Por un puñado de votos




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Tanto se tensó la cuerda que la decisión está en manos de la instancia que Gore quiso evitar y que Bush supo forzar: los tribunales

WEST PALM BEACH, Florida.– John Kennedy llevaba en el bolsillo un número mágico: 118.574, según el biógrafo Richard Reeves. Era la diferencia escasa, anotada en un trozo de papel, con la cual había superado a Richard Nixon en las elecciones de 1960. La primera vez que se vieron, después de haber sofocado sospechas de votos hasta en los cementerios, el presidente electo admitió: “Es difícil saber quién ganó”. Su rival, luego presidente, asintió con la cabeza. Ninguno de ellos completó su mandato. Uno terminó asesinado; el otro terminó corrido por el escándalo Watergate.

¿Sabrán alguna vez Al Gore y George W. Bush quién ganó las últimas elecciones? Nixon entendió  en su momento que los recuentos y las demandas podrían causarle un gran daño al país. “El país no puede permitirse la agonía de una crisis constitucional y, por supuesto, yo no voy a participar en crear una simplemente para convertirme en presidente o en cualquier otra cosa», dijo. Las investigaciones, en realidad, podrían haber sido un bumerán por las maniobras que, al igual que los demócratas, usaron los republicanos. Jamás han sido ángeles, convengamos.

Gore y Bush tampoco son ángeles, pero están más cerca el uno del otro que Nixon y Kennedy. Y cuentan con una licencia inédita hace 40 años: el país no se detuvo por el impeachment (juicio político) de Bill Clinton, como muchos temían. Tampoco va a detenerse ahora a pesar de la rara sensación de vacío de poder que significa no saber desde el martes 7, por la noche, quién será el próximo presidente.

El recuento de los votos era normal en Florida. Ganara o perdiera, Gore iba a aceptar el resultado. No imaginaba que las boletas diseñadas por Theresa LaPore, supervisora electoral del condado de West Palm Beach, registrada como demócrata, fueran a jugarle una mala pasada. Menos aún en un Estado que, por más que sea dominio republicano, prometía sol, no tempestades. Pero las boletas, llamadas mariposas por su eje de casilleros en el medio y los nombres de los candidatos desplegados como alas, terminaron llevándolo a la última flor en el cual pretendía posarse: los tribunales.

La ventaja de Bush en Florida, clave por sus 25 electores en la carrera en pos de reunir 270 de los 538 (la mitad más uno), fue interpretada como triunfal, y difundida como tal, por un primo de él, John Ellis, director de Fox News. Las otras cadenas de televisión, con tal de no quedarse atrás en el vértigo, hicieron sonar sus trompetas en cuestión de minutos. Gore, confiado, aceptó la derrota en ese momento, dramático, y llamó por teléfono a su rival con el afán de concederle la gloria. Poco después, convencido de que se había precipitado como CNN, NBC, ABC y CBS, se retractó, también por teléfono.

Todo volvió a fojas cero, pero los demócratas, temerosos de un virtual traspié por las fallas garrafales de la maquinaria electoral en algunos condados de Florida, concluyeron de inmediato que debían detenerla de algún modo. Votantes cautivos habían perforado por error el casillero del ultranacionalista Pat Buchanan, no el casillero de Gore, en las boletas mariposas, y otros, también cautivos, no habían perforado del todo el casillero de Gore, indescifrable para los lectores mecánicos, creando las boletas embarazadas (por la hinchazón en el rectángulo que no llegó a desprenderse). Muchos de ellos son jubilados judíos que simpatizan con la idea de que Joe Lieberman, judío ortodoxo, sea vicepresidente.

Bush estaba arriba en el resultado parcial y, por lo tanto, no pensaba ceder a su adversario la gracia de la revisión de los votos en los condados más críticos, como West Palm Beach, Volusia, Broward y Miami-Dade. De la cumbre nunca ha bajado, transmitiendo la imagen apresurada, pero efectiva, de presidente electo.

Los demócratas, a su vez, debían disimular su debilidad por el litigio, de modo de evitar que Gore pareciera desesperado por un puñado de votos. Sus asesores buscaron la forma de apelar a un recurso en el cual no necesitaran abogados. Públicamente, al menos. Y encontraron una alternativa en el recuento manual de los votos en los condados que consideran propios, aduciendo que las máquinas suelen cometer más errores que la vista y el pulso.

Pero James Baker, observador electoral de Bush, forzó la intervención de los abogados del otro bando: presentó una demanda con tal de invalidar el recuento manual en un tribunal federal. El juez Donald  Middlebrooks, nombrado por Clinton, rechazó la petición, poniendo en duda, como llovido sobre mojado, la independencia judicial. Ya había vencido el plazo para el Plan B de los republicanos: pedir el recuento manual en los condados propios.

Fueron todas señales de que unos y los otros han cambiado papeles desde la campaña. El populista era Gore; Bush prometía rebajas de impuestos. El más propenso a recurrir a los abogados era Gore; Bush, seguro en la política, no en las querellas, dio el primer paso en los tribunales. Gore dijo que se encontraría con Bush dondequiera que fuera con tal de mejorar el diálogo (y de ganar tiempo); Bush respondió que se reuniría con gusto con Gore, pero después del desenlace en Florida (con tal de no perder tiempo). Gore ha procurado ir despacio; Bush ha procurado ir rápido. Gore depende de los votos no contados; Bush depende de los votos contados.

En ello talla, como instancia inicial, la Corte Suprema de Florida, formada por siete jueces nombrados por gobernadores demócratas. Que dio vía libre al recuento manual, primero. Que dio vía libre a la no inscripción de los votos tardíos (estrategia de la secretaria de Estado de Florida, Katherine Harris, espada de Bush), después. Y que, cual broche, dio vía libre al suspenso y, en cierto modo, a la posibilidad de que, por primera vez en la historia, un presidente de los Estados Unidos sea nombrado por una corte estatal o federal.

Tanto embrollo con el difícil arte de lograr que dos más dos sea cuatro provocó, también, severas reacciones contra el sistema electoral en sí, librado a cada uno de los 3066 condados, en los 50 Estados, que aplican sus propios métodos: desde las boletas con orificios o círculos hasta las computadoras con pantallas digitales, o, como en Oregon, el correo.

El replanteo incluyó hasta el día en el que votan los norteamericanos, el martes, en lugar del domingo, como en otros países. Si fuera feriado, sin embargo, existirían serías posibilidades de que vayan de pesca o de compras, no a votar. Y si fuera uniforme, como en la Argentina, existirían serias posibilidades de que el federalismo se vaya por la alcantarilla.

Déjenlo como está, muchachos. Si la crisis fuera tan grave, Clinton no estaría reconciliándose con la historia en Vietnam, Alan Greenspan (el jefe de la Reserva Federal) estaría pensando qué hizo para merecer esto y Bill Gates estaría diseñando un programa antivirus contra las mariposas y, Dios nos libre, contra las embarazadas.

Bush y Gore, empatados en las encuestas, vislumbraban que iban a exponerse a los caprichos del sistema indirecto: que ganara uno el voto popular (¿Gore?) y que ganara el otro el voto electoral (¿Bush?), como en 1876 y en 1888. Pero no vislumbraban que iban a terminar dándoles trabajo a los abogados y, si seguimos así, a los psicólogos. Ni vislumbraban que, como Kennedy y Nixon, nunca sabrán quién ganó.



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