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Cada día son asesinadas 98 personas con armas de fuego en Brasil. Eso significa que alguien muere por esa causa cada nueve minutos y medio. El espeluznante promedio, divulgado por el Ministerio de Salud brasileño sobre la base de un estudio de la oficina de las Naciones Unidas contra las drogas y los crímenes (Undoc), coloca al coloso de América del Sur al tope en los índices de violencia entre las diez mayores economías del mundo. Si bien la ley establece controles en la venta de armas y prohíbe portarlas en la vía pública, hay 15 millones de unidades en poder de ciudadanos comunes y organizaciones delictivas.
Cuando un desquiciado liquida a mansalva a inocentes en un colegio de los Estados Unidos, como ha ocurrido en Newtown con 20 niños y ocho adultos, incluido el autor, todo el mundo se replantea el derecho de portar armas con fines defensivos, deportivos o de supervivencia que garantiza la Segunda Enmienda de la Constitución de ese país. Nadie repara en que esos episodios suelen ser aún peores en América latina, donde reside menos del 10 por ciento de la humanidad y se produce más del 40 por ciento de los homicidios del planeta. En 67 municipios brasileños con más de 10.000 habitantes ha habido entre 2008 y 2010 más muertos que en toda la guerra de Irak.
Estremece. En un año en Afganistán fallecieron tantas personas como brasileños en un solo mes en 2012. En América latina mueren en forma violenta casi 350 personas por día. Es mucho. Demasiado. Y eso tiene un fuerte impacto emocional, político y económico. En Uruguay, donde varios turistas argentinos han sido asaltados este verano, el costo de la violencia alcanza unos 1.200 millones de dólares por año, lo que equivale al 3,1 por ciento del Producto Bruto Interno (PBI), según estudios del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Se trata de un país pacífico; su tasa de homicidios dista de los récords alcanzados en América Central.
La violencia se ensaña contra la economía. En Brasil, la inseguridad redujo el valor de las rentas en las áreas urbanas y aumentó el costo de preservarlas. Según la Secretaría de Políticas de Promoción de la Igualdad Racial de la Presidencia, los negros tienen más posibilidades de ser asesinados que los blancos. En México, el alza del uno por ciento en el índice de homicidios es proporcional a la caída del 1,8 por ciento del precio de las propiedades, así como a la reducción del empleo y del consumo de energía eléctrica. Ese ítem, el consumo de electricidad, cayó un 6,8 por ciento en los municipios más afectados por la guerra contra el narcotráfico entre 2006 y 2010.
A contramano del mundo, las tasas de homicidios y robos han aumentado en América latina, sobre todo en Honduras, Guatemala y El Salvador. Uno de cada diez robos entraña violencia; uno de cada diez latinoamericanos ha sido víctima de violencia intrafamiliar. Uno de los estudios del BID dice que los hijos de las mujeres que la han sufrido tienen más riesgo de nacer con bajo peso y de lidiar con una salud precaria. En Colombia, según otro estudio, los jóvenes que son capturados y enjuiciados por delinquir tienen hasta un 15 por ciento menos de probabilidades de completar la educación formal, lo que representa 0,9 años menos de educación.
Entre 2000 y 2010, la tasa de homicidios de la región creció un 11 por ciento; en el resto del mundo descendió. ¿Por qué América latina es más violenta y, por esa causa, paga un costo más alto? El cóctel de respuestas incluye pobreza, desigualdad, corrupción, narcotráfico, facilidad para conseguir armas, pandillas, deplorables condiciones carcelarias, impunidad… Ninguna es única ni definitiva. De ser por la pobreza, China debería estar peor que Brasil; de ser por las drogas, Marruecos, puerta de entrada en Europa, debería estar peor que México, puerta de entrada en los Estados Unidos.
En América latina, por más que muchos gobiernos alardeen con el descenso de la pobreza y la desigualdad en democracias relativamente consolidadas, pocos han encarado batallas serias contra la impunidad de la justicia y la policía. La situación es tan alarmante como las denuncias públicas y notorias de corrupción con dinero negro que excede a la policía y sigue su tránsito hacia las alcaldías. La mezcla de ese flagelo con la delincuencia común y organizada, muchas veces apuntalada por el narcotráfico, hace vulnerables a todos los estratos sociales.
Por la proliferación de las armas, algunos son más propensos que otros a aplicar la justicia por mano propia. La epidemia contamina a todos los sectores, incluyendo el económico: Caracas, en Venezuela, y Ciudad Juárez, en México, son consideradas las ciudades más peligrosas del mundo. ¿Qué ingresos pueden obtener del turismo, por ejemplo, y cuánto gastan en seguridad? Es otro de los dilemas de esta epidemia, el económico. No por nada la inseguridad es, lejos, la mayor preocupación de los latinoamericanos, signada por un problema añejo que muchos gobiernos que se suponen exitosos no quieren ver: la desconfianza de la ciudadanía en las instituciones.
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