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Resuelta dentro de la democracia, la crisis argentina refleja el peligro que representa la desatención de los problemas sociales
Lejos estaba Fernando de la Rúa de pensar que su visita a Asunción, el lunes 15 de mayo de 2000, iba a ser el preludio de un intento de golpe militar. El más cruento y cercano. En la misma semana del encuentro con su par paraguayo, Luis González Macchi, con el cual pretendía recomponer la relación bilateral, maltrecha por el cortocircuito que había ocasionado el asilo de Lino Oviedo en la Argentina, como correlato del asesinato del vicepresidente Luis María Argaña, y su fuga, en la víspera del final de la gestión de Carlos Menem, después de haberse sometido a primorosas sesiones de lifting y entretejido.
Lejos estaba De la Rúa de pensar, también, que sus reflexiones en un almuerzo con empresarios iban a convertirse en un boomerang: «Cuanto más se desatienden los problemas sociales, más graves se vuelven –dijo–. En la Argentina hay problemas sociales, como en toda la región, pero no hay peligro de estallidos”. En ese momento, precisamente, comenzaba un corte de rutas en Jujuy.
Lejos estaba De la Rúa de pensar, en definitiva, que Oviedo y Menem caerían presos en junio de ese año y del siguiente, respectivamente, y que, recobrada la libertad por ambos, los problemas sociales, combinados con los económicos y con los políticos, iban a ser tan graves en la Argentina que provocarían el peor revuelo desde la recuperación de la democracia y, cual corona de espinas, el derrumbe de su propio gobierno.
Meras coincidencias de destinos cruzados en los cuales los presuntos malos terminan siendo exonerados, o premiados, y los presuntos buenos terminan siendo lapidados, o condenados, en un zigzag frenético. Perverso. Muy latinoamericano. Tan latinoamericano que unos y otros, después de un tiempo, continúan en carrera. Como si nada. En alianzas dudosas en las cuales firman pactos, por un lado, y rubrican críticas, por el otro. Contra sus supuestos socios: caso Menem-Raúl Alfonsín.
¿Están más allá del bien y del mal? Son, en el fondo, el fiel espejo de clases medias, y de sectores influyentes, que, en realidad, harían lo mismo si tuvieran ocasión. Político, que yo sepa, no se nace; se hace. Y, para serlo, uno necesita consensos y, sobre todo, respaldos.
¿Voluntades compradas? Hasta cierto punto. Expertos en ello han sido el Partido Revolucionario Institucional (PRI), de México, en el poder desde 1929 hasta 2000, y el Partido Colorado, del Paraguay, en el poder desde 1947 (con 35 años de unicato de Stroessner). Todo el oro el mundo, sin embargo, no pudo haber comprado tantos años de fraudes y de trampas. Fraudes y trampas que, nobleza obliga, han sido vistos, muchas veces, como grandes virtud, así como la frivolidad y el desparpajo.
“Al estado de paz perpetua sucederá el estado de guerra permanente –dice Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos–. No atacaremos a nadie. No toleraremos que nadie nos ataque. El Paraguay será invencible mientras se mantenga cerrado compactamente sobre el núcleo de su propia fuerza. Mas, en saliéndose de este núcleo, su poder decrecerá en forma inversamente proporcional al cuadrado de la distancia en que se dispersen sus fuerzas. He aquí la ley de gravitación ejerciéndose en forma horizontal. Newton no ve todos los días caer la manzana. Tacha manzana. Pon naranja. Tampoco sirve. ¿Quién conoce aquí a Newton?”
Oviedo, más conocido que Newton en Asunción, pronunciaba un discurso de campaña, o de barricada, desde un modesto escenario, montado sobre una carretilla, en un mercado municipal. Mechaba español con guaraní, su capital entre los pobres, hasta que debió hacer una pausa. Lo llamaban por teléfono desde Buenos Aires. De urgencia, decían a su alrededor. Era Menem, aún presidente de la Argentina. “Feliz cumpleaños, Lino!”, escuchó. Y, conmovido, retribuyó el saludo con los vítores de la gente.
Juan Carlos Wasmosy, presidente del Paraguay, sabía de la relación entre ambos. Jamás iba a perdonarle a Menem que, durante una visita a su antecesor, Andrés Rodríguez, el 3 de abril de 1990, dijera que Yacyretá era un monumento a la corrupción. Sobre todo, porque, entonces, llevaba las riendas de la represa binacional y temía que, con tal de sanearla, fuera paralizada por seis meses. Tranquilo: nunca sucedió.
Pero una vez en el Palacio de López, Wasmosy se cobró caro el exabrupto. Lo tenía trabado en la nuez. “La Argentina es 10 veces más corrupta que el Paraguay”, espetó. Y ardieron Troya, Buenos Aires y Asunción. Juntas. La ofensa cosechó tempestades hasta que, en un viaje relámpago a la residencia de Olivos, concedió cara a cara con Menem: “No te pido una, sino mil disculpas”. Y se fundieron en un abrazo. De compromiso, no de amigos.
Yacyretá era llamada BMW. No por la compañía automotriz alemana, sino por las siglas de quienes ejercían su control: Bush, Menem y Wasmosy. Las siglas reaparecieron tiempo después, en marzo de este año, por el vehículo oficial en el cual iba González Macchi. Un modelo blindado, color gris plata, fabricado en 1997, con un precio original de 120.000 dólares. Era mau (robado en el Brasil). Es decir, trucho.
De trucho, cual sinónimo de ilegítimo, ha calificado Oviedo a González Macchi desde el comienzo de su gestión. Emergente, sin elecciones de por medio, del crimen de Argaña, el 23 de marzo de 1999, y del asilo del presidente Raúl Cubas Grau en el Brasil, en donde también está Stroessner, después de las jornadas de caos en las que siete jóvenes murieron baleados en la Plaza del Congreso.
El Marzo Paraguayo ha sido atribuido a Oviedo, así como el conato de golpe militar posterior a la visita de De la Rúa, entre la medianoche del 18 y la madrugada del 19 de mayo de 2000, y otro contra Wasmosy, el 22 de abril de 1996, por el cual adeuda 10 años de prisión. Con tantas ínfulas como en el derrocamiento de Stroessner, el 2 y el 3 de febrero de 1989.
Pero Oviedo, liberado el lunes en Brasilia por la decisión unánime del Supremo Tribunal Federal de rechazar su extradición al Paraguay, promete volver, y ser millones, poniendo en aprietos, de nuevo, al gobierno de González Macchi, identificado con la línea Stroessner. O con sus herederos, como los hijos de Argaña.
Menem, aliado y amigo de Oviedo, contribuyó con la campaña del vicepresidente Julio César Yoyito Franco, liberal, quebrando, en las elecciones del 13 de agosto de 2000, la hegemonía colorada, pero, a su vez, no oculta sus deseos de volver al poder en la Argentina. En 2003, también.
Señales de que en América latina continúan mandando, en círculos, el general Desconcierto y el mayor Sigilo. Con el retorno precipitado del peronismo en la Argentina, la eterna sombra de Inacio Lula Da Silva (líder del izquierdista Partido de los Trabajadores) en el Brasil, la pérdida de popularidad de Alejandro Toledo después de los años infames de Fujimori en el Perú, el magro botín de Ricardo Lagos en las elecciones legislativas de Chile, el sesgo autoritario de Hugo Chávez en Venezuela, el vano afán de terminar por la fuerza con el gobierno de Jean-Bertrand Aristide en Haití y el polvorín en Colombia. Con los mismos actores, el mismo libreto y el mismo escenario. Y con los problemas sociales, cada vez peores. Que, según De la Rúa, lejos estaban de desencadenar estallidos.
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