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Bush pretende crear un cuerpo civil de respuesta activa que, en situaciones de crisis, pise el terreno antes que las tropas
En cinco años cambia uno. Evoluciona. En 2000, George W. Bush decía que, a diferencia de Bill Clinton, nunca iba a utilizar tropas norteamericanas para consolidar democracias en otros países. En 2005, la política expansiva de “éxito catastrófico”, según su particular evaluación de las guerras preventivas, ha derivado en la Operación Adam Smith, de fomento del comercio y la industria en Afganistán, a cargo de la Primera División de Caballería, y en el inminente lanzamiento de un cuerpo civil de respuesta activa que, en situaciones de crisis, pise el terreno antes que el ejército, de modo de apuntalar las instituciones o, en algunos casos, de crearlas.
El novedoso enfoque de Bush coincide con el estupor por las muertes en Irak: más de 500 en tres semanas; en su mayoría, de soldados, policías y reclutas iraquíes. Causa del súbito viaje de la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, con la intención de ver si el gobierno provisional, surgido de las elecciones de enero, está en condiciones de hacerse cargo del asunto. Malas noticias: el general John Abizaid, máximo jefe militar norteamericano en Medio Oriente, insinuó que el retiro de los 138.000 soldados de su país, previsto para fines de 2005 o comienzos de 2006, iba a demorarse muchos años.
Sólo en Bagdad hubo en un mes más atentados con coches repletos de explosivos que en todo 2004. La confianza, índice madre de todo país, decayó en forma drástica de un 85 por ciento después de las elecciones a un magro 45 por ciento. Decayeron, también, la expectativa de una victoria frente a las fuerzas insurgentes y la posibilidad de mejoras concretas en los servicios públicos, como la electricidad.
Frente a tan delicado panorama, más allá del optimismo de Bush, todo ha vuelto al punto de partida: no había un plan realista de posguerra, sino, más que todo, un entusiasmo desbordante por haber liquidado un régimen opresivo y por haber inaugurado una democracia.
La minoría sunnita, desplazada por las nuevas autoridades, de mayoría chiita, paga el precio de haber compartido el poder con Saddam Hussein. Bajo un manto de misterio, a su vez, Abu Musab al-Zarqawi, libre como Osama ben Laden, hace de las suyas; recluta suicidas: uno de ellos tenía el pie atado al acelerador; otro tenía las manos atadas al volante. Conclusión: los cerebros pretendían que los coches siguieran avanzando a pesar de los disparos de las tropas norteamericanas o iraquíes.
Puesta en esos términos, la posguerra en Irak no es más que otra intifada (sublevación palestina) con el agravante para Bush de la presencia de tropas norteamericanas y de la renuencia de sus compatriotas a incorporarse en ellas. ¿Soldados que huyen sirven para otras guerras? A las evidencias se remitió él mismo: convocó especialistas civiles en emergencias (médicos, abogados y economistas, entre ellos) que resuelvan situaciones de crisis, y eviten sangrías como Irak, por medio del cuerpo civil de respuesta activa.
Clinton era una idealista, según Bush, por el concepto nation building (construcción de naciones) de su segundo período. Más de la mitad de los norteamericanos, por ingenuos que sean los finales de las películas de Hollywood, se inclina más por el adjetivo “catastrófico” que por el sustantivo “éxito”. Y, como antes de la reelección de Bush, se preguntan si merecieron la pena tantas bajas y tantos millones para derrocar a un tirano remoto como Hussein.
Sólo en la masiva afluencia de los iraquíes a las urnas advirtió Bush el “éxito catastrófico” de la política expansiva. Esa política no nació en el Salón Oval. Detrás de cada decisión en su cruzada del bien contra el mal, el Consejo de Seguridad Nacional evaluó las circunstancias y fijó las prioridades. Se trata del órgano que, dirigido en su primer período presidencial por Rice, debió adecuar la estrategia frente al campo minado por los atentados del 11 de septiembre de 2001. De él, y del intenso cabildeo de factores de poder, surgieron Afganistán y el eje del mal, así como las sospechas sobre Siria.
En el Consejo, creado en 1947 como un mecanismo de consulta directa del presidente, ha habido una sorda lucha entre dos frentes en coalición: los tradicionalistas del equipo Bush 41 (por el padre, 41° presidente de los Estados Unidos) y los transformacionalistas del equipo Bush 43. La vieja guardia, encabezada por el ex consejero Brent Scowcroft, contra la nueva guardia, encabezada por Rice, el vicepresidente Dick Cheney y el jefe del Pentágono, Donald Rumsfeld, según Foreign Policy. Es decir, los pragmáticos contra los neocon, los internacionalistas contra los unilateralistas, los auspiciantes del final de la Guerra Fría contra los precursores de la guerra contra el terrorismo.
La punta entre ambos se dio en un momento especial: por primera vez en casi ocho décadas, el Partido Republicano alcanzó el control de la Casa Blanca, el Senado y la Cámara de Representantes al mismo tiempo. En esa suerte de monopolio, libre de las restricciones que imperaban en la Guerra Fría, el Consejo ha cobrado mayor relevancia y libertad: no debe mirar a un solo enemigo, la Unión Soviética, sino a uno tan diverso y polifacético como el terrorismo.
De ahí la posición de privilegio que deriva de la cercanía; Rice llegó a decir que era miembro informal de la familia Bush. Y de ahí, asimismo, la conversión de las convicciones cristianas en una herramienta política como consecuencia de la reelección; Karl Rove, principal asesor de la campaña republicana, se jactó del triunfo gracias a la movilización masiva de la base evangelista en el Estado indeciso de Ohio.
¿Desaparecían los Estados Unidos del horizonte atlántico, desvirtuada su relación con la vieja Europa, y se sumergían en la Edad Media? La división coincidió con la unión de Europa, y su ampliación como bloque, pero, al solaz de un apoyo más firme a Israel, una intervención más vigorosa en Sudán y una actitud menos flexible hacia China, Bush quiso disimular una convicción bastante extendida: que los cristianos fundamentalistas eran símiles de los musulmanes fundamentalistas en una batalla descarnada entre creyentes e infieles.
En la religión se amparó después de los atentados con la misma devoción con la cual se apartó de la bebida. La ola conservadora machacó desde entonces sobre el eje del mal (Irak, Irán y Corea del Norte), incluyó a Siria y reprimió todo elogio hacia China por limitar la libertad religiosa y por imponer la planificación familiar, más que por abrazar el comunismo. Esa corriente de pensamiento repele bodas entre homosexuales y relaciones extramatrimoniales, así como el divorcio (el príncipe Carlos de Inglaterra fue declarado persona no grata en la Casa Blanca) y el aborto.
El rigor en Marte (los Estados Unidos) fomentó la tolerancia en Venus (Europa, empezando por España). Era previa, en realidad: Venus rechaza la pena de muerte; Estados supuestamente liberales como California e Illinois no piensan abolirla.
En cinco años, decía, Bush ha cambiado. Ha evolucionado, en principio. O, después de haber iniciado su primer período con desdén hacia todo aquello que no afectara en forma directa el interés nacional de los Estados Unidos, fraguó una concepción de poder en la cual no se ha visto perjudicado por cortar las relaciones con aliados tradicionales del otro lado del Atlántico ni por los excesos en Abu Ghraib, pero tampoco ha dejado en evidencia que sus iniciativas civiles primen sobre sus campañas militares. Tejió una incógnita. Ante ella, soldado que huye sirve para otra guerra. Y que sigan los “éxitos”.
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