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La sangrienta recuperación de la Mezquita Roja obliga a los Estados Unidos a rever el recorte de la ayuda a Paquistán
Sobre la cabeza del general Pervez Musharraf, presidente de facto de Paquistán, pendía una daga filosa, capaz de decapitarlo. George W. Bush estaba dispuesto a recortar la ayuda económica a su país, de varios millones de dólares, después de haber facilitado el ingreso de las tropas norteamericanas en Afganistán durante la guerra contra el régimen talibán, nido de Al-Qaeda. Tambaleaba el gobierno, surgido de un golpe militar en 1999. Tambaleaba, también, su estrategia: abrazar en público la lucha contra el terrorismo y acordar en privado con el ejército, el servicio de inteligencia, los mullahs y los caciques tribales.
Tambaleaban el gobierno y su estrategia hasta que una banda de fanáticos religiosos se apropió de la Mezquita Roja (Lal Masjid) de Islamabad, la capital del país, y mantuvo en vilo al mundo durante una semana. Lo suficiente, si Musharraf pretendía llamar la atención, para obligar a Bush a rever su decisión.
A pesar de haber fallado en Afganistán y en Irak, el gobierno norteamericano pretende implantar en Paquistán una democracia que provoque envidia en los otros países musulmanes.
El respaldo a la Operación Libertad Duradera, desplegada en Afganistán como respuesta a la voladura de las Torres Gemelas, y la entrega de sospechosos de ser terroristas para interrogarlos en la cárcel de Guantánamo, puso al país en la línea de fuego de Al-Qaeda. Borró, a su vez, la cuota de peligro que representaba por su eterno enfrentamiento con la India por la región de Cachemira. Ambos países cuentan con arsenal nuclear, lo cual complica aún más las cosas.
En Paquistán, con elecciones previstas para octubre tras las cuales Musharraf tiene menos intención de abandonar la presidencia que Osama ben Laden de cenar con Bush, el baño de sangre provocado por los clérigos que promovían una revolución islámica avivó la preocupación de los Estados Unidos por el crecimiento del terrorismo.
Muerto el clérigo Abdul Rashid Ghazi, y liberada la Mezquita Roja, Musharraf dio el discurso que quería dar: que el terrorismo no había sido derrotado y que, por ello, los Estados Unidos no debían abandonarlo. Cual refuerzo, el médico egipcio Ayman al-Zawahri, lugarteniente de Ben Laden, juró venganza contra él. En esas circunstancias, Bush no podía dejar solo a uno de sus aliados más leales, por más que fuera poco fiable por no haber surgido de elecciones democráticas. No podía recortarle la ayuda económica, en definitiva.
En la lista de los buenos, o “de los nuestros”, que se trazó el gobierno norteamericano antes de declarar la guerra contra el régimen talibán en 2002, no importaba el pasado, sino la disposición. Sobre esa premisa se basó la coalición de los dispuestos, armada al año siguiente para la guerra contra Irak.
De hablar pausado y mirada serena, Musharraf era “de los nuestros” y, por los servicios prestados desde que ordenó el cierre de los 1400 kilómetros de la frontera con Afganistán seis días después de la voladura de las Torres Gemelas, dejó de ser “un tipo peligroso” cuyas identidad y existencia desconocía Bush durante su primera campaña electoral, en 2000. Pasó a ser “un amigo” de él y de Tony Blair, pero nunca llegó a ganarse la confianza de ambos. Lejos estuvo de convencerlos con su versión “moderna e iluminada” del Islam.
El contrato era temporal. Lo admitía Musharraf, de pocos amigos y muchos enemigos. Le pregunté en diciembre de 2004, antes de un viaje de Buenos Aires a Washington, si conocía el paradero de Ben Laden. “¿Quién lo sabe? –respondió–. Yo no lo sé.” Yo tampoco y, supongo, Bush tampoco. Sólo tenía la certeza, por los interrogatorios a los que habían sido sometidos los sospechosos de pertenecer a Al-Qaeda, de que estaba vivo y de que la victoria, como el aplauso, era imposible con una sola mano. Sin la ayuda económica de los Estados Unidos, en realidad.
En casi seis años, desde los atentados de 2001, Musharraf nunca se vio apremiado por ir a la caza del terrorista más buscado del mundo, supuestamente escondido en la frontera entre su país y Afganistán. En ese lapso manejó los tiempos con destreza. Apenas se enteró del recorte de la ayuda económica de los Estados Unidos, su ejército detuvo al mullah Obaidullah, brazo derecho del mullah Omar, jefe histórico del régimen talibán.
Pudo haber sido antes. Pero el vicepresidente Dick Cheney, de visita en Islamabad en marzo, iba a anunciarle personalmente el recorte. Justo ese día. ¿Casualidad? El ejército paquistaní, a pesar de sus muertos en combate, nunca cortó los vínculos con el régimen talibán. Y Musharraf, de origen militar, no dejó de consentirlo, más allá de sus discursos contra el terrorismo. Los mullahs, al igual que Al-Qaeda, habían jurado venganza contra él mucho antes de la toma de la Mezquita Roja, en la cual murieron más de 100 personas.
La aventura de los clérigos, ciegos en su afán de declarar una revolución islámica, coincidió, esta vez, con el renovado impulso de los Estados Unidos de recortar la ayuda económica a Paquistán.
Musharraf no ordenó de inmediato la represión. Esperó. Dejó que los rebeldes se hicieran fuertes con sus consignas contra Occidente, de modo de mantener en vilo al mundo durante unos días.
La táctica rindió sus frutos. El secretario de Estado adjunto para el Sur y el Centro de Asia de los Estados Unidos, Richard Boucher, defendió ante el Capitolio la ayuda económica con dos excusas que, en esas circunstancias, no parecían menores: no flaquear en la lucha contra el terrorismo e insistir en implantar una democracia en Paquistán.
En el tránsito, Musharraf declaró ilegales a dos organizaciones integristas vinculadas con el terrorismo internacional: el Ejército de Jhangvi, sunnita, y los Guardianes del Profeta en Pakistán, chiíta. Aniquiló a la oposición, pero permitió que algunos líderes bajo arresto pudieran seguir arengando a las masas y predicando la jihad (guerra santa) y el martirio.
Intentó apaciguar el frente interno, convulsionado por religiosos, como los hermanos Ghazi (uno de ellos, muerto en la recuperación de la Mezquita Roja), y por estudiantes varones de las madrazas, partidarios de la ley islámica. Mentes peligrosas. Por ellos, los propietarios de las tiendas de alquiler de videos de Islamabad decidieron bajar las persianas, acusados de ofrecer pornografía.
En los alrededores de la Mezquita Roja, financiada por el gobierno, grupos de fanáticos procuraban imponer la ley islámica antes de la aventura de los clérigos. Había, entre ellos, miembros de organizaciones presuntamente prohibidas, como Jaish-e Muhammad, pionera en promover atentados suicidas en la región.
Con los bolsillos habitualmente despoblados (“Siempre están vacíos. Y me gusta que sea así. Lo único que llevo es un peine. Y un pañuelo. Sí, un pañuelo de bolsillo”), Musharraf concluyó en 2001 que su gran inversión iba a ser adherir a la coalición de los dispuestos y recibir ayuda económica de los Estados Unidos.
Sólo debía mejorar la relación con la India, maquillar la imagen externa con discursos contra el terrorismo y recordar, cada tanto, que el aplauso, como la victoria, es imposible con una sola mano.
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