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El fallo contra Fujimori sienta un gran precedente en materia de derechos humanos
Hasta el 28 de julio de 2000, Día de la Independencia de Perú y de su cumpleaños, Alberto Fujimori no creía que iba a salirle tan caro su descaro. Estaba por asumir, por tercera vez consecutiva, la presidencia de la república. En Lima, la Marcha de los Cuatro Suyos (distritos del Imperio Inca) reflejaba el rechazo popular. “Eso es previsible en el juego democrático”, quiso desdeñarla. Las llamas devoraban el Banco de la Nación, donde murieron seis empleados, y el Jurado Nacional de Elecciones. Infiltrados del gobierno habían convertido la protesta en un pandemónium. Iba a ser una de las últimas ocasiones en que Vladimiro Montesinos soltaba su expresión habitual en esos casos: “¡Olvídese del problema, ingeniero!”.
Con ese latiguillo, acuñado en 1990, Montesinos sedujo primero a Susana Higuchi, aún esposa de Fujimori, y después al agrónomo de mirada desconfiada, gestos despectivos y pasado enigmático cuyo presunto origen japonés era un escollo insalvable en la carrera presidencial. El Doctor o El Doc, como iba a ser llamado, trabajaba hacía un año en el Servicio de Inteligencia Nacional (SIN). Estaba en condiciones de limpiar de toda sospecha de fraude el buen nombre y honor del futuro mandatario. Lo había aprendido en la CIA.
Fujimori se valió de ese hombre sin sombra, al cual iba a nombrar jefe del SIN, para arribar a la Casa de Pizarro y, una vez en ella, transformarla en la cueva de un dragón. “No se me escapa nada”, se ufanaba, orgulloso de su mote, “Chinochet”, derivado de Chino y Pinochet. Eran las vísperas de las batallas frontales contra Sendero Luminoso, con la captura de Abimael Guzmán, y contra el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), con el rescate de 71 rehenes de la residencia del embajador japonés, así como del autogolpe por el cual clausuró el Congreso y suspendió las garantías constitucionales.
Montesinos merodeó en el anonimato durante seis años. Sólo apareció en octubre de 1996, sonriente, con el general Barry McCaffrey, zar de la lucha contra las drogas de los Estados Unidos, en la Casa de Pizarro; dos meses antes, el narcotraficante peruano Demetrio Chávez Peñaherrera, alias “Vaticano”, había revelado que tenía tratos con él. El tráfico de drogas y armas, sobre todo la triangulación de cargamentos del ejército peruano hacia las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), cerró su ciclo. Partió sin orden de arresto rumbo a Panamá. Cayó en Venezuela. Miles de videos, o de vladivideos, con imágenes de sobornos a opositores, eran su salvoconducto.
“Algunos dictadores y hombres fuertes están encontrando que el mundo es un refugio cada vez menos hospitalario –convino The New York Times–. Montesinos ha sido llevado esposado a Lima para enfrentar acusaciones de asesinato, tortura, extorsión y tráfico de armas y drogas. Yugoslavia ha iniciado un proceso legal para enviar a Slobodan Milosevic, su ex presidente, al tribunal de crímenes de guerra de La Haya. Pinochet, después de su arresto en Londres en 1998 y su acusación oficial en Chile, es un hombre desacreditado, ridiculizado y en plena desgracia.”
Eran las señales de un mayor énfasis en el respeto a los derechos humanos. Frente a la hecatombe, Fujimori halló refugio en Japón. En 1990 había sido recibido por el emperador Akihito en el imponente Palacio Imperial. “No se preocupe –procuró tranquilizarlo–. En este salón hasta los reyes empalidecen, pero yo soy como su hermano mayor.” Estaba a gusto, como en compañía de Montesinos.
En 2005, tras varios años de cobijo en casa de su hermano mayor, arribó a Chile con su nueva esposa, la empresaria japonesa Satomi Kataoka. Pagó una fianza y comenzó a darse una gran vida de golf, pesca y viajes. No creía, tal vez, que iba a salirle tan caro su descaro: terminó siendo, una vez extraditado a Perú y juzgado por la Corte Suprema, el primer ex presidente elegido en forma democrática en América latina declarado culpable en su país de violaciones de los derechos humanos.
Si el ocaso de Montesinos coincidió en 2001 con los juicios contra Milosevic y Pinochet, la condena de Fujimori coincide con la detención, en 2008, del ex presidente bosnio Radovan Karadzic, acusado de genocidio, y con el pedido de captura del dictador de Sudán, Omar Al-Bashir, cursado en marzo por la Corte Penal Internacional a raíz de las matanzas y las expulsiones de Darfur. Sienta, a su vez, un precedente inquietante contra el actual presidente de Perú, Alan García, por las denuncias de excesos cometidos durante su primera gestión, entre 1985 y 1990.
Con la complicidad de Montesinos, Fujimori permitió que el Grupo Colina, formado por agentes del Servicio de Inteligencia del Ejército, asesinara a 15 personas en Barrios Altos y a nueve estudiantes y un profesor de la Universidad de La Cantuta, ambos de Lima, y secuestrara a dos personas.
La condena por crímenes de lesa humanidad supone no sólo un castigo personal. Supone, también, un refuerzo institucional para un continente propenso a dejarse embaucar por mandatarios de rasgos autoritarios que abusan de su poder. Quizá porque, como Fujimori, ninguno cree que puede salirle tan caro su descaro.
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