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En el peor momento de Bush y de su equipo, Ahmadinejad se ufana de haber descubierto el embrión de la bomba atómica
Si Saddam Hussein hubiese sido tan provocador y peligroso como Mahmoud Ahmadinejad, la comunidad internacional habría apoyado a George W. Bush en una hipotética guerra contra Irán con tanta firmeza como contra el régimen talibán en Afganistán, nido de Al-Qaeda. Escogió mal el objetivo, empero. O, en el léxico de la Guerra Fría, oprimió el botón rojo antes de tiempo. Y, más allá de las razones internas y externas del apuro, convirtió a Irak en la antesala del infierno con argumentos morales, no con premisas terapéuticas. Ni los neoconservadores de su gobierno, alias neocons, aprobaron el resultado: idealista en los fines y realista en los medios, definieron con entusiasmo escaso.
En la piel del iraquí de a pie, sometido al yugo de la dictadura depuesta, la inyección de democracia que lograron inocularle bajo presión lejos estuvo de aliviarle el dolor. Le dio alguna que otra esperanza de parecerse a los otros, no de ser, ni de vivir, como ellos. El presupuesto de la invasión no contempló el trasplante cultural, con lo mejor de cada casa en los barcos. No contempló, entonces, ni el trasplante cultural, ni la construcción de un Estado-nación en un país fragmentado. Entre el idealismo y el realismo primó, más que todo, la dificultad de calibrar el calendario electoral (propio y ajeno) con el calendario logístico (propio y ajeno) y de prever que Irán, no Irak, iba ser el gran desafío.
Desde la guerra en Afganistán, Bush trasladó el vértice del eje del mal de Osama ben Laden (prófugo) al régimen talibán (desmantelado), del régimen talibán a Hussein (capturado), de Hussein a Abu Musab al-Zarqawi (descarriado) y de Abu Musab al-Zarqawi a Ahmadinejad (desquiciado). Sobre Irán, tercera reserva de petróleo y segunda de gas en el planeta, las sospechas empezaron con la denuncia del grupo opositor Muyahidin-e-Jalq, en 2002, sobre la presunta existencia de centrales nucleares secretas en Natanz y en Arak; continuaron con los contactos que mantuvo el régimen con el científico nuclear paquistaní Abdul Qader Khan.
Quedó en un segundo plano, no obstante ello, ansiosos los neocons de aplicar en forma unilateral, o como fuere, la fórmula de la hegemonía benevolente, o de la exportación de la libertad y la democracia, en el segundo laboratorio de las guerras preventivas después de Afganistán: Irak. En el peor momento, sin embargo, con un líder con la popularidad en baja, tropas con el cansancio en alza y pueblos con la incertidumbre estable, Ahmadinejad se ufanó de haber descubierto la pólvora. O el embrión de la bomba atómica. Terminó siendo más provocador y peligroso que, en su momento, Hussein.
Desde el comienzo de la guerra contra Irak, Bush juró que no había movido un dedo para perjudicar a su principal detractor: el diplomático Joseph Wilson, enviado a Níger, un año antes, para comprobar si Hussein había comprado uranio enriquecido en aquel país con el fin de fabricar armas nucleares. No halló evidencia alguna, pero, curiosamente, los hombres del presidente (sobre todo, el vicepresidente Dick Cheney y el jefe del Pentágono, Donald Rumsfeld) interpretaron la información en beneficio propio. Y, ante la duda, aconsejaron, o decidieron, la invasión.
Herido en su orgullo, Wilson denunció el 6 de julio de 2003, en un artículo publicado en The New York Times, el uso indebido de la información que había obtenido. Como correlato de ello, el columnista conservador Robert Novak reveló ocho días después que su esposa, Valerie Plame, empleada del Departamento de Estado, era espía de la CIA. Más daño no pudieron causarles: las carreras de ambos terminaron como consecuencia del alboroto.
¿Quién había violado la ley de protección de la identidad de los agentes de inteligencia? Pagó el precio de su silencio la periodista Judith Miller: estuvo presa durante 85 días en 2005 por no revelar las fuentes de la información que nunca escribió y, después, recibió una cordial invitación para despedirse de 28 años de labor en el Times, en donde había ganado el premio Pulitzer 2002 por sus artículos sobre la guerra contra el terrorismo.
Por el escándalo, del cual salió milagrosamente ileso Kart Rove, el cerebro de las campañas electorales de Bush, rodó la cabeza de Lewis “Scooter” Libby, jefe de gabinete y spin doctor (doctor de la desinformación) de Cheney. Con ello, y con la divulgación del Estimado Nacional de Inteligencia sobre Irak, en julio de 2003, creyeron los hombres del presidente que habían cumplido con Dios y con la patria.
Error. Libby, procesado por perjurio y obstrucción de las investigaciones, no quiso asumir la responsabilidad de una conjura que, en principio, procuró acallar una voz disonante, y autorizada, en contra de la guerra, reprobada, a su vez, en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Sobre la base de su testimonio, el fiscal especial Patrick Fitzgerald señaló que los hombres del presidente quisieron castigar a Wilson. ¿Los hombres del presidente con el guiño del presidente?
Tres años y varios muertos después del comienzo de la guerra, Joseph Cirincione, director del Carnegie Endowment for International Peace, y Seymour Hersh, el investigador que reveló los vejámenes a los que eran sometidos los prisioneros iraquíes en Abu Ghraib, describieron en Foreign Policy y The New Yorker, respectivamente, un plan secreto del Pentágono de bombardear Irán con armas de última generación si el régimen de Ahmadinejad no cesaba en su afán de ser miembro del selecto club nuclear.
¿Otra indiscreción? La información, surgida de las entrañas del gobierno norteamericano, dio la oportunidad a los hombres del presidente de exaltar la diplomacia, en déficit en Irak, y de tildar de especulación descabellada la mera posibilidad del uso de la fuerza contra Irán. Más visceral y menos popular que otros, Bush nunca supo ocultar sus reacciones: calló con tanto énfasis cuando voltearon por un rato al presidente bolivariano Hugo Chávez como cuando Romano Prodi se proclamó vencedor de las amañadas elecciones de Italia, en desmedro de Silvio Berlusconi, y rubricó el inminente retiro de las tropas de Irak al estilo José Luis Rodríguez Zapatero.
En peor momento no pudo recibir el golpe por el testimonio de Libby, brazo derecho de Cheney. En saco roto cayó la campaña contra las filtraciones de información confidencial, calificadas de actos criminales por el riesgo siempre latente de atentados terroristas. En saco roto cayó su propia palabra si autorizó a Cheney a difundir aquello que iba a perjudicar a Wilson y su mujer mientras la CIA se investigaba a sí misma por espionaje interno y por haber autorizado montar cárceles en territorios extranjeros. En saco roto cayeron sus advertencias a Ahmadinejad.
Con poco más de un 30 por ciento de popularidad y elecciones de medio término en el horizonte, poco y nada pudo hacer Bush para evitar que Ahmadinejad y Chávez, encantados con el alza del precio del barril de petróleo al límite de los 70 dólares, refrenaran sus impulsos. Uno no dejó de insistir en desarrollar su programa nuclear a pesar de las amenazas de sanciones que recibió del UE-3 (Alemania, Francia y Reino Unido), del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) y de las Naciones Unidas con el respaldo de los Estados Unidos; el otro no dejó de insultarlo.
Frente a ello, países que reprobaron la guerra contra Irak no mantuvieron su postura, o su distancia, en el caso Irán. La Argentina, cuyas relaciones con ese país quedaron casi truncas por su aparente participación en los atentados de los noventa contra la embajada de Israel y la AMIA, fue uno de ellos: en la OEIA votó por una resolución que condujera a las sanciones si Ahmadinejad no recapacitaba. Lo mismo hizo Brasil. En contra de ella se pronunciaron Venezuela, Cuba y Siria.
¿En contra de ella o, más allá de las diferencias personales, de la doctrina Bush? Si Ahmadinejad hubiera aparecido antes, quizá otro habría sido el desenlace del idealismo, más sorprendidos, los neocons, por la realidad que por el realismo de los medios. Que, en ocasiones, justifican el fin.
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