El dinero no hace la felicidad




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La gente de los países con mayor crecimiento no es la más satisfecha con su vida

Está confirmado: el dinero no hace la felicidad. En países con un ritmo de crecimiento acelerado en los últimos años, como Trinidad y Tobago, Chile, Perú, Ecuador y la República Dominicana, la gente se siente menos satisfecha que en otros con poco o ningún crecimiento, como El Salvador, Paraguay y Guatemala, según revela un estudio realizado en la región por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Confiesan sentirse satisfechos los ciudadanos de Costa Rica, Panamá, México y Venezuela en una profusa lista, cerrada por los ecuatorianos, los nicaragüenses, los dominicanos y los haitianos, en la cual, curiosamente, los argentinos superan en ese aspecto a los chilenos y los uruguayos.

Es la paradoja del crecimiento infeliz: “Entre más rápido crece un país, más rápido crecen las expectativas de consumo y de estatus económico y social”. Y es, también, la paradoja de las aspiraciones: la ausencia de aspiraciones, así como las bajas expectativas depositadas en los gobiernos, “debilitan las demandas de mejor educación, servicios de salud y protección social”, sobre todo de los más pobres. La satisfacción de las personas, dice el estudio Calidad de vida: más allá de los hechos, “va más allá de los ingresos y el crecimiento económico”.

¿Por qué Brasil, la Argentina, Chile y Uruguay muestran una satisfacción moderada en comparación con países de ingresos per cápita menores, como Guatemala, Jamaica y Colombia? En encuestas anuales, Colombia y Puerto Rico, después de Dinamarca, son los países más felices del planeta. ¿Cuál es la fórmula? En principio, la felicidad depende de la satisfacción y, a su vez, la satisfacción depende de la felicidad. Todo depende, repone el BID, de la capacidad de los gobiernos de “entender y transformar las opiniones para hacer más viable la consecución del mayor bien posible para el mayor número posible de personas”.

En sociedades tolerantes con sistemas democráticos consolidados, como Dinamarca, Islandia, Suiza, Holanda y Canadá, la felicidad y la satisfacción se dan la mano. En otras sociedades, ambos factores están vinculados con la solidaridad, la religión y el orgullo nacional. Si no, Colombia, con su drama interno, no podría jactarse de ser el país más feliz de América latina. En general, si un gobierno decide por su cuenta y riesgo sin abrir el juego a los otros poderes y a la gente ni debatir con la oposición, difícilmente el país será feliz y se sentirá satisfecho. Si te gusta, bien; si no, mala suerte.

En los ochenta, acosado por la hiperinflación, Raúl Alfonsín decía que la Argentina estaba “al borde de la libanización”. Esa odiosa expresión, derivada de la tragedia del Líbano, se usa como sinónimo de divisiones internas en determinados países, como Irak o Bolivia. En los noventa, desde el conflicto de Bosnia, varios países temían estar “al borde de la balcanización”. Esa expresión, no menos odiosa, alude al temor al desmembramiento territorial en comunidades enfrentadas, como ocurrió en los Balcanes.

En la primera década del siglo XXI, el mundo derrapó y quedó “al borde del desastre”, según el economista chileno Sebastián Edwards, profesor de la Universidad de California, Los Ángeles (UCLA), pero “afortunadamente, evitó la argentinización del sistema financiero internacional”. La argentinización, latiguillo contemporáneo, designa después de la peor crisis de la historia argentina, entre 2001 y 2002, la nacionalización de compañías privatizadas en un ambiente convulsionado por estallidos sociales como consecuencia del desempleo, la corrupción, la inflación y el deterioro de la economía. Designa el fracaso del modelo de los ochenta y los noventa, espejo de las reformas en Chile.

En círculos económicos, la incertidumbre global se traduce ahora en el peligro de “la argentinización, falsificando y adulterando las normas y las reglas para obtener beneficios a cualquier costo”. ¿Beneficios para el Estado o para el gobierno? Esa es la cuestión.

La nacionalización del sistema privado de jubilaciones y pensiones, dispuesta de repente por los Kirchner, desdibujó aún más la imagen del país en el exterior. La argentinización, entre otras acepciones, sugiere echar mano de fondos privados para cumplir con vencimientos de la deuda pública. Críticas ácidas hablan del “disparate argentino” en el diario español El País y de la hiriente “irrelevancia de la Argentina para las finanzas mundiales a causa de su mala gestión” en el semanario británico The Economist.

La felicidad y la satisfacción no están sujetas a la ideología ni a la coyuntura. La argentinización no despierta cálidas pasiones, sino feroces rechazos y esporádicas defensas. Entre ellas, las de un gobierno de notorio sesgo antinorteamericano como el venezolano. Lo peculiar en su caso, como en el boliviano y el nicaragüense, es que, más allá de las feroces críticas de Hugo Chávez contra George W. Bush y los Estados Unidos, ese país nunca dejó de ser su socio comercial más importante. En América latina, últimamente se predica sólo con la palabra; el ejemplo murió con los próceres y los mitos.

La pérdida de influencia de la Argentina en el mundo no comenzó ayer ni se resolverá mañana. Es, más que todo, una cuestión de actitud hacia adentro y hacia afuera. Ni el dinero, recibido en maletas misteriosas, influye. Está confirmado: el dinero no hace la felicidad; la compra hecha.



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