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Era eso, no más: envidia. En la Argentina, a diferencia de cualquier otro país, las burbujas no se pinchan; se derrumban. Y, si se derrumban, cuidado: pueden provocar avalanchas. Estamos a salvo, sin embargo. Lo aseguró Cristina Kirchner: “El Primer Mundo, que nos habían pintado como la Meca a la que debíamos llegar, se derrumba como una burbuja”. ¿Tiene su merecido, entonces? Ni George W. Bush ni su secretario del Tesoro, Henry Paulson, ni el presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke, embarcados en tediosas negociaciones en el Congreso antes de tomar decisiones, “igualito a mi Santiago”, mencionaron una palabra de la exitosa fórmula para evitar que la burbuja se derrumbe: vivir aislados.
La burbuja se derrumba en los Estados Unidos, no en la Argentina. ¿Cae el Merval? Nada de eso: las acciones acompañan el flaco índice de inflación que refleja el siempre confiable Indec. ¿Crece el riesgo país? Los “loros internacionales y de cabotaje” que “siempre pronostican caos y cataclismos” no pueden reprimir el resentimiento ni saben apreciar que, como insinuó la Presidenta, Walt Disney plagió la República de los Niños para hacer Disneylandia, aunque haya visitado el país una década antes de su inauguración.
Cada uno debe hacerse cargo de su sombra. En 2006, Cristina Kirchner tocó, feliz, la campanita de Wall Street. Eran otros tiempos. En medio de la crisis, Bush abrazó sin rubor el socialismo del siglo XXI: rescató con fondos públicos a los bancos hipotecarios Bear Stearns, en marzo, y Fannie Mae y Freddie Mac, este mes, y le tiró un salvavidas a la aseguradora American International Group (AIG); actuó, en todos los casos, como Bill Clinton con México en 1994.
Con Lehman Brothers, la cuarta institución más importante, Bush procedió como con la Argentina en 2002: permitió que se fuera a pique. Con Merril Lynch, comprada a precio de ganga por el Bank of America, no movió un dedo: dejó que el mercado hiciera y deshiciera a su antojo.
Libres de esos apuros de iliquidez, excepto cuando escasean las monedas para el colectivo, los argentinos “estamos aquí, humildemente paraditos” y, en lugar de tener un millón de amigos como Roberto Carlos, optamos por privilegiar a unos pocos como Hugo Chávez. Pocos, pero buenos. Y generosos.
Con la expulsión del embajador norteamericano de Caracas en solidaridad con su par boliviano, Evo Morales, Chávez recreó la antinomia “Braden o Perón”. Y, con su amenaza de cortar el suministro de petróleo a los Estados Unidos si Bush, el FBI y los Globetrotters insisten en desestabilizar a América latina, puso en evidencia los frecuentes complots contra él y sus íntimos.
En otra frecuencia, los norteamericanos debieron digerir el naufragio de íconos del capitalismo y asimilar con estupor que los salvamentos no serán pagados por Bush y los superpoderosos neocons, sino por ellos mismos a través de los impuestos. Es el precio de la inyección de dólares en Wall Street, iniciada con Bear Stearns y acentuada con AIG. En eso, en la política de nacionalizaciones, Venezuela, Bolivia y la Argentina estaban en condiciones de dictarles cátedra. En nuestro caso, después de haber ido a la vanguardia en las privatizaciones.
Por esa razón, tal vez, Carly Fiorina, máxima asesora financiera del candidato presidencial republicano, John McCain, esperó en vano durante 45 minutos para ser recibida en 2004 por Néstor Kirchner; era entonces la principal ejecutiva del gigante informático Hewlett Packard. Más suerte que ella tuvo Daniel “La Tota” Santillán, conductor de un programa televisivo de cumbia.
Frente a la crisis de Wall Street, Fiorina presentó un plan de reformas que, de ganar McCain las elecciones, debería ser ejecutado en los primeros días de su gestión: se trata de una red de agencias reguladoras capaz de amortiguar el virtual impacto de una caída pronunciada de las acciones. A su vez, Barack Obama, menos asediado por la estrella ascendente de Sarah Palin, compañera de fórmula de su rival, prometió remozar el sistema financiero, rebajar los impuestos a la clase media y suspender los privilegios otorgados por Bush a la clase alta. Demócrata y populismo se llevan mejor que republicano y regulación (ergo, Estado).
Ni uno ni el otro, parejos en las encuestas, estaban preparados para incorporar durante la campaña un golpe tan duro como la crisis bursátil, con réplicas en todo el mundo. Menos en la Argentina. “¿Cómo puede John McCain reparar nuestra economía si no se da cuenta de que está rota?”, exclamó Obama. Eso: está rota, “se derrumba como una burbuja” y desdibuja “la Meca a la que debíamos llegar”. Hasta The New York Times terminó dándole la razón a Cristina Kirchner: “La nación necesita una nueva perspectiva en los mercados que reconozca la inclinación autodestructiva del capitalismo sin trabas y su habilidad, no confirmada, para causar estragos más allá de Wall Street”.
La caída del precio de los commodities, como la soja (“ese yuyito”), perjudicará sólo a los obstinados en rechazar las retenciones. Gente ingrata. Tan ingrata como los prefectos (gobernadores) opositores de Bolivia: no aceptan el nuevo impuesto a los hidrocarburos ni la nueva Constitución. No aceptan la modernidad, libre de toda sospecha de concentración del poder al estilo Chávez.
Tarde, Bush recapacitó. Era eso, no más: envidia. Pero un estadista de fina prosa como Chávez (“Váyanse al carajo, yanquis de mierda”) sólo transa con líderes cercanos a la idiosincrasia regional, como el primer ministro de Rusia, Vladimir Putin, y los presidentes de Irán, Mahmoud Ahmadinejad, y de Bielorrusia, Aleksandr Lukashenko. “Humildemente paraditos”, estamos curados de espanto.
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