El juicio del siglo




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Desde la renuncia del presidente Fernando Collor de Mello en 1992, cual resguardo para evitar un juicio político por corrupción, no han dejado de acechar los fantasmas de ese flagelo en Brasil. La actual presidenta, Dilma Rousseff, debió deshacerse de su mano derecha y sucesora en el cargo de jefa de la Casa Civil (o jefa de ministros), Erenice Guerra, por sospechas de haber participado de una firma de cabildeo que manejaban familiares de ella y de haber ayudado a compañías privadas a obtener contratos y préstamos bancarios estatales para proyectos de obras públicas. La recaudación iba a nutrir las arcas del Partido de los Trabajadores (PT).

Idéntico destinatario iban a tener los fondos del llamado mensalão (mensualidad), traducido en sobornos a los diputados de partidos afines para que votaran proyectos del gobierno de Luiz Inacio Lula da Silva. Por ese escándalo, siete años después de que estallara, tres ex ministros y 35 políticos, banqueros, financieros y empresarios desfilan por el Tribunal Supremo, dispuesto a dilucidar el caso más grave de corrupción y desvío de dinero de la historia de Brasil. Es el juicio del siglo, así como el suceso televisivo del año: ha competido en audiencia con los Juegos Olímpicos, de los cuales Río de Janeiro será la próxima sede en 2016.

La acusación, leída durante cinco horas por el procurador general, Roberto Gurgel, apunta al entrecejo de José Dirceu, mano derecha de Lula hasta 2005. Lo culpó entonces el diputado laborista Roberto Jefferson, aliado del gobierno, de la compra de voluntades entre legisladores que iban a aprobar a mano alzado proyectos del oficialismo. Antes, en el primer episodio de la saga, un video había mostrado a un funcionario de la compañía estatal de correos embolsando sin pudor 1.200 dólares entregados por empresarios. Los cargos, de los cuales siempre estuvo exento el ex presidente, incluyen corrupción, asociación ilícita, malversación, blanqueo y evasión.

Dirceu era el antecesor de Rousseff en el mismo cargo. Con el guiño para un proceso de esta magnitud, la presidenta adoptó en cierto modo la línea trazada por Lula: la corrupción puede rozarla, no salpicarla. Con la dimisión de Guerra, el primer gobierno del PT en la historia terminó con una estadística desfavorable. Sus jefes de ministros, excepto la actual mandataria, se vieron obligados a renunciar por supuestos actos de corrupción. Es bochornoso que un país que ha pasado a ser la sexta economía del planeta mantenga degradantes focos de impunidad en sus instituciones, más consolidadas que en otras democracias de América latina.

Rousseff, la primera mujer en alcanzar la presidencia en la historia brasileña, puede ser menos carismática que Lula, pero ha expresado con mayor énfasis que él su decepción con “el descontrol”. En los primeros seis meses de gestión despidió a dos miembros de su gabinete heredados del gobierno anterior: el jefe de la Casa Civil, Antonio Palocci, y el ministro de Transportes, Alfredo Nascimento. Varios funcionarios de esa cartera han sido desplazados a raíz de denuncias de fraudes y desvíos de fondos. La prensa brasileña, mejor valorada que en países vecinos, suele achacarle a “la herencia maldita” la culpa de esos pésimos hábitos.

La facilidad para hacer trámites se decanta en la sociedad, pendiente de la posibilidad de valerse de ella frente a una burocracia que, en ocasiones, teje su telaraña. En los contratos públicos abreva la desconfianza. Entre 2009 y 2010, Brasil ha reducido de 152 a 120 los días necesarios para montar un negocio, así como los trámites, de 18 a 16, según el Banco Mundial. No ha sido suficiente. En los próximos años, una clase media más robusta y exigente no querrá que sus impuestos sean dilapidados en los bolsillos de unos pocos. Tampoco querrá que ganen un funcionario público 32 veces más que jubilado y un concejal 10 veces más que un maestro.

No alcanza con la salida de la pobreza de 30 millones de personas si en la cúspide actúan bandas que, sin dañar la figura presidencial, se prestan a infames negociados. La corrupción contamina a los gobiernos, pero también depende de los particulares y poca influencia tiene en los comicios. Un año después de que estallara el escándalo, Lula resultó relegido a pesar de su actitud ambivalente desde que estalló este escándalo que, en vivo y en directo por televisión, compite en audiencia hasta con las telenovelas, capaces de hacer adelantar o retrasar los partidos de fútbol. Lo cual, en Brasil, es mucho decir.



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