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La intifada, segunda parte, ha demostrado que la ecuación entre extremismo y línea dura sólo depara como resultado el caos
Están mal; van peor. Ni unos han avanzado, ni los otros han retrocedido. ¿Entonces? La paz está en punto muerto. O en lenta agonía. Rota, como una ilusión de cristal, mientras todos ponen y todos pierden. Por más derechos que esgriman los palestinos, por más razones que tengan los israelíes. Por más venganzas que juren. Por más difuntos que velen. Cosidos a pedradas, descosidos a puñaladas. Lapidados, réplica tras réplica, en un caos en el cual la piedad sin justicia es debilidad y la justicia sin piedad es crueldad.
Bienaventurados los mansos. Poco, o nada, ha quedado de los vanos intentos de Yasser Arafat, Bill Clinton y Ehud Barak (y de sus antecesores Yitzhak Rabin, Shimon Peres y, con menos ímpetu, Benjamin Netanyahu) de hallar la cuadratura del círculo. O la fórmula de paz. Vencida, o superada, desde el 28 de septiembre de 2000, por la intifada, segunda parte. Y, poco después, por la dispersión de los líderes: sólo Arafat conserva, a falta de voto, su propia voz.
Pero es un susurro en comparación con los gritos destemplados de los cabecillas de los grupos radicales como Hezbollah, Hamas y Jihad Islámica, reunidos a mediados de abril en Teherán. Decididos a no ceder un ápice frente a Ariel Sharon, considerado el mayor halcón de Israel. La intifada es, pues, una brava, y bárbara, ecuación entre extremismo y dureza. Un infierno. Con más vencidos que vencedores mientras George W. Bush, renuente a embarcarse en la causa perdida de Clinton, mira de soslayo cómo se matan allá lejos y hace tiempo.
Sharon, a su vez, no puede matar el tiempo sin herir la eternidad. Y, después de haber derrotado tanto a Barak como a su política de concesiones en las elecciones de febrero, quiso hallar su propio círculo en el cuadrado: persuadir a los palestinos con rotundas demostraciones de fuerza, o de superioridad armada, que, hasta ahora, no han sido más que boomerangs. O efectos de una causa en la cual, después de más de siete meses de violencia, no hay Cristo que recuerde quién tiró la primera piedra.
La causa de Arafat, apedreada desde los extremos que no aceptan la existencia del Estado judío en el territorio establecido en 1948, es redondear su propia cuadratura del círculo: no morir sin haber fundado el Estado palestino. Cada vez más lejana, sin embargo, la posibilidad de que el sector oriental de Jerusalén sea su capital. Cada vez más lejano todo, en realidad, frente a los boicots de gobiernos árabes de raíces autoritarias, como Irán, Irak, Siria y Libia, que ven en los ataques contra Sharon una forma de doblegar el padrinazgo de los Estados Unidos. O de graznar: yankees, go home! Y de aislar, de ese modo, a Israel.
Para bailar el tango hacen falta dos. Si el cambalache fuera entre Arafat y Sharon, uno podría controlar a su gente y el otro podría ordenar el repliegue de sus tropas. Y ya. Pero, en estas condiciones, ni Bush podría mediar. Su política exterior está guiada por el interés nacional. No por asuntos que, a diferencia de Clinton, considera ajenos.
Sobre todo, después de las voladuras de las embajadas norteamericanas en Kenya y en Tanzania, en 1998, y del atentado contra el destructor USS Cole en Yemen, en 2000, eslabones de una cadena terrorista amparada en el fundamentalismo islámico. Cuya fuerza reside, precisamente, en la dispersión, no en la unidad de los gobiernos, con tal de lograr que los cañones del adversario apunten a la derecha mientras el arsenal permanece, intacto, a la izquierda.
Así como no ha resultado la dureza de Sharon contra los palestinos, o los extremistas, tampoco ha resultado la dureza de los Estados Unidos contra los Estados tildados de terroristas. Entre ellos, el régimen de Saddam Hussein, bombardeado a menudo desde la Guerra del Golfo, en 1991. Sin más respuesta, puertas adentro, que la exaltación de la valentía frente a las agresiones gratuitas del imperialismo. O del Gran Satán.
Una excusa burda a los oídos occidentales que, reciclada en el nombre de Dios, es un mandato labrado en piedra en las alturas. En donde todo hombre paga su grandeza con pequeñeces, su riqueza con quiebras y su victoria con derrotas. Derrotas en las que van parejos palestinos e israelíes, ojo por ojo, bala por piedra, o viceversa, mientras cada parte se mantiene en sus 13: no apaciguar la intifada, unos; no ceder los territorios ganados en la guerra de 1967, los otros.
Pero la intifada, segunda parte, no es la intifada, primera parte. No son piedras contra tanques, sino balas contra balas (o cosas peores). No es ira, sino estrategia. No es rencor, sino odio. No es protesta, sino guerra. Con una luz mortecina al final del túnel palestino: que sean devueltos los territorios, que Jerusalén sea una capital compartida y que retornen los refugiados. Es decir, que desaparezca Israel.
Si no, desaparece Arafat. De ahí, su impotencia. Y, a la vez, la impotencia de Sharon. Frente a las heridas de un bebé palestino de apenas tres meses, uno. Frente al brutal asesinato de dos adolescentes israelíes, el otro. Frente a una escalada en la cual ambos partieron desde el comienzo de la premisa de que necesitaban el respaldo de la comunidad internacional. No de la alianza atlántica (OTAN), sino de la opinión pública. Preocupados, uno y el otro, por presuntas conjuras mediáticas.
Tan cerradas están las posiciones que uno no aceptará una paz de compromiso y el otro, acuciado por primera vez desde 1967 por el temor de perder la legitimidad de Israel, tampoco puede torcer el brazo. Sólo una minoría, extremista como el asesino de Rabin, abriga sueños de conquista por la vía del dominio de Gaza, sede de la Autoridad Nacional Palestina (ANP).
Quizá Bush no haya acertado en otorgarle luz verde a Sharon, desde su visita a Washington, para defenderse como fuera de un terrorista como Arafat, según su léxico. En ese momento, China, Rusia y Corea del Norte, siempre listos en el auxilio de gobiernos no globalizados como la Serbia de Milosevich, el Irak de Hussein o la Libia de Khadafy, no contaban con la posibilidad de obrar de sponsors no oficiales en una causa tan ajena para ellos como para los norteamericanos que, cual rechazo a la retórica unipolar, podrían hacer propia. En forma triangular: ayudar a los gobiernos que ayudan a los cabecillas extremistas que ayudan a los palestinos alzados en armas.
Suicidas algunos de ellos. Como el estudiante de la Universidad Bir Zeit, en las afueras de Ramallah, que se acercó a un grupo de chicos israelíes en una estación de servicio. Hacía calor, pero llevaba una llamativa chaqueta de cuero. Debajo de ella tenía una faja de explosivos. Que terminó con su vida y con otras. Fue el tercer atentado dentro de Israel después de haber desactivado dos coches-bomba. Causa, y efecto, de la primera incursión con helicópteros, y misiles TOW aire-tierra, que cegó la noche de Ramallah y de Gaza.
Habían pasado apenas tres semanas de la asunción de Sharon, el 7 de marzo. Con la represalia creía que iba a amedrentar a los extremistas palestinos. Al punto de ver resentido el costado laborista de su gobierno de unidad, más propenso a las concesiones que a la guerra. De cara, ahora, frente al espejo, o el dilema recurrente, de Medio Oriente: estar mal, ir peor y, sobre todo, perder la paz.
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