El último baluarte de la política




Mujica: “Nunca se es demasiado viejo para aprender”
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En tiempos de polarización y autocracias murió el último baluarte de la política frente a la antipolítica. Murió José Mujica, alias Pepe, presidente de Uruguay entre 2010 y 2015. Tenía 89 años. Había sido diagnosticado a finales de abril de 2024 con un cáncer en el esófago y desde entonces fue hospitalizado varias veces debido al impacto del tratamiento. Su gobierno se destacó por una agenda social que incluyó el respaldo al matrimonio entre personas del mismo sexo, la legalización del aborto y la creación del primer mercado nacional para la marihuana legal.

En 2020, el año de la pandemia, Mujica y el expresidente Julio María Sanguinetti, su enemigo íntimo,  renunciaron a sus bancas en el Senado. Sellaron con un emotivo abrazo sus ciclos políticos. Un ejemplo de tolerancia y respeto que trascendió fronteras.

Este es el capítulo titulado La imaginación al poder de mi libro El Poder en el Bolsillo:

Ese sábado de marzo de 2007, Mujica vacila un instante. De pie, frente a él, en la estancia presidencial de Anchorena, George W. Bush farfulla en penoso castellano mientras le extiende la mano: “Le agradezco mucho que esté aquí. Yo sé que usted tiene una larga historia de luchador social”. El entonces ministro de Ganadería de Uruguay le retribuye el saludo. Después, mientras camina a solas con el invitado del presidente Tabaré Vázquez, hasta se permite rebatirle en broma que no tiene “historia”, sino “historieta”. Y se marcha a la chacra de Rincón del Cerro, cerca de Montevideo, donde vive. Termina el día en el tractor, trabajando y pensando. Pensando mucho.

En la otra orilla del Río de la Plata, Hugo Chávez celebra la cercanía de Bush con un caluroso grito de “gringo, go home!” y, cual resaca del discurso que ha pronunciado en la ONU, grita: “Ya no huele a azufre, sino a cadáver”. No está el presidente Néstor Kirchner en el estadio de Ferrocarril Oeste, cedido para la ocasión. El viaje de su par venezolano a Buenos Aires es una “coincidencia”. Lo aprovecha “para decirle no a la presencia del jefe imperial”.

El anfitrión, ausente con aviso, no puede mirar al costado. Le ha facilitado el escenario en momentos de tensión bilateral con Uruguay por el conflicto de las plantas de procesamiento de pasta de celulosa –materia prima del papel–. Rubrica, de ese modo, el repudio contra Bush, y tira por elevación contra Tabaré Vázquez.

En Montevideo, una pancarta anuncia: Osama is in Gualeguaychú. Es una forma ocurrente de alentar a Bush a bombardear el foco del diferendo, sometido al tribunal internacional de La Haya. La munición de Chávez da en el entrecejo de Tabaré Vázquez, aunque haya apuntado contra su invitado, y zumba en los oídos del presidente de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva, el primero en recibir al presidente de Estados Unidos durante su gira por la región.

Mujica cavila entre honrar la utopía pretérita resucitada por Chávez o acompañar a su presidente, picado por el ministro de Economía, Danilo Astori, en las antípodas de su pensamiento, en el plan de firmar un tratado de libre comercio con Estados Unidos y desentenderse del deslucido Mercosur. “Yo tenía que cumplir con una función que no me resultaba cómoda, pero más incómodo me habría sentido si dejaba solo a Tabaré”, concluye Mujica. ¿Es obediente a su presidente o fiel a sus principios? Discrepa con Bush, el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) y todo aquello que tenga barras y estrellas.

“Muy trajeado, caminando junto a Danilo como si fuéramos Obama y Putin discutiendo cómo salvar al mundo”

Dos años después, tras imponerse a Astori en las internas del Frente Amplio e incorporarlo a la fórmula presidencial, Mujica resuelve esa disyuntiva con su propio tiro por elevación: poco antes de asumir como presidente estrena, a sus 74 años, el primer traje que compra en su vida en una reunión con Lula en Brasilia. “¡Quién te ha visto y quién te ve, Pepe!”, escribe, o piensa en voz alta en su blog, otra rareza en él. “Muy trajeado, caminando junto a Danilo como si fuéramos Obama y Putin discutiendo cómo salvar al mundo”.

Ha sido tupamaro; ha estado preso. No tiene pasado, sino prontuario. Es tan antiimperialista como Lula, promotor del Foro de San Pablo. Ni él ni Lula han cambiado; han evolucionado. Ni él ni su rival en las elecciones presidenciales de 2009, el candidato por el Partido Nacional, Luis Lacalle, presidente entre 1990 y 1995, disienten sobre cuestiones de fondo con la línea trazada en esos años por Tabaré Vázquez. De ganar cualquiera de los dos, el cambio no promete revoluciones ni involuciones.

El modelo de Mujica es Lula y, en cierto modo, responde al decálogo del Partido de los Trabajadores (PT), hecho, como su traje, a la medida de un temperamental como el presidente brasileño antes de ser reelegido en 2006. Le recomienda el PT a Lula no exponerse a situaciones de riesgo; no ir a regiones del país que expresen divergencias con el gobierno central; evitar las entrevistas periodísticas; aceptar las requisitorias de los medios de comunicación solo por temas concretos; exaltar los aspectos positivos de su gestión en lugar de comentar los negativos; no participar de debates públicos; explotar su imagen como presidente, no como candidato; alejarse de la financiación electoral en resguardo de eventuales escándalos de corrupción, y enfriar la campaña ante las críticas de la oposición.

En la campaña, Mujica procura corregir sus propios errores. Es un peligro frente al micrófono: “Nunca se es demasiado viejo para aprender”, admite tras el impacto negativo de reflexiones volcadas en el libro Pepe Coloquios, del periodista Alfredo García, sobre Argentina, donde “la institucionalidad no vale un carajo” porque “no llegó al nivel de democracia representativa”; los Kirchner, que “son de izquierda, pero una izquierda que, ¡mamma mia!, una patota”; los radicales, “muy buenos tipos, pero nabos”, y los ruralistas, “unos burros”, entre otros.

En la presidencia, impredecible, es capaz de trasladarse con sus ministros a un restaurante cercano a la Plaza Independencia, en el centro de Montevideo, para desayunar o comer un bife con puré. “En estos días estoy tomando dos cursos acelerados: el primero es para aprender a callarme la boca un poco más. El otro es para aprender a no ser tan nabo”.

Sus reflexiones son tildadas de “estupideces” por Tabaré Vázquez, pero, a su vez, reflejan la honestidad de Mujica, a veces excesiva. Van más allá de la ideología, superada por los ideales. Y van más allá de las diferencias generacionales: él y Lacalle pueden estar en las antípodas, pero responden, con perfiles distintos, a las expectativas de un pueblo que, como deja escrito Mario Benedetti, vota para “defender la alegría” como una trinchera, un principio, una bandera, un destino, una certeza y un derecho, “defenderla del escándalo y la rutina”.

“Antes queríamos cambiar el mundo; ahora queremos cambiar las veredas”

En la rutina no cae Julio María Sanguinetti, presidente de Uruguay desde 1985 hasta 1990, y desde 1995 hasta 2000. Desde el 1 de marzo de ese año, cuando entrega la banda presidencial a otro colorado, Jorge Batlle, no deja de estar en el candelero. Es senador ahora: “Padecemos electoralitis y modelitis”, diagnostica sin ser médico. “En algunos países de América Latina existe la democracia, pero aún no existe el demócrata. Estamos viviendo la miseria de nuestra propia gloria. En Uruguay, la resistencia al cambio es la nostalgia de una sociedad satisfecha”.

–Como la Argentina de comienzos del siglo XX.

–La gente ubica simbólicamente a 1950 como nuestro apogeo. El año del fútbol uruguayo campeón del mundo: le ganamos a Brasil en el Maracaná. El país crecía. Fue la primera gran construcción social y democrática de un Estado de bienestar en América Latina. Se desarrollaba vigorosamente la industria. Les compramos a los ingleses los ferrocarriles, los tranvías y la compañía de agua corriente. Privatizar empresas de servicios públicos en Uruguay, a diferencia de Argentina o España, es muy difícil, porque han tenido relativa ineficiencia y gran eficacia en su labor. Entonces, la gente las quiere.

–Pero no abundan los vendedores de ilusiones, quizá porque no queda mucho para repartir.

–Igualmente, se instala la mitología simbólica de que algo hay para repartir. Cuando uno ya fue gobierno dos veces y ha hecho política medio siglo no va a inventar un catecismo nuevo. Lo que hace es adaptar los viejos principios a las nuevas situaciones. No tiene necesidad de definirse de nuevo. Ya tomó los hábitos. La gente sabe que va a poner su empeño en un conjunto de políticas sociales a las cuales ha servido durante toda su vida. Los modos de hacer esto van cambiando con los tiempos. Y allí está el nudo de América Latina: en asumir que el concepto de riqueza ha cambiado.

–¿Cambian los modelos, también?

–Cada diez años inventamos un traje a medida y nos parece que, poniéndole dos botones en lugar de tres en la chaqueta, hemos construido un modelo. Y no es así.

–A propósito del traje, ¿qué llevaba en los bolsillos cuando era presidente?

–Papeles que me daba la gente. Pedidos, más que todo. Y nada más, creo.

–¿Amuletos?

–Ninguno. No soy fetichista. Ni cábalas tengo. La única religión en la que creo es Peñarol.

–Su cumpleaños es el 6 de enero, Día de Reyes. ¿Qué suele pedirles?

–Siempre les pido lo mismo: preservar la libertad, mantener la paz y más trabajo.

Un policía le pregunta: “¿Va a demorar mucho, don?”. Es por la moto, estacionada en los espacios reservados para los legisladores. Su respuesta: “Si no me echan, cinco años”

En 2004, antes de la primera victoria de la izquierda en elecciones presidenciales, Astori usa una frase memorable: “Queríamos cambiar el mundo y el mundo nos cambió a nosotros”. Cinco años después, Mujica concluye al día siguiente de su triunfo en una entrevista radial con Víctor Hugo Morales, Daniel López y un servidor: “Antes queríamos cambiar el mundo; ahora queremos cambiar las veredas”. Es la imaginación al poder. El pragmatismo prende más que la ideología. Y el pasado, tozudo, se empeña en volver con el recuerdo de su militancia en las filas de los tupamaros, y sus cuatro estancias en prisión y sus dos fugas. Lo liberan en marzo de 1985. Funda entonces el Movimiento de Participación Popular, apéndice del Frente Amplio.

Desde el 1 de marzo de 2010, Mujica y su mujer podían vivir en la residencia presidencial de Montevideo. Prefieren quedarse en la modesta chacra de Rincón del Cerro, al oeste de Montevideo, donde cultivan flores y hortalizas. Esa decisión, en plan de austeridad, contrasta con revelaciones de insólitos enriquecimientos en la orilla de enfrente que no incumben solo al matrimonio gobernante de Argentina, cuyo patrimonio se ha incrementado en forma excesiva desde 2003, sino, también, a algunos de sus laderos. Entre 2008 y 2009, ha aumentado más de un 11 por ciento el patrimonio millonario de los Kirchner, según la declaración jurada que han presentado ante la Oficina Anticorrupción (OA). Es sumamente delicado ejercer cargos públicos y, al mismo tiempo, amasar fortunas.

En 1995, Mujica es el primer extupamaro que ingresa en la Cámara de Diputados. Al arribar al Palacio Legislativo en una moto Vespa, vestido informalmente como siempre, un policía le pregunta: “¿Va a demorar mucho, don?”. Es por la moto, estacionada en los espacios reservados para los legisladores. Su respuesta: “Si no me echan, cinco años”.

Cinco años después, Mujica sorprende a todo el mundo con su primera declaración patrimonial como presidente ante la Junta de Transparencia y Ética Pública de Uruguay: su único bien es un automóvil Volkswagen Sedán, conocido como Escarabajo o Fusca, modelo 1987, valuado en 1.920 dólares. No tiene cuentas o deudas bancarias, ni inmuebles, ni animales. De su ingreso mensual, 11.780 dólares, dona una parte a un plan de viviendas público y otra a su fracción política. Su esposa, la senadora Lucía Topolansky, también extupamara, gana 4.425 dólares por mes; es la propietaria de la chacra.

El vicepresidente Astori percibe un salario mensual de 9.300 dólares, tiene depósitos por 28.780, una casa valuada en poco más de 200.000 y un auto de 17.435 dólares. “Los tiempos del llamado pensamiento único y de la adjetivación fácil ya pasaron…, ya fueron”, se explaya Tabaré Vázquez, primer presidente en 174 años de historia uruguaya que no responde al tradicional bipartidismo entre blancos y colorados y cuyo patrimonio, al concluir su mandato, de unos 669.000 dólares, no se ha incrementado gracias a la función pública. Antes ha sido el primer intendente de centro izquierda de Montevideo, donde nació el 17 de enero de 1940, en el barrio La Teja. Gana, tras los intentos fallidos de 1994 y 1999, las elecciones de 2004.

Es hijo de un obrero de la Administración Nacional de Combustibles, Alcohol y Pórtland (Ancap); lo ve morir de cáncer, al igual que a su madre y su hermana. De ahí su profesión, médico, y su especialidad, oncología. Es de hablar pausado y, si de la otra orilla se trata, procura no entrar en polémicas tan vanas como la nacionalidad de Carlos Gardel. Proclama, evasivo: “Más allá del lugar donde nació, es uno de los tantos lazos que unen a argentinos y uruguayos. Y ahora, por favor, no me pregunte sobre fútbol”. Desde luego.

Jorge Elías



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