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La rara parábola de un golpe de Estado que ha terminado siendo un boomerang, fortaleciendo a un presidente resistido
Pensándolo bien, Hugo Chávez tuvo su 17 de octubre. No es Perón, aclaremos. Ni Allende, tampoco, por más que haya ido, derechito y cuesta abajo, hacia un 11 de septiembre. Un golpe de Estado. Como en Chile, en 1973. Que se veía venir en Venezuela, cual amenaza, desde la huelga general del 10 de diciembre. Y que iba a derivar, cuatro meses y un día después, en los arrebatos de un Pinochet. O, sin insignias militares, de un Pinochet light, como supieron llamar a Pedro Carmona durante su breve interinato en el Palacio de Miraflores. Menos de 40 horas en las cuales demostró que, como remedio, era peor que la enfermedad, disolviendo la Asamblea Nacional, suspendiendo la Corte Suprema, desatando una caza de brujas y arrogándose poderes hasta en la liga nacional de béisbol.
Rara parábola que, por primera vez desde el 2 de febrero de 1999, dejó a Chávez fuera de juego. O de fuego. Un rato, no más. Pero desnudó aquello que algunos pretendían y no se atrevían a decir: quitárselo del medio. En el exterior, por su amistad con Fidel Castro y con Saddam Hussein; en casa, por haber sofocado la democracia. No repararon, sin embargo, en que iban a lanzar un boomerang. Que, depuesta la efímera dictadura cívico-militar, dio en sus frentes, fortaleciendo a un presidente que se propone ser vitalicio.
Terminaron haciéndole un favor. En especial, los gobiernos de George W. Bush y de José María Aznar en momentos en que, con los reclamos en alza y la popularidad en baja, Chávez estaba acorralado ante una inminente rebelión civil. Había profanado el becerro sagrado, Petróleos de Venezuela (Pdvsa). La identidad nacional. La última, y más preciada, joya de la abuela. De una abuela, rica en sus entrañas, que vio salir oro por sus poros. A buen resguardo en Miami, no en Caracas. Correlato de la corrupción de los sucesivos gobiernos de la Acción Democrática y del Copei, según su discurso, destemplado.
Discurso con el que Chávez, de rasgos mestizos y mañas demagógicas, amasó su fortuna. Su fortuna política, removiendo con su Movimiento Quinta República (MVR) los cimientos, y la razón de ser, de los partidos políticos tradicionales. Huérfanos de representación, y de legitimidad, e incapaces de hacerse cargo de la situación. Caótica de por sí, con muertos y heridos, mientras un outsider (empresario) desplazaba a otro outsider (militar), apelando a la fórmula más trágica, torpe y despiadada de América latina: el golpe.
Lo notaron pocos. México, Brasil, Chile, Guatemala, la Argentina… Eduardo Duhalde, reunido en San José, Costa Rica, con sus pares del Grupo de Río, habló de golpe a secas, condenándolo, al igual que el embajador argentino ante la Organización de los Estados Americanos (OEA), Rodolfo Gil. Gestos que agradeció de inmediato el embajador venezolano en Buenos Aires, Edmundo González Urrutia, en vela, y en vilo, toda la noche por una aventura descabellada que, según dijo, era intolerable.
Por la vuelta de Chávez trastabillaron Aznar, al frente de la Unión Europea, y el presidente de Colombia, Andrés Pastrana, siempre celoso de la actitud complaciente de Chávez con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y con el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Ya habían dispensado créditos a Carmona, augurando una nueva era. Fugaz, en realidad. Enturbiada, asimismo, por presuntos contactos non sanctos entre la oposición venezolana, los militares rebeldes y la alta jerarquía norteamericana. Desmentidos por el Departamento de Estado, of course.
Carmona, investido súbitamente presidente, quiso arrasar con todo. Ignorante, quizá, de su debilidad como civil. Derogó, destituyó, desmanteló. De la República Bolivariana ni el nombre iba a quedar. Ni los sellos, si por él hubiera sido, gobernando por decreto. Era un Pinochet light, frenético en su afán de poner las cosas en su lugar.
Fracasó. Gracias, en parte, a los militares que convinieron, en cuestión de horas, que Chávez ya había salvado su pellejo, frente al descontento, y podía volver y ser millones. Volvió, pues, con tono conciliador, pero robustecido, tras el puente tendido por el vicepresidente Diosdado Cabello.
Tres presidentes en menos de 40 horas. Otro récord regional después de los cinco que desfilaron, en apenas dos semanas, en la Argentina. En ambos casos, con final abierto. Sin contacto alguno, no obstante ello, entre los círculos bolivarianos, o brigadas chavistas, capaces de amedrentar medios de comunicación y de ganarse odios entre empresarios y sindicalistas, y los círculos duhaldistas, menos comprometidos con una ideología determinada.
Señales que advirtió a comienzos de febrero el secretario ejecutivo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), Santiago Canton, también relator especial para la libertad de expresión de las Américas, y que, más allá de la desaprobación del golpe como instrumento, quedó en claro en la asamblea de cancilleres de la Organización de los Estados Americanos (OEA). En ella, con la Carta Democrática como valuarte, el embajador Gil trazó una raya entre una democracia declamativa, sustentada en elecciones periódicas, y una democracia participativa, sustentada en el ejercicio de las libertades. A contrapelo, todo ello, del canciller venezolano, Luis Dávila, plantado en sus trece: la crisis venezolana será resuelta por los venezolanos.
¿Seguro? Los venezolanos no están divididos por generación espontánea, sino por Chávez. Que, con promesas cuasi peronistas, supo capitalizar el voto de la mayoría. De los pobres, en realidad. Ocho de cada diez, digamos. Muchos de los cuales no creían en 1992, mientras intentaba derrocar a un gobierno tan constitucional como el suyo, que iba a ser presidente en democracia y, a la vez, víctima de su propia medicina.
El sistema en sí, con la alternancia de adecos y copeyanos en el gobierno, ya estaba agotado. Y antes, como ahora, las fuerzas armadas acusaban divisiones. Profundas. Sometidas, muchas veces, a manipulaciones. Enfrentadas, en definitiva, a un dilema de hierro: Chávez, surgido de sus filas, no ha cumplido con sus promesas de liquidar la corrupción y de diversificar la economía. Ni ha dejado de caer en la tentación de ubicar amigos en compañías estatales, como Pdvsa, procurando acallar con discursos de larga duración, como Castro, la labor de la prensa independiente. Situación que tampoco pasó por alto la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), presidida por Robert Cox.
Es su estilo de confrontación. Menguado, al parecer, desde la vuelta al poder. Descafeinado, tal vez, por las circunstancias, llamando a la comprensión y al diálogo después de haber interferido con sus gestos ampulosos y su vozarrón modulado hasta en capítulos cruciales de la telenovela colombiana Betty la fea.
La incompetencia cunde en América latina. Con índices de desempleo y de criminalidad en aumento. Parejos con la corrupción de los gobiernos y el descrédito de los políticos. En coincidencia con la indiferencia de Bush en situaciones tan graves como un golpe militar o una crisis económica.
Pensándolo bien, Chávez se ha salido con la suya. Víctima, como Perón de la oligarquía y Castro del embargo, de una oposición no política que destruyó en un santiamén toda la legalidad en existencia. ¿Quién me ha robado el mes de abril? Pinochet light, en el gobierno; la incertidumbre, en el poder. Y él, un rato a la sombra, salvado de terminar como Allende.
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