Triste, solitario y final




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Pocas veces, un país tan poderoso, asociado con otro también poderoso, invirtió tanto en una guerra y obtuvo tan poco 

En broma, el cómico norteamericano Jay Leno atribuye a CNN una información sobre la presunta intención de George W. Bush de dividir a Irak en tres partes, regular (normal), premium (súper) y unleaded (sin plomo), de modo de terminar con la guerra. En serio, la consultora IHS, también norteamericana, concluye que circula por las entrañas de ese país el doble de la cantidad de petróleo que imaginaba la coalición  cuando decidió buscar armas de destrucción masiva debajo de la cama de Saddam Hussein y, de casualidad, encontró manchones negros.

En broma y en serio a la vez, si los norteamericanos deben renunciar a  su adicción al petróleo, como predicó Bush en su discurso del Estado de la Unión, ¿de qué vale conquistar un país que, de confirmarse las estimaciones de IHS, desplazaría a su vecino Irán de la segunda posición entre los mayores reservorios de crudo del planeta después de Arabia Saudita? No tendría sentido.

Irak trocó de Estado autoritario en país anárquico desde la caída de Saddam. Pasó de un extremo al otro sin escalas. Desde la invasión, lejos estuvo de paladear una sola pizca de democracia y de libertad, cercado en forma constante, y sonante, por el enfrentamiento entre chiítas y  sunnitas y, por si fuera poco, por su propia versión de Al-Qaeda, liderada por el difunto terrorista jordano Abú Musab al-Zarqawi. Hubo elecciones. Hubo, también, suspicacias sobre ellas, aparentemente manipuladas para garantizar el plan de seguridad que estrenaron norteamericanos e iraquíes el 14 de febrero.

En la zona verde, la más protegida de Bagdad, el secretario general de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon, sufrió el susto de su vida mientras ofrecía una conferencia de prensa en compañía del primer ministro de Irak, Nuri Kamal al-Maliki. Un proyectil que cayó cerca de ellos conmovió los cimientos del edificio del gobierno. Poco después, un terrorista suicida dejó en evidencia las fallas de la seguridad en el parlamento. En ambos atentados, así como en otros que depararon cifras astronómicas de muertos, el mensaje pareció ser el mismo: yanquis, go home (vayan a casa), que estamos librando una guerra civil.

Están librando una guerra civil, pero Bush se rehúsa a admitirlo. ¿Por qué? Porque sería peor que darse por vencido después de haberse precipitado en proclamar la victoria. Es una guerra preventiva. O, depuesto y ejecutado Saddam, es la secuela de una guerra preventiva. Si el gobierno norteamericano concluyera que en Irak está librándose una guerra civil, la opinión pública no vacilaría en preguntarse, a coro con la oposición demócrata, qué diablos están haciendo  allí los suyos.

Bush quiso diferenciarse de Bill Clinton en eso de meter las narices en asuntos que no conciernen al interés nacional norteamericano. En Medio Oriente dejó que todo fluyera según las circunstancias. Israel, poco  crítico de sus políticas, debió librar dos guerras en forma simultánea contra Hezbollah, en el Líbano, y contra Hamas, en Palestina. Y no salió bien parado. Ni bien parado ni bien amortizado.

Poco a poco, el mejor vendedor de la guerra contra Irak, Tony Blair, tomó distancia. El secuestro y la liberación de los 15 marinos capturados por Irán influyeron en su proceder, así como la aceptación de algunos de sus errores. Después del daño causado en Irak, el retiro unilateral de las tropas, como sucedió con otros gobiernos enrolados en la coalición, hubiera sido una irresponsabilidad. Rompimos todo; paga la casa.

Una guerra convencional termina con la capitulación del enemigo. Una guerra civil demora más en terminar, pero termina. Una guerra antiterrorista nunca termina. Terminada la guerra en Irak, con componentes de todas las guerras, ¿termina la guerra, en realidad?

Un gobierno chiíta, exponente de la mayoría de la población, no asegura la paz; un gobierno sunnita, nostálgico del predominio durante el régimen de Saddam, no asegura la paz. Y un gobierno compartido, con representación kurda inclusive, tampoco asegura la paz. La guerra en sí, iniciada en 2003, exaltó el nacionalismo y la insurgencia, ensalzados por sunnitas convertidos al credo de Al-Qaeda contra milicias chiítas y tropas iraquíes.

La guerra a secas, si esa fuera su definición, equipararía a las tropas con sus enemigos, volcados al terrorismo.  Los demócratas no discrepan con Bush en la necesidad de combatirlos, sino en los métodos. Tienen la convicción de haberlo hecho mejor y, en el futuro, de hacerlo mejor. En cualquiera de sus concepciones, la guerra a secas, o la guerra contra el terror que entabló Blair, tuvo un efecto no deseado: envalentonó a los terroristas, capaces de tomar represalias contra Londres en Londres y contra Madrid en Madrid. En Madrid, y en Londres, y en Bagdad, y en otras capitales.

En ellas, Al-Qaeda, o sus filiales, crearon un estado de guerra latente por el cual se reforzó la seguridad y, como correlato de ello, se restringió la libertad. La guerra a secas que el ejército más poderoso del planeta pudo haber ganado en un santiamén derivó en la guerra civil que ningún ejército puede ganar. En la historia de los conflictos internacionales, pocas veces un país tan poderoso invirtió tanto en una guerra y obtuvo tan poco.

En broma, la Operation Iraqi Freedom (operación para la libertad iraquí) iba a llamarse Operation Iraqi Liberation (operación para la liberación iraquí), pero, según Leno,  advirtieron que las siglas serían OIL(petróleo). En serio, si Irak no fuera Irak, o aquello en lo que se convirtió, podría duplicar su producción diaria de crudo, de menos de dos millones de barriles, en cinco años. Pasaría a ser el quinto productor mundial. De sus 78 yacimientos, sólo 25 están en actividad.

Con la guerra, traducida en guerra civil, coincidieron otras guerras: una contra la proliferación nuclear, burlada por Irán y, hasta que negoció su salida del club, por Corea del Norte; otra contra el genocidio y las limpiezas étnicas, burlada en Darfur; otra contra la violación de los derechos humanos, burlada en Abu Ghraib y en Guantánamo, y otra contra los desastes naturales, burlada por sunamis, katrinas, terremotos y demás tragedias.

Si todo empezó con los atentados del 11 de septiembre de 2001, cual agresión despiadada contra los Estados Unidos después del intento de voladura del World Trade Center en 1993 y de los ataques contra las embajadas norteamericanas en Kenya y en Tanzania en 1998, la guerra contra el régimen talibán encontró su justificativo.

El reto, sin embargo, no era extender la guerra hacia otras latitudes sin autoridad legal ni legitimidad internacional, sino probar en una tierra tan inhóspita como Afganistán que era posible hacer germinar con paciencia las semillas de la democracia y de la libertad. Por el apuro en ir contra Saddam y sus armas de destrucción masiva, la tarea quedó inconclusa. Y, como una grieta que no se sella a tiempo, comenzaron a debilitarse  los cimientos, nunca consolidados, de una estructura que tenía objetivos más nobles que ir por el petróleo.

Osama ben Laden no salió de su cueva. Vio, de pronto, que las tropas marchaban en otra dirección. No hacia él, sino hacia Saddam. Un tirano peligroso que fanfarroneaba con la posibilidad usar las armas de destrucción masiva y que, con pulso de jugador de póquer, mantenía intactas sus cartas hasta que llegara su turno. De Bush recibió una advertencia casi ingenua: que no osara estrenarlas contra sus tropas ni incendiar los pozos de petróleo. ¿Lo decía en broma? Lo decía en serio. Serio, triste, solitario y final.



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