Por la izquierda a mano derecha




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Entre los vaivenes de la resistencia y la aceptación de algunas pautas ha surgido la réplica al modelo dentro del modelo

Todo chévere, salió diciendo Chávez de su reunión con Lula. No tan chévere, chico. El desayuno a punto estuvo de convertirse en la merienda por una demora de casi una hora que alteró la agenda, y los nervios, del nuevo presidente de Brasil mientras otros visitantes, como el primer ministro de Suecia, Goran Persson, y el heredero del trono de España, Felipe de Borbón, procuraban descifrar las causas de la enigmática, y frecuente, impuntualidad latinoamericana. En la sala de espera, como si tuvieran turno con el dentista.

El plantón de Chávez en el Palacio de Planalto tuvo un motivo: había estado departiendo hasta las cuatro de la mañana con Fidel Castro, amigo y aliado de la causa. De la causa de ellos, en realidad, cada vez más huérfanos de imitadores, o de seguidores, en una región que no ve en sus gobiernos mejores resultados que en otros de signo opuesto. Diametralmente opuesto, en algunos casos.

Razón, en principio, de la cuña que vino a poner Lula con su vocación de cambio. Descafeinada la imagen original del izquierdista globalifóbico que metía miedo con sus arengas drásticas. Ya en la campaña, comenzando por un aspecto un poco más acorde con la política que con la trinchera, los servicios de Duda (el asesor de imagen que supo contratar Duhalde) comenzaron a despejar algunas dudas.

Ante ellas, atenuadas en los mercados por una serie de concesiones tan inverosímiles para la base del Partido de los Trabajadores (PT) como necesarias para el establishment, Lula ha procurado ser más sensato que efectista. Sin desentenderse de un asunto crucial del cual hizo el leit motiv de su gestión: el hambre cero. Símil, tal vez, de la tolerancia cero de Giuliani en Nueva York con otra premisa.

Más latinoamericana: el hambre, como tal, termina devorándose los pilares de todo gobierno. Es decir, el crecimiento económico y la generación de empleos. De ahí, el cambio. Un cambio de actitud para el cual depende de la vocación propia, y ajena, de paliar las desigualdades de un coloso que no debería padecerlas. Como tampoco deberían padecerlas otros, como Venezuela y la Argentina.

A ellas antepuso una idea expuesta en su discurso inaugural: crear una nueva forma de hacer política. Lejos de los Menem y de los Fujimori; lejos, también, de los Chávez y de los Castro. O, acaso, en el medio. Sin renunciar al legado de Fernando Henrique Cardoso. Sin modelos cercanos, al parecer, mientras George W. Bush distrae su atención en Irak y en Corea del Norte. En la otra punta del mapa.

Superado por guerras potenciales. Y superado, en América latina, por el rechazo a las intromisiones, a veces más tardías que Chávez para las citas, a veces menos eficaces que Castro para las libertades, dejándolo todo librado ahora a la vocación de Lula. El sueño americano, como supo definirlo la embajadora de los Estados Unidos en Brasil, Donna Hrinak, por haberse forjado a sí mismo desde su condición de tornero mecánico. Vocación, o ambición, por la cual pudo convocar a un compañero de fórmula como José Alencar, industrial del sector textil de filiación liberal que bien pudo haber sido su patrón en otras circunstancias.

En las actuales, con la palabra cambio empeñada, Lula intentó plantear urgencias y aplacar ánimos. Sobre todo, de la base del PT, de modo de no confundirla con mensajes ambiguos: el cambio, por lo pronto, no implica desligarse por completo del gobierno de Cardoso, sino aprovechar sus superávit y rever sus déficit. Los sociales, en particular.

Señal del cambio en sí mismo son los extremos dentro del espectro de izquierdas que en algún momento llegaron a ser opuestas: de un sociólogo con dotes de intelectual sobre el cual pesaban dudas sobre su muñeca para manejarse en política a un dirigente sindical sin pergaminos académicos sobre el cual pesan dudas sobre los dos frentes con los cuales debe lidiar.

O, al menos, negociar, de modo de evitar convulsiones sociales que, como temió en la campaña, llevaron a otros países a convertirse en republiquitas. En particular, por no advertir desde el alba de los 90 que todo cambio, por dramático que pareciera, no iba a ser más que una corrección, o una rectificación, del modelo de democracia política y de reformas económicas del cual poco sabio era, y es, apartarse en vísperas de discusiones tan cruciales como el Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA), copresididas por Brasil y los Estados Unidos.

Sobre este escenario tan poco alentador, acota Javier Solana, alto representante de la Unión Europea para la Política Exterior y de Seguridad Común, llega al poder en Brasil una alternativa de gobierno, ofrecida por un partido bien estructurado, representante de una izquierda moderna nacida de un sindicalismo industrial, estrenado con éxito en la política regional y municipal y dirigido por un líder fuerte, creíble y madurado en dos décadas de trabajo duro en la primera línea de la competición política brasileña. Un líder que ha contado con el apoyo de una mayoría aplastante del electorado.

Cierto, pero, a la vez, optimista. Muy optimista. Como si el cambio, poniendo finalmente el acento sobre el drama social después de años y años de advertencias, dependiera de un solo hombre. Que, por sí mismo, no gozaba de la mejor imagen en los factores de poder de su país ni del exterior. Convencidos, en su mayoría, de que no era más que un líder de la resistencia contra el otro cambio. El irreversible, en apariencia.

A él enfiló la mayoría, alentada por los Estados Unidos y por los organismos de crédito. De él se desentendieron después: «Si la administración Bush no va a hacer nada, quizás el señor Da Silva pueda tomar el liderazgo», señaló el jueves The Washington Post, reflejando los tropiezos en la Venezuela de Chávez, desde el golpe efímero de abril, y en otros países sudamericanos.

Nada más ajeno al intervencionismo si fuera así. Por más que Lula, igual que Cardoso, haya tomado cartas en el caos de Caracas, enviando, en su caso, a un ideólogo como Marco Aurelio García. Detrás de él, en su ida y vuelta, quedó la crisis del quinto exportador de petróleo del mundo, limítrofe con la crisis de Colombia, cercana a la crisis de la Argentina. Y siguen las crisis, como las firmas, en un ramillete de temores y de contagios.

Acallados y explosivos, como bombas de tiempo, mientras Chávez se tomaba su tiempo, se ufanaba de haber formado un club de amigos en Brasilia y salía diciendo todo chévere. Seguro, tal vez, de que Lula no es más que una imitación de él mismo bajo la mirada protectora de Castro. Por la izquierda, pero a mano derecha.



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