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La represalia contra Khadafy desnudó las diferencias entre los socios de la coalición
A diferencia de Irak y a semejanza de Kosovo, el establecimiento de la zona de exclusión aérea en Libia no supone promover la democracia, sino proteger a la población civil de la masacre que se proponía consumar Muammar Khadafy. Es la primera intervención militar no heredada de Barack Obama, Nicolas Sarkozy y David Cameron, entre otros líderes involucrados en la resolución 1973 del Consejo de Seguridad. En ese ámbito hasta el embajador libio pidió ayuda: “Por favor, Naciones Unidas, salven a Libia –clamó Mohamed Shalgham, desmarcado del régimen vitalicio de su país–. Le digo a mi hermano Khadafy que deje en paz a los libios”.
La resolución, discutida en un primer momento entre los Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña y Alemania, contempla la zona de exclusión aérea y un pedido a la Corte Penal Internacional para investigar posibles crímenes de lesa humanidad. Crucial ha sido el respaldo de la mayoría de los países de la Liga Árabe, excepto Siria, Argelia y Mauritania. Muchos de ellos lidian con revueltas populares contra sus monarquías y regímenes, tan represivos y corruptos como el libio.
Después de las primeras ráfagas contra Khadafy, con aviones franceses a la vanguardia, una vieja broma empezó a ser más seria que nunca: los árabes sólo coinciden en que no coinciden. No coinciden, en principio, en permitir que la operación militar esté bajo el mando de los Estados Unidos tras las malas experiencias en Afganistán e Irak.
El nombre de la operación militar, Odisea del Amanecer, refiere la saga de Odiseo (Ulises, para los latinos) en la Guerra de Troya y su demora de más de una década en reunirse con su mujer, Penélope, y su hijo, Telémaco, en su casa de Ítaca. Refiere, en realidad, un viaje preñado de peripecias. Es, quizás, el reflejo de las revueltas: el desencanto no cesa cuando concluyen. Ni en Túnez ni en Egipto ni en Libia conseguirán de inmediato empleo los jóvenes, frustrados por la falta de oportunidades.
Con el petróleo y los intereses del norte de África, así como con la inmigración de ese origen, están más comprometidos los gobiernos europeos que el norteamericano. Apenas estalló la revuelta, a la luz de las estruendosas caídas de las dictaduras de Túnez y Egipto, los Estados Unidos cerraron su embajada, repatriaron a sus compatriotas para evitar una eventual crisis de rehenes e impusieron sanciones unilaterales contra Libia.
Sarkozy exigió desde el comienzo la renuncia de Khadafy y, para no espantar a los países árabes aliados, rechazó la participación en la represalia de la alianza atlántica (OTAN), comprometida en Afganistán, pero después creyó conveniente cederle la dirección política.
El aislamiento de Libia, con la exclusión aérea, el bloqueo naval y el congelamiento de activos en el exterior, debería impedir que el régimen se rearme. Lo mismo debería regir para sus opositores. Un cable diplomático norteamericano, filtrado por WikiLeaks, revela que la Autoridad Libia de Inversiones, administradora de los ingresos por el petróleo, disponía en enero de 2010 de 32.000 millones de dólares en efectivo y 500 millones depositados en bancos de los Estados Unidos.
Khadafy contrató mercenarios de Mali, Níger y del Movimiento Justicia e Igualdad, grupo rebelde que hace de las suyas en la sufrida región de Darfur, Sudán. La resolución consiente el uso de “todos los medios necesarios para la protección de civiles”, no una virtual invasión terrestre. Gran Bretaña, después de reivindicar a Khadafy y alentar a sus compañías a firmar contratos petroleros en Libia, deslizó ahora la temeraria idea de matarlo, acaso como un daño colateral; los Estados Unidos replicaron que era “insensato”.
Nadie sabe quién manda. Italia, temerosa de un diluvio de inmigrantes y refugiados, juzgó prudente que la OTAN asumiera el liderazgo de la coalición. Noruega envió sus cazabombarderos, pero condicionó su contribución a instrucciones precisas. Alemania y Turquía decidieron permanecer al margen.
No sólo entre los gobiernos hubo discrepancias, sino, también, dentro de sí mismos: el primer ministro ruso, Vladimir Putin, tildó la operación militar “de llamamiento medieval a una cruzada”; el presidente, Dimitri Medvédev, juzgó “inadmisible” esa definición.
De no haber actuado la comunidad internacional con la venia correspondiente de las Naciones Unidas, el mensaje para los otros dictadores y los monarcas árabes en apuros podía traducirse en una carta franca para aplastar las revueltas, como ocurrió en Bahrein con el apoyo de tropas sauditas.
En Libia, las tribus no tienen predicamento nacional y, por obra del régimen, están peleadas entre sí. De triunfar la revuelta sin una hoja de ruta hacia elecciones democráticas o algo parecido, el peor escenario sería emular a Estados fallidos como Afganistán o Somalia y resucitar a fantasmas como el Grupo Islámico Libio de Combate, integrado por veteranos que pelearon con Osama ben Laden contra los soviéticos en Afganistán. En ese caso, las fisuras de la coalición exhibirían su mayor déficit: no sólo falta un líder, sino, también, un plan.
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