El Estado soy yo




Getting your Trinity Audio player ready...

Ni Bolívar toleraba la concentración del poder en manos de uno solo, pero Chávez suele omitir esa inoportuna premisa

En Luiz Inacio Lula da Silva, más que en Néstor Kirchner, confiaba George W. Bush en que iba a mantener a raya a Hugo Chávez. Que despotricara contra los Estados Unidos, que edulcorara la estampa y figura de Fidel Castro, que se pavoneara con Diego Maradona, que se ufanara de su amistad con un radical iraní como Mahmoud Ahmadinejad o que enseñara como punta de lanza el remozado socialismo latinoamericano no era tanto problema como una eventual expansión de su revolución bolivariana. En la franja andina, sobre todo, dominada por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el líder cocalero boliviano Evo Morales, así como por movimientos afines de raíces indígenas en Ecuador y en Perú, contrarios, todos ellos, a los intereses norteamericanos. Y en América Central, expectante de la suerte de Daniel Ortega y su prédica urgente para Nicaragua.

Lula, empero, cayó en desgracia por el escándalo de corrupción que afectó a su Partido de los Trabajadores (PT) desde que el diputado opositor Roberto Jefferson admitió que había puesto precio a sus votos en el Congreso. Y Chávez, mano suelta con sus petrodólares, metió baza donde quiso y como quiso, libre de toda advertencia. Libre, también, de la advertencia de su idolatrado Simón Bolívar: «Huid del país donde uno solo ejerce todos los poderes: es un país de esclavos».

En ese país, rebautizado y reinventado por Chávez en nombre de Bolívar, tres de cada cuatro venezolanos no votaron en las elecciones parlamentarias. Y no votaron, precisamente, por una oposición que, en una maniobra de eficacia dudosa, desertó ante el temor de un fraude con las máquinas recolectoras de sufragios.

El boicot no fue más que un bumerán si de denunciar irregularidades se trataba: el oficialismo obtuvo la mayoría de número en la Asamblea Nacional. El control absoluto, en resumen, al igual que en el Consejo Nacional Electoral, la Suprema Corte, las fuerzas armadas y Petróleos de Venezuela (Pdvsa). Frente a ello, la comunidad internacional no reaccionó del modo que esperaban: aceptó el resultado.

En los Estados Unidos tampoco votaron amplias mayorías la elección y la reelección de Bush, así como en los comicios de medio término, pero no hubo demócrata que propusiera dar un paso al costado ante las inminentes victorias republicanas. En todos los casos se respetaron las reglas de la democracia liberal, con un oficialismo en ascensor y una oposición en tobogán.

La esencia de la democracia liberal se perdió en Venezuela, en donde el desprestigio de partidos políticos como la Acción Democrática y el Copei nunca dejó de estar asociado a las décadas durante las cuales se alternaron en el Palacio de Miraflores con la misma impunidad con la que creció la corrupción. O la percepción de la corrupción, galvanizada en la brecha entre pocos ricos y muchos pobres.

De ella, así como de los petrodólares girados al exterior en lugar de haberlos invertido en un país que no levantó cabeza ni las épocas de mayor bonanza, se valió Chávez para amalgamar en su Movimiento V República a militares como él con ciudadanos dispuestos a ejercer tareas comunitarias y ser líderes barriales. Era el émulo de los círculos bolivarianos, copiados de Cuba y temidos por algunos segmentos de la sociedad por su poder de persuasión.

En medio de un calendario de elecciones múltiples en América latina que comenzaron el 27 de noviembre con el triunfo de la oposición liberal en Honduras, el electorado se inclina, en general, hacia aquello que está a la izquierda, sin ser en apariencia un socialismo dogmático, después de haber concluido que los ensayos privatizadores y reformistas de los años noventa favorecieron más a los ricos que a los trabajadores y los pobres.

El crecimiento de la economía, alto en países con presidentes de popularidad escasa como el Perú de Alejandro Toledo o la Bolivia de mandatarios en cuotas, dejó de ser la variable del ajuste político. En algunos casos, cuanto más lejos de Bush y de los Estados Unidos, mejor. En los discursos, al menos. De ahí, la mirada hacia el dueño de los petrodólares, fervoroso en sus ataques contra el capitalismo que, en realidad, nutre la billetera de cuero que nunca dejó de llevar consigo.

En cuanto la palabra de Chávez comenzó a subir de todo, en especial después del frustrado conato de golpe de Estado encabezado en 2002 por el empresario venezolano Pedro Carmona, los asesores del Consejo de Seguridad Nacional y del Departamento de Estado pusieron en alerta a Bush. En dos países, por el peso de sus economías, reparó de inmediato: México y Brasil.

Un presidente con el antecedente de haber sido gerente de Coca-Cola como Vicente Fox no era el indicado para lidiar desde las antípodas con el populismo, estadio identificado ahora con la izquierda. Lula, “ese buen muchacho”, era el hombre por haber sido un emblema de la lucha contra la globalización, con su Foro de San Pablo, durante los años posteriores a la Guerra Fría y por haberse sometido él mismo a una dieta estricta de conservadurismo fiscal después de haber abrazado el marxismo-leninismo desde el sindicalismo, de modo de no perder los favores concedidos a su antecesor, Fernando Henrique Cardoso, por el Fondo Monetario Internacional (FMI).

¿Qué mejor candidato, entonces, para contener la ínfulas de un paracaidista que saltó a la fama por haber intentado derrocar al gobierno democrático de Carlos Andrés Pérez, que se convirtió en una suerte de ahijado de Castro después de haber cumplido con su condena, que no vaciló en estar del lado de Saddam Hussein una vez que asumió la presidencia, que avasalló a la oposición hasta desintegrarla y que apeló a la provocación permanente, incluido el combustible barato para los norteamericanos pobres por medio de las gasolineras de capitales venezolanos Citgo, para mojar, cada vez que pudo, la oreja de Bush?

En ocasiones, Lula tomó distancia de Chávez, como en la IV Cumbre de las Américas, más allá de que, como miembro del Mercosur, condicionara la adhesión al Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA) a la eliminación de los subsidios agrícolas norteamericanos.

Kirchner, reverso de la trama, prefirió obtener beneficios de los petrodólares por medio de la venta de títulos de la deuda argentina, más allá de que se haya puesto en un extremo peligroso del péndulo mientras imploraba las mediaciones del otro (de Bush, concretamente) ante el FMI y el grupo de los países más industrializados del mundo (G-7).

La reputación de Lula, con sus programas de asistencia social dirigidos a los pobres y su gradual centrismo, no quedó intacta tras el escándalo de corrupción. Tuvo el mérito de haberlo intentado, aunque en reuniones privadas con Chávez, volviera a enarbolar las banderas de los setenta. Con más réprobos que fieles en la región, Bush tampoco pudo hacer mucho por sus propios medios. Ni la oposición venezolana pudo evitar que el presidente bolivariano haya legitimado el absolutismo de Luis XIV: “El Estado soy yo”. En realidad, todos acataron la advertencia de Bolívar: prefirieron huir antes que perder.



Be the first to comment

Enlaces y comentarios

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.