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Abrigaban pocas expectativas. ¿Qué nuevas podría aportarles a ellos, sabelotodos de Wall Street, un gobernador sureño (símil de riojano en la Argentina), joven y vitalicio a la vez, que pretendía llegar a la Casa Blanca? Ni Robert Rubin, cabeza de Goldman Sachs, parecía convencido, pero había dicho que sí, que iría, y ahí estaba, en un salón de Nueva York, estrechando por primera vez la mano inútil de Bill Clinton, zurdo.
Era junio de 1991, vivo aún el fantasma de la Guerra Fría a pesar de la caída del Muro de Berlín, dos años antes, tiempos del ascenso al poder, en Moscú, del presidente que iba a coronar el fin del comunismo, Boris Yeltsin. Todo aquello que sucediera, y suceda, en Rusia, todavía Unión Soviética, el segundo nido nuclear del planeta, formaba, y forma, parte del interés nacional, y económico, de los Estados Unidos.
Los dos hombres se miraron con frialdad, pendiente uno, Rubin, del otro, Clinton, mientras los banqueros, demócratas en su mayoría, defraudados por Jimmy Carter en su mayoría, hartos de George Bush en su mayoría, consideraban que era hora de que el partido se despojara de sus viejas anteojeras económicas.
Clinton, dicen, prestó atención a las demandas, expresadas en preguntas sobre situaciones concretas, y abrazó desde esa noche la causa de la libre circulación de capitales y de mercaderías por el mundo, de modo de favorecer a las compañías norteamericanas en aras del interés nacional.
James Cheek, el primer y, hasta ahora, el único embajador de su administración en Buenos Aires, no hizo más que poner en blanco sobre negro esa tendencia no bien bajó del avión: se llamó a sí mismo lobbista, mala palabra fuera de Washington.
El nuevo esquema, en el cual Clinton y Rubin comenzaron a trabajar codo a codo, fomentó la liberalización financiera, franqueando, fuera de los Estados Unidos, el ingreso de capitales extranjeros (dólares, en especial) y el egreso del propio. Pero algunos países, como Rusia, un Estado vulnerable que aún no puede proveer seguridad ni recaudar impuestos, no repararon en que sus sistemas bancarios y legales no estaban preparados para la embestida, y terminaron en crisis.
Quiso el destino que la comezón del séptimo año se dé en el octavo, en coincidencia ingrata con la guerra contra Slobodan Milosevic, más cercano a Moscú que a Washington, y con el súbito retorno al lenguaje procaz de la Guerra Fría por el misil errático de la OTAN que acertó por error en la embajada china, también más cercana a Moscú que a Washington.
Quiso el destino que el mismo día en que Clinton aceptaba por fin la prometida renuncia de Rubin como secretario del Tesoro, el miércoles, con los laureles de ver en gradual retirada la crisis financiera mundial y de haber superado el juicio político por el escándalo Lewinsky gracias a la bonanza doméstica, Yeltsin, al borde de ser sometido al mismo proceso por asuntos más serios que una aventura amorosa y su correlato de mentiras, apelaba a la rutina de despedir a su tercer primer ministro en un año, Yevgueni Primakov, echando más leña al fuego político de Rusia.
Quiso el destino, también, que Yeltsin, acusado por la Duma (Cámara de Diputados) de haber provocado el colapso soviético en 1991, de haber disuelto el Parlamento en 1993, de haber hecho la desastrosa guerra contra Chechenia (1994-1996), de haber tomado medidas económicas tildadas de genocidas y de haber arruinado al ejército, haya aducido razones económicas, no políticas, para deshacerse de Primakov, buenas y vitales sus relaciones con la mayoría comunista de la Duma.
Usó un arma de disuasión, tan frágil como su salud y su popularidad, en momentos en que, de las puertas para afuera, Rusia, amenazada por el desgobierno y la crisis institucional, desempeña el doble papel de protagonista, en la crisis de Kosovo, como mediador, y de espectador, en su caos interno, frente a las demandas de los organismos de crédito, en coma el acuerdo con el Fondo Monetario.
En los Estados Unidos, Rubin se va porque quiere: en la actividad privada, antes de 1995, cuando asumió en el Tesoro, ganaba 26 millones de dólares por año. Quedará en su lugar, desde el 4 de julio, Día de la Independencia, su segundo, Larry Summers, de formación más académica que bursátil. Es una salida ordenada.
En Rusia, Primakov se va porque Yeltsin quiere: con él, a pesar de haber suspendido el pago de la deuda y devaluado el rublo en medio de la abrupta caída bursátil de 1998 (un 84 por ciento en dólares), recuperó la calma gracias a sus contactos con la Duma. Le hacía sombra, en realidad, algo intolerable para alguien que, con plazo fijo hasta mediados del 2000, se muestra tan celoso del poder que aglutina. Quedará en su lugar Serguei Stepashin, ministro del Interior, un halcón vocacional del Servicio Federal de Seguridad que, graduado de bombero en la era soviética, supo conjurar contra el líder checheno, Dzhojar Dudáyev, y que sería capaz ahora de usar la fuerza en defensa del presidente. Es una salida desordenada.
Su designación, sin embargo, depende de los congresistas que responden a Primakov. El propósito de Yeltsin, confiado en que el juicio político no interrumpirá su mandato (más por los plazos que por los cargos), podría ser disolver la Duma, de modo de anticipar las elecciones pactadas para diciembre en caso de que sea rechazado en tres ocasiones consecutivas.
Es una ruleta rusa, dinamita pura, justo un mes después de que el Kremlin renovó sus bríos con las armas nucleares. El quid no es Rusia, sino Yeltsin. Pero, tratándose del país del que se trata, influye en forma decisiva en el eje Este-Oeste, con China pasando facturas por Kosovo, como si los coletazos de la Guerra Fría, al borde de otra versión de La Guerra de las Galaxias (Star Wars), fueran apenas recuerdos del futuro.
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