellos sus parientes exiliados en los Estados Unidos o, después de casi medio siglo de monotonía, sus hijos y sus nietos. Cada vez que visitan la isla con las 20.000 visas anuales que concede el gobierno norteamericano gozan de todos los privilegios, como si fueran extranjeros. Lo son, en realidad, aunque sigan ligados a sus familias. No pocos cubanos dependen de las remesas para subsistir.
Apenas triunfó la revolución con la anuencia y la simpatía de la comunidad internacional por la osadía de esos barbudos en derrocar a la dictadura de Fulgencio Batista, la primera generación de exiliados cubanos sentó las bases de la oposición radical, damnificada de los atropellos, las expropiaciones, las nacionalizaciones y la reforma agraria dictadas por Fidel. Esa camada, seguida de otras, convalidó las frustradas invasiones a Cuba que organizaron la Legión Anticomunista del Caribe, apadrinada por el dictador dominicano Rafael Trujillo, y la CIA, asesorada por ex laderos de Batista.
Cometieron un grave error, sobre todo por haber creído que, a raíz de la crisis con la Unión Soviética por la instalación en la isla de misiles con capacidad nuclear, John F. Kennedy iba a enviar a sus muchachos para desalojar a la incipiente dictadura. Le impuso como represalia el bloqueo comercial, condenado desde 1992 en las Naciones Unidas por injusto e inhumano. Condenado por la mayoría; ignorado por los Estados Unidos.
Del bloqueo se valió Fidel para imponer el principio de no intromisión, de modo de prevenirse de aquellos que cuestionan su falta de respeto a las libertades y los derechos humanos. Lo impuso hacia dentro y hacia fuera. Con tanto énfasis que no se le movió un pelo mientras los regímenes militares del Cono Sur secuestraban, torturaban y mataban a mansalva; en ese momento, las compras de granos de la Unión Soviética a la Argentina valían más que los desaparecidos. Por el derrocamiento y el suicidio de Salvador Allende tampoco cambió de actitud. Y no creyó conveniente, quizá por temor a ser el siguiente, el arresto en Londres de Pinochet, supuestamente en sus antípodas ideológicas.
Longevo como Pinochet y Stroessner, entre otros déspotas pretéritos, el gobernante más antiguo del planeta aún no terminó de redactar su testamento. Desde su desmayo en 2001, por el solazo bajo el cual había pronunciado un discurso, cada tropezón de Fidel, como aquel por el que se rompió la rótula izquierda y el brazo derecho en 2004, precipitó la crónica de su muerte anunciada. En 2005, la CIA supo que tenía Parkinson. Al año siguiente, después de haber visitado la casa del “Che” en Córdoba con su amigo Hugo Chávez, cayó. Y ya no se repuso, pero tampoco ascendió al purgatorio revolucionario.
En las vísperas, Fidel reveló algo que nunca había salido de su boca ni de su puño y letra: quiso mostrar que empieza a dejar de ser Cuba, pero Cuba, en su fuero íntimo, nunca dejará de ser él. Con su consentimiento, el diario Granma, órgano oficial del Partido Comunista, devaluó el título de su columna: de Reflexiones del Comandante en Jefe pasó a ser, como otras veces, Reflexiones del compañero Fidel.
En ella advirtió: “Tal vez mi voz se escuche”. Se jubiló, pero, más allá de la mera confirmación de su ocaso y del inminente final de una era, delató su último deseo: vigilar hasta su propio funeral.
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