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Mujica interpretó la súbita muerte de Kirchner como un llamado de atención para todos
Entre las condolencias por la súbita muerte de Néstor Kirchner, la más cálida y emotiva resultó ser la más cercana. “La vida continúa”, juzgó desde la otra orilla del Río de la Plata el presidente de Uruguay, José Mujica. Esta pérdida, agregó, “es un llamado de atención para todos”. No era un mensaje político, sino una reflexión sobre la vida misma, que “se nos va en un santiamén” y “hay que vivirla”. Después, en una entrevista radial con Víctor Hugo Morales, el inefable “Pepe” declaró: “El río nos separa, pero también nos une”. No sólo el río nos une.
La delegación uruguaya estuvo compuesta por la senadora Lucía Topolansky, esposa de Mujica, y miembros de todos los partidos políticos con representación parlamentaria. Ese gesto de solidaridad, más allá de las lógicas diferencias entre el Frente Amplio y los partidos Nacional, Colorado e Independiente, mostró la dimensión humana de una dirigencia que, sin renunciar a sus respectivas banderas, pudo estar a la altura de las circunstancias. No tuvo su correlato en la Argentina. Es una pena. Más allá de sus razones o sinrazones, esa actitud lejos estuvo de reflejar el pulso de la calle. No sólo la militancia oficialista acudió al funeral.
La dimensión humana cobra relieve frente a la filiación ideológica. Lo demuestra el especialista en geopolítica y política internacional francés Dominique Moïsi en su libro La geopolítica de las emociones (Norma). Tres emociones –el miedo, la humillación y la esperanza– están reconfigurando el mundo. “Es deber de los gobiernos examinar las emociones de sus respectivas poblaciones, sacar provecho de ellas si son positivas o intentar modificarlas o subyugarlas si son negativas –observa–. Este deber no puede ser realizado si no se intenta diagnosticar el estado emocional de la población.”
¿Cuál es el estado emocional de los argentinos? No es cuestión de contener las emociones, sino de expresarlas. Hasta que soltó su primera lágrima en el último tramo de las primarias demócratas de 2008, Hillary Clinton preservaba el perfil gélido de una senadora que había soportado hasta los embustes de su marido cuando era primera dama y que, como en su momento Cristina Krichner, creía ser víctima de una cruzada difamatoria por su condición femenina. Esa lágrima, acaso tardía, conmovió más a los norteamericanos que su agresiva campaña contra Barack Obama.
Mujica, de 75 años, vio cómo el trajín de su propia vocación, la política, podía arrebatarle la vida a un hombre menor que él. No era amigo de Kirchner. Tampoco Obama era amigo de Hillary: la dimensión humana de ambos, así como la imagen de los Estados Unidos, subió tres escalones de un brinco cuando ella aceptó ser secretaria de Estado. Ese gesto no irradió debilidad, sino grandeza. ¿Fue un gesto de debilidad, acaso, que el presidente de Chile, Sebastián Piñera, molesto con la decisión del gobierno argentino de otorgarle asilo a Galvarino Apablaza, acudiera al velatorio del ex presidente?
La dimensión humana está contemplada en las encuestas y los discursos. ¿Qué político de cualquier grupo y factor no llama a la ciudadanía a derrotar al miedo, restaurar la confianza y, de existir, desterrar la humillación? En vísperas de sus primeras elecciones de medio término como presidente, Obama optó por evitar las entrevistas periodísticas. Prefirió aceptar el desafío de responder a las preguntas filosas, con doble intención, del comediante Jon Stewart, conductor de The Daily Show. De sortearlas, el rédito iba a ser mayor por la popularidad de su anfitrión entre los más jóvenes y menos comprometidos.
“La gente está frustrada, ansiosa y con miedo al futuro –admitió Obama–. Y tiene el derecho de estar impaciente por la marcha del cambio. Yo también lo estoy.”
En los Estados Unidos, como en otros países, campea el malestar. Un 18 por ciento de la población se identifica con un movimiento descentralizado que cobija a grupos autónomos cuyos miembros tienden a ser republicanos, blancos, varones, casados, de más de 45 años y con un poder adquisitivo y una formación superiores a la media. Es, de frente y de perfil, la radiografía del Tea Party, expresión de la elite conservadora reacia a tolerar a Obama.
Los adherentes del Tea Party se ufanan de estar contra la política. La usan para resistirse a competir por el empleo o el estatus con seres que antes consideraban periféricos. El desencanto es mutuo: la reforma financiera, alentada por la Casa Blanca, no evitará que los banqueros de Wall Street cobren más que en 2009, según The Wall Street Journal, después del colapso mundial con epicentro en Lehman Brothers. Ni esas diferencias ni las discrepancias de Obama con la prensa impiden que, en ocasiones especiales como la tragedia de Haití, se reúnan todos los ex presidentes con el actual en señal de unidad. Después, como advirtió Mujica, “la vida continúa”.
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