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En el país de las dos vigilias, el pasado volvió a aflorar, y a dividir, por la deuda del general con la historia
Pinochet no era el dictador, sino el general. El general a secas. Del dictador no se hablaba en Chile. Había adquirido el mote fuera. Lo cual, a oídos de un chileno sorprendido en el exterior con la asociación libre entre su país y el caballero, como supo llamarlo Tony Blair, no resultaba grato ni simpático. Resultaba paradójico que el espejo de la modernización de la economía de América latina reflejara una imagen tan distorsionada y que coincidiera, a su vez, con gravísimas violaciones de los derechos humanos, primero, y con sospechas de corrupción, después.
El general no era Chile, pero Chile era del general. En 1999, mientras estaba detenido en las afueras de Londres, parecía omnipresente. Parecía, aclaro, porque, por creyente que fuere, carecía de mérito para atribuirse un don de Dios. Su rostro, severo, fisgoneaba desde los balcones, las paredes, los diarios y las revistas. Fisgoneaba desde todos los rincones, seguro, quizá, de que, como había prometido cuando asumió el primer presidente democrático después del régimen, Patricio Aylwin, ni una hoja iba a moverse sin su conocimiento y sin su consentimiento.
La democracia tenía un vigilante en el país de las dos vigilias; la vigilia por la extradición y la vigilia por el retorno. El general viajaba en taxi, iba de compras, supervisaba los cambios de guardia en los cuarteles, recorría los cafés con piernas (bares atendidos por muchachas de faldas cortas, tacos altos y escotes generosos), irrumpía en la televisión y ronroneaba en la radio. No estaba, pero era como si nunca se hubiera ido.
Tan presente parecía que cualquiera de los dos caminos que podía emprender, la ida a España o la vuelta a Chile, iba a ser un problema de soberanía, en el primer caso, o de justicia, en el segundo. En ese momento, el general se cotizaba en alza en las apuestas por la extradición o por el retorno. Y provocaba sentimientos encontrados, requerido por Francia, Suiza, Bélgica e Italia, y acusado en Chile, la Argentina, Alemania, Suecia, Austria y Noruega.
España necesitaba demostrarse a sí misma que era capaz de capturar a un general golpista. El suyo, el generalísimo, había muerto en el poder por razones biológicas, no por razones políticas. Toda una generación había adoptado a Pinochet como el detonante de la repulsa contra su pasado o, acaso, contra su impotencia. Era un sinónimo de maldad, recreada por chilenos y latinoamericanos en el exilio. La hacían propia los españoles.
No todos. Ese fue el problema. El problema por el cual el entonces presidente de España, José María Aznar, no consideró como un asunto interno la detención del general en Gran Bretaña. El problema por el cual Carlos Menem respaldó a su par chileno, Eduardo Frei, en contra de la extraterritorialidad de la justicia mientras la Argentina purgaba sus culpas por los muertos en Malvinas, sepultados en el olvido, con el hiriente apoyo de Pinochet a Margaret Thatcher durante la guerra, y por sus juicios a medias contra las juntas militares.
Las cosas por su nombre. En los malos ratos, liberada América latina del yugo de los regímenes militares, el general no dejaba de ser el mal necesario. Cuando no, el bien o la solución. La Audiencia Nacional de España, impulsora de la extradición finalmente denegada por las autoridades británicas, definía los golpes en Chile y en la Argentina como interrupciones temporales del orden constitucional. Temporales eran 17 años, en un caso, y siete, en el otro, durante los cuales era espeluznante la suma de muertos, desaparecidos y torturados.
En el ideario popular, el general, o su apellido, era el reflejo del modelo que había aplicado: libertad económica sin libertad política. Era un héroe, a los ojos de algunos: había salvado a su país del marxismo y había evitado una guerra.
Thatcher esperaba tomar el té con él, no verlo en cautiverio. Curiosamente, ella había sido la primera en condenar el fallido golpe perpetrado en España por Antonio Tejero, teniente coronel de la Guardia Civil, el 23 de febrero de 1981, en contra del nombramiento de Leopoldo Calvo Sotelo como presidente del gobierno en el Congreso de los Diputados.
En Chile, como en España, empero, un general se llevó al más allá sus deudas con la historia. Desde 1990, cuatro presidentes democráticos, pertenecientes a la coalición de socialistas y democristianos que responde al nombre de Concertación, sellaron algo así como un pacto de mesura y de equilibrio, o de conciliación, frente a los odios y los amores que despertaba el general.
General también era el padre de la presidenta Michelle Bachelet, torturado y asesinado durante la dictadura. Esa faceta, por la cual padeció la persecución, el exilio y la traición, marcó su carácter: creció en el seno de un clan militar, familiarizada con los códigos que debió aplicar mientras era la ministra de Defensa de su antecesor, Ricardo Lagos.
Le tocó vestirse de negro, esta vez, sin revelar que era de luto. Y le tocó presenciar el duelo entre dos nietos: el capitán Augusto Pinochet Molina y Francisco Cuadrado Prats. Uno hizo una apología del golpe de 1973 por la cual fue eyectado del Ejército; el otro saldó una cuenta pendiente con un salivazo contra el féretro de Pinochet por el asesinato de sus abuelos, el general Carlos Prats y su mujer, Sofía Cuthbert, perpetrado en Buenos Aires mientras vivían en el exilio.
¿Dejó el general una sociedad dividida? Dejó, más que todo, la semilla del enfrentamiento de unos contra otros, partidarios y opositores de una visión distinta del mismo cuadro. La derecha chilena, representada por Joaquín Lavín, se había apartado de su legado en 1999, poco después de que cayera preso. Nunca se replanteó, sin embargo, por qué hasta ese momento mantuvo su lealtad a un régimen que fomentó la apertura económica y violó los derechos humanos. ¿Eran compatibles? ¿Imprescindibles, tal vez, para aplicar el modelo y, después, ser el modelo?
La muerte del general, no invocado como dictador en Chile, precipitó la ira contenida. La liberó. Y liberó, también, el veneno contra el enemigo supuesto. ¿Lo era María José Ramudo, enviada de la televisión española para cubrir las exequias de Pinochet? La agredieron y la insultaron en las puertas de la Escuela Militar de Santiago ante la mirada impertérrita, o cómplice, de los carabineros?
Demasiado caro pagó el precio de tener la nacionalidad y el acento de aquellos que encontraron en el general el alivio pasajero de las heridas que les había infligido el generalísimo.
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