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Era de los pocos presidentes con billetera. Una de cuero negro, regalo de su segunda esposa, Marisabel. En la billetera, me enseñó, llevaba dinero, el documento de identidad y el carné de teniente coronel. También llevaba las fotos de sus hijos: Rosa Virginia, María Gabriela y Hugo Rafael, los tres que había tenido con su primera esposa, Nancy Colmenares, y Rosinés (derivado de Rosa Inés, el nombre de su abuela paterna), la única que había tenido con Marisabel. “A veces me detengo a tomarme algo, no les gusta cobrarme y sufro”, me dijo. Cuando salía, tomaba un pan dulce con un refresco o una taza de café.
En aquella primera entrevista en el despacho principal del Palacio de Miraflores (sede del gobierno de Venezuela), en 1999, Hugo Chávez me dejó de piedra cuando le pregunté, como a otros presidentes, qué llevaba en los bolsillos. No sólo me mostró la billetera, coronada con la foto de Marisabel, rubia de ojos claros, rostro Revlon y porte Barbie de la cual iba a divorciarse en malos términos en 2002, sino, también, dos pañuelos blancos a falta de uno. Los sacó de los bolsillos traseros del pantalón. “Lo aprendí cuando era cadete”, me explicó como quien revela su secreto mejor guardado. “Uno es para la dama”.
Era un seductor que, más allá de ser presidente durante 14 años, no había consumado el sueño de ser lanzador zurdo de las Grandes Ligas de beisbol. Entre su primer y segundo matrimonios, convivió durante nueve años con Herma Marksman, historiadora divorciada, y sus dos hijos; la “desarmó” con un ramo de flores, según ella, cinco meses después de conocerla. Rareza al fin, Chávez tampoco olvidaba su peine: “Mi cabello es rebelde”, procuró aclararme con un dejo de ironía, pasándoselo por el pelo rizado. Íbamos por el segundo café; no bajaba de 30 tazas diarias. Dormía poco, según me confesó: entre tres y cuatro horas.
De otro bolsillo, recuerdo, sacó otra sorpresa: un diminuto libro de citas de Jorge Eliécer Gaitán, líder del ala populista del Partido Liberal de Colombia que fue asesinado el 9 de abril de 1948. Lo llevaba en el bolsillo derecho del pantalón: “Todo está trenzado en el ritmo de la unidad, nada es una fracción, todo es parte de todo, lo que cada uno hace tiene relación con lo que otro hizo o con lo que otro va a hacer”, leyó en voz alta, como si fuera un sermón. Consigo siempre llevaba, también, un crucifijo que aferraba para rezar el Padre Nuestro.
“Decía Gramcsi que lo que tiene que nacer no va a terminar de nacer hasta que no esté muerto lo que tiene que morir”, reflexionó mientras, frente a un pocillo de café, se palpó el pecho y notó que se había quedado sin cigarrillos. “La crisis no termina hasta que muera lo que tiene que morir y nazca lo que tiene que nacer”, continuó.
Le convidé un Marlboro. Sabía que no era su marca favorita, Belmont, pero a esa hora, solos en su despacho, no tenía opción. Dejé la cajetilla y el encendedor sobre la mesa, junto a un cenicero todavía vacío. Me había citado a las diez de la noche. Durante una hora y media, matizada con dos rondas de café, señalaba en varias ocasiones el retrato de “ese señor”, Simón Bolívar, erguido en una pintura que dominaba una de las paredes. De tanto en tanto, el edecán presidencial, un capitán del Ejército que prefería ser llamado licenciado, entraba y salía sin llamar a la puerta, silencioso.
“Los hombres no hacemos historia”, se atajó Chávez. “Es una concepción muy bolivariana. No estoy juntando poder, poder y poder. El poder estuvo concentrado. Aquí arriba (apuntó con el pulgar hacia el techo) construyeron una suite para la amante del presidente Carlos Andrés Pérez. En La Casona (la residencia oficial) vivía la esposa. El proceso venezolano fue una cultura de dos partidos que, en el fondo, era una sociedad cómplice. Ahora comenzó la desconcentración del poder”.
–¿Le preocupa ser llamado nacionalista y populista? –le pregunté.
–Soy nacionalista, no chauvinista. Soy un nacionalista bolivariano. Bolívar, al igual que San Martín, decía que la patria para nosotros es América. Soy nacionalista en función de los valores de la nación. Para mí, la nación no es Venezuela. La Argentina es la misma nación. Colombia es la misma nación. Los nacionalismos, en tanto no sean negadores y perversos, son sanos en el mundo globalizado de hoy para mantener nuestras fuerzas internas, nuestras tradiciones, y no ser absorbidos por la aldea global. Populismo, en cambio, es cuando alguien, en nombre del pueblo y hablando por el pueblo, le clava la daga al pueblo, como hizo la Acción Democrática. Es una degeneración de la democracia.
–Disculpe, ¿usted es de izquierda o de derecha?
–Soy de los dos. Creo que hubo un muro ideológico y que se derribó. Hablamos aquí, en Venezuela, de Bolívar, Simón Rodríguez y Ezequiel Zamora. Reivindicamos nuestra propia esencia en lugar de importar modelos.
Esa noche, Chávez no llevaba uniforme verde ni boina roja, sino un traje de color blanco tiza, una camisa celeste y una corbata azul a rayas. El vestuario, me enteré después, era provisto por una firma italiana de Nueva York. Solía escoger ropa azul, pero usaba mucho el verde por su pasado militar y, por cuestiones proselitistas, se inclinaba por el rojo en los actos públicos para apuntalar el signo de identidad del socialismo del siglo XXI.
Salí del despacho a la medianoche con la satisfacción del deber cumplido. Me esperaba la caótica Caracas. Sobre la mesa había dejado los cigarrillos y el encendedor. Detrás de mí corrió el edecán que prefería ser llamado licenciado. Los trajo extendiendo la mano, agitado. Debía devolvérmelos, me dijo. “Puede quedárselos”, concedí. Inútil. Era una “orden suprema de mi comandante”, versión moderna o pretendida reencarnación de “ese señor”, Bolívar, que, erguido, dominaba algo más que una pared.
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