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Advirtió que es la única manera de proteger a los civiles libios
Si el primer ministro británico, David Cameron, quiso quedar bien con la canciller alemana, Angela Merkel, al dar por muerto y enterrado el multiculturalismo, Muammar Khadafy no necesitó más que alzar la vista para desafiarlo: “Hay millones de negros que podrían llegar al Mediterráneo y luego saltar a Francia e Italia si Libia deja de garantizar la seguridad”. Tonto no es. El aviso coincide con el presunto réquiem de la “tolerancia activa” con los inmigrantes, sustituída por el “liberalismo muscular activo”. Es una fórmula de consumo interno tan vaga que no ha hecho más que contribuir a la resurrección de la nostalgia, el odio y el miedo. Son los fantasmas favoritos de la extrema derecha.
En 2008 pidieron asilo en Europa unos 18.000 afganos, el doble que en 2007. Desde mediados de enero, más de 7000 inmigrantes ilegales arribaron a la isla de Lampedusa, el último confín del sur de Italia. En Grecia, golpeada por la crisis, creció 10 veces en un año la cantidad de turcos con intenciones de perforar su frontera y adentrarse en las entrañas del continente. Suiza prohibió los minaretes. En Francia, donde rige la ley contra el velo integral, sea niqab o burka, Marine Le Pen arrasa en las encuestas; en 2002, su padre, Jean-Marie Le Pen, desmontó al socialista Lionel Jospin y disputó la segunda vuelta de las presidenciales con Jacques Chirac. Hasta en la remota Suecia logró ingresar en el parlamento un partido de esas características.
Ningún gobierno europeo celebra las revueltas en el norte de África. Si las protestas por desempleo, desigualdad, corrupción, represión y otras calamidades voltearon a las dictaduras de Túnez y Egipto y acechan al mundo árabe en general, la crisis de Libia en particular infla el precio del petróleo por el temor a una interrupción del suministro. ¿Es hora de intervenir por esa causa, capaz de hacer tambalear a la economía, o por la brutal respuesta del régimen vitalicio de Khadafy a los insurrectos?
La alianza atlántica (OTAN) está atada de pies y manos: sin una resolución de las Naciones Unidas, no puede aplicar el embargo de armas pese a haber desplazado barcos frente a las costas de Libia.
Khadafy está cumpliendo con su promesa de convertir a su país en “un infierno para los que no me aman”. La autorización del uso de la fuerza depende del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, donde los Estados Unidos, el Reino Unido y Francia discrepan con Rusia y China. Es lo usual, más allá de que la guerra contra Irak, declarada en forma unilateral por George W. Bush y Tony Blair, haya puesto en las antípodas a Francia con el respaldo de Alemania. No puede ser peor el precedente. Ni puede ser peor la situación de aquellos que deben decidir la acción o la omisión. Así como eran de fabricación norteamericana las armas usadas por el extinguido régimen de Hosni Mubarak contra los egipcios, mucho tienen que ver el Reino Unido e Italia con el arsenal libio.
¿Resultaron efectivas las intervenciones de Occidente en Bosnia, Sierra Leona y Kosovo? Resultaron tardías: el daño estaba hecho. Todos convinieron después de la voladura de las Torres Gemelas que Al-Qaeda tenía su cuartel general en Afganistán al amparo del régimen talibán. En Irak, la diezmada coalición de los dispuestos terminó en el fiasco de haber alentado una invasión con premisas falsas para derrocar a un tirano como Saddam Hussein que, después de ser un fiel ladero contra Irán, gaseó a su propio pueblo. En Libia, el Reino Unido y los Estados Unidos lograron que Khadafy renunciara a sus armas químicas y sus hábitos terroristas a cambio de jugosos contratos para compañías petroleras.
¿Qué autoridad tienen ahora los Estados Unidos, Rusia y China para enseñarle los dientes con la amenaza de someterlo a juicio por crímenes de lesa humanidad en el Tribunal Penal Internacional si no aceptan su potestad para sí mismos? El mundo no se desentiende de la crisis libia, pero, superado el estupor por la obcecación de Khadafy en ignorar los reclamos populares y promover una despiadada guerra civil, vuelve a enfrascarse en asuntos que no se resuelven a los tiros ni con comedidos como Hugo Chávez, uno de los pocos que defienden al califa libio con tanto énfasis como al presidente de Sudán, Omar al-Bashir, acusado de crímenes de guerra por la limpieza étnica en Darfur.
De ejecutarse una intervención militar en Libia, a su vez, ¿qué estímulo tendrían los soldados norteamericanos? Los que han regresado de Irak y Afganistán lejos están de sentirse héroes: 75.609 viven en la calle; 136.330 pasaron al menos una noche en albergues para desamparados, según un informe gubernamental. ¿Son el reflejo de aquello que, resumido en democracia, pretendían inocular en Irak? Son el reflejo de un mundo real y competitivo. La libertad sublime es la económica. La crisis global que estalló en 2008, como admitió el director gerente del Fondo Monetario, Dominique Strauss-Kahn, es “la más grave de todas por haber dejado un desierto de desempleados sin parangón”.
El infierno queda en Libia, pero también atiende en Europa, los Estados Unidos y otras sucursales.
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