El gran fabulador




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Casi 60 millones de personas han decidido por 6000 millones: cuatro años más no deberían ser cuatro guerras más

Era un perdedor. Hasta los 40 años, con un abuelo banquero que aparentemente habría servido a Hitler, un padre vicepresidente vinculado con aquellos que iban a convertirse en los peores enemigos de su país y del mundo, y un hermano que, como futuro gobernador del Estado decisivo en las elecciones de 2000, iba a colaborar en su victoria a pesar de las sospechas de fraude, no había hecho más que invertir sin suerte. Era un perdedor que, en la década del ochenta, no hallaba consuelo ni en la combinación de botellas cuyas etiquetas coincidían en la letra B: bourbon, beer (cerveza) y B&B.

Decía en defensa propia que no era un alcohólico crónico, sino un bebedor ocasional. Sólo se entonaba, según él, en las fiestas organizadas por la sociedad secreta de la Universidad de Yale, de la cual había sido presidente su padre. Por él renegaba del primer nombre, George; apelaba a la inicial del segundo nombre, Walker, de modo de no ser George II. Y con él, mientras era vicepresidente de Ronald Reagan, había llegado a discutir con un par de copas de más frente a la Casa Blanca, agobiado, quizá, por la sombra de un éxito que, pensaba, jamás iba a igualar.

Lo igualó y lo superó, sin embargo. Desde una fecha clave: el 6 de julio de 1976. Era su cumpleaños y, con amigos, bebió de más. Tanto bebió que a la mañana siguiente no hubo aspirina capaz de aliviarle el terrible dolor de cabeza, resaca de la juerga, excepto el consejo de Laura, su mujer, y de algunos íntimos: que recurriera a la Iglesia Metodista. Vivía en Midland, un pueblo terroso del oeste de Texas. Solía describirse a sí mismo como todo nombre, nada de dinero. No mentía.

Pésimo había sido ese año: su compañía petrolera reportaba pérdidas, mientras caía el precio del barril, y sus cuentas bancarias bramaban deudas de tres millones de dólares. Una firma de Dallas, dedicada al rescate de firmas en bancarrota, acudió, en los ochenta, en su auxilio tanto por el beneficio en sí como por la posibilidad de contar con el hijo del vicepresidente en el directorio. Gracias a ello, Bush compró en medio millón de dólares un equipo de béisbol, los Texas Rangers, y logró venderlo, años después, en 14,9 millones. Logró pasar al frente, en realidad. Y logró desinhibirse frente a un padre dueño de una inmensa fortuna, cuyo horizonte de aciertos parecía interminable.

Le faltaba el premio mayor: la presidencia. Hasta 2000, su vida había estado signada por las comparaciones. De la Segunda Guerra Mundial, papá Bush había retornado como un héroe; de Vietnam, W. no había traído un solo recuerdo por haber permanecido como piloto de reserva en Texas. En los negocios petroleros, papá Bush había amasado sus millones; W. había acumulado sus deudas. En general, papá Bush había alcanzado la cima; W. había cavado un pozo.

Pero a medida que uno comenzaba a retirarse de la vida pública, sobre todo después de haber ganado la Guerra del Golfo en 1991 y de haber perdido la reelección frente a Bill Clinton en 1992, el otro iba ocupando espacios en ella. En 1994, con el 53,5 por ciento de los votos, W. ganó la gobernación de Texas. En 1998, con el 68 por ciento de los votos, se convirtió en el primero en ser reelegido en el Estado. En 2000, con menos votos que su rival demócrata, Al Gore, alcanzó en forma dudosa la presidencia. En 2002, con él a la cabeza y los escombros de las Torres Gemelas a sus pies, su partido, el Republicano, conquistó la mayoría de número en ambas cámaras del Capitolio. En 2004, a diferencia de su padre, obtuvo la reelección después de haber liquidado en Irak la cuenta pendiente de su padre con Saddam Hussein.

Papá Bush inculcó a sus hijos, entre los cuales el gobernador Jeb prometía ser el delfín, que iban a heredar un apellido, no los votos. Les transmitió los valores del abuelo Prescott, senador por Connecticut. En especial, la competencia. Frente a la mesa de ping-pong, en familia, las reglas eran claras: no jactarse del adversario, no rendirse, no mostrar dolor, ser honesto y amable, no despreciar a nadie, jugar para ganar y reconocer el mérito ajeno.

En la ceremonia de asunción como gobernador de Texas, en 1995, Bush padre le regaló a Bush hijo un par de gemelos que había recibido de su padre, Prescott, antes de ir a la guerra. Era su posesión más preciada. Creyó Bush hijo que se trataba de una expresión de orgullo. El mensaje era otro: «Ha llegado tu turno».

¿Tu turno o tu desafío? La historia personal y la tradición familiar no justifican el proceder de las personas, pero determinan su carácter. Por su carácter, Bush no era el más indicado para someter a juicio de la comunidad internacional, tan irrelevante para él como para muchos de sus compatriotas, su decisión de ir por Saddam, por más que no tuviera armas de destrucción masiva ni responsabilidad alguna en los atentados del 11 de septiembre de 2001. Por ambos factores, tampoco iba a admitir un solo error de su gobierno durante los debates con el candidato demócrata, John Kerry.

Contra Bush, como tituló su libro el escritor mexicano Carlos Fuentes, sólo acechaba la única oposición seria que tuvo durante la campaña: los muckrakers (removedores de estiércol), como supo definirlos a principios del siglo XX el presidente Theodore Roosevelt, republicano como él, populista como él y, en otro contexto, imperialista como él. Entre ellos, Kitty Kelly, autora de «The Family: The Real History of the Bush Dinasty» (La familia: la verdadera historia de la dinastía Bush), y Michael Moore, con su película «Fahrenheit 9/11».

Los Estados Unidos no empiezan ni terminan en Broadway y la Quinta Avenida, ni en Hollywood ni en Miami. Ni una legión de granjeros oligofrénicos y fanáticos religiosos, obsesionados por el destino manifiesto y turbados por los atentados, cree que el hijo pródigo de los padres fundadores sea un gran fabulador, tildado de inescrupuloso, ignorante, inepto y mentiroso. No enloquecieron, digo: más de la mitad condenó su imprevisión en Irak, pero aplaudió su triunfo en Afganistán, y un porcentaje aún mayor aborrece el déficit fiscal acumulado en cuatro años, pero lanzó vítores por las reducciones de impuestos sobre la renta y sobre los dividendos. Optaron, entonces, por el presidente de la guerra en desmedro del senador de la duda.

Los otros, nosotros, no entendemos cómo pudieron respaldarlo, otorgándole armas tan filosas como las mayorías de número del Senado, de la Cámara de Representantes y, con ello, del Tribunal Supremo. Ni Clinton, con su ayuda escasa después de haber sido operado del corazón, pudo quebrar una tendencia alarmante: los demócratas no ganaron en un solo estado sureño. En 2000, temía que ganara Bush: «No es alguien que piensa», esgrimió.

Cuatro años después, un aristócrata de Boston, hijo de un diplomático, educado en un colegio suizo, despertó más entusiasmo en el exterior que en su país. ¿Qué norteamericano urbano o rural del fly-over country (que sólo se ve desde la ventanilla del avión), gente decente, creyente, trabajadora y patriota, siente algún afecto por continentes cuyas propias tropas debieron salvar en más de una ocasión de sus errores o desvíos?

En las ciudades pequeñas de los Estados Unidos, en donde abundan las estaciones de servicio, los templos de creencias varias, los restaurantes de comidas rápidas y los hoteles al paso, nadie invierte más de dos segundos por día, si los invierte, en remorderse la conciencia por la ola antinorteamericana que ha inspirado Bush en el planeta y alrededores. No sintonizan CNN ni leen The New York Times ni entienden eso de los ideólogos neocons fielmente interpretados por el estratego Karl Rove.

Beben cerveza a raudales, desayunan frituras, conducen pickups, ven partidos de béisbol o de fútbol americano y, a diferencia de los liberales de Nueva Inglaterra y de la Costa Oeste que se inclinaron por Kerry, confían en haber invertido con suerte en un gran fabulador al cual, con más de 50 millones de votos en contra, terminaron enviándole el único mensaje, o consuelo, de los 6000 millones que miraron las elecciones por TV: nos metiste en un lío; debes sacarnos de él. Como él mismo hasta los 40 años.



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