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Tres días antes de la contienda por la alcaldía de Nueva York, Barack Obama llamó a Zohran Mamdani para ofrecerle su apoyo. Tras el triunfo, curiosamente, no lo felicitó. Mamdani, un musulmán de 34 años y ascendencia india nacido en Uganda, no ganó las elecciones por su trayectoria como asambleísta del Estado ni por ofertas tan quiméricas como el transporte y las guarderías gratuitas o los supermercados administrados por la ciudad. El rechazo a la política económica de Donald Trump y las redadas de inmigrantes, cual plebiscito, pudo haber influido en las desnortadas filas demócratas para inclinarse hacia el extremo izquierdo.
Hubo algo más: carisma y esperanza. De ambos atributos carecen muchos políticos. Franklin D. Roosevelt prometió “un nuevo acuerdo para el pueblo norteamericano” en medio de la Gran Depresión, John F. Kennedy propuso una “nueva frontera” y Obama coreó el eslogan “Sí, podemos”. Todos eran demócratas, como Mamdani. Entre los republicanos, Abraham Lincoln alentó a los ciudadanos a «votar por sí mismos», más allá de que después estallara la Guerra de Secesión, y Ronald Reagan instó a los suyos a “hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande”. O, versión Trump, “Make America Great Again (MAGA)”.
Lejos quedó 2006, cuando Obama intentó fundar un nuevo orden internacional basado sobre el consenso. Lo puso por escrito en su libro The Audacity Of Hope (La audacia de la esperanza). En él señala que el mundo bipolar del siglo XX, caracterizado por la rivalidad entre Estados Unidos y Rusia (antes, Unión Soviética), “ya no existe”. ¿Ya no existe? Existe “en este nuevo y viejo planeta”, repone con ojo conservador Robert Kagan en su libro The Return of History and the End of Dreams (El regreso de la historia y el final de los sueños), “un choque de intereses y alianzas entre las grandes potencias” propio del siglo XIX.
“La campaña es en blanco y negro, pero se gobierna en gris”
Así como para Obama “no hay unos Estados Unidos blancos y otros negros, sino Estados Unidos de América”, tampoco hay un polo capitalista y otro comunista, como supone Trump. Y así como para Kagan “no se transformó el mundo y los Estados nacionales siguen vigentes”, Rusia y China tampoco se transformaron y siguen vigentes. Ambos regímenes, según él, “resucitaron su vieja alianza contra Occidente”. Pruebas al canto: la guerra contra Ucrania y la guerra comercial entre Estados Unidos y China.

Quiso hallar el punto de equilibrio Richard Haass, presidente del Council on Foreign Relations y asesor, entre otros presidentes, de George W. Bush: “La campaña es en blanco y negro, pero se gobierna en gris”. Con disyuntivas de ese calibre se topaban cada mañana, desde las ocho, los asesores que procuraban entender el mundo desde la óptica de Obama. Le enviaban dos correos electrónicos: uno, con los acontecimientos de las últimas 24 horas; el otro, con preguntas y respuestas sugeridas en caso de que debiera fijar su posición sobre algún tema.
De Obama, en su papel de conciliador y reconciliador tras el gobierno de Bush, marcado por la voladura de las Torres Gemelas y la Gran Recesión de 2008, el planeta esperaba que rescatara la economía, erradicara el terrorismo, terminara con las guerras, restaurara las instituciones, recompusiera el ambiente y que encarrilara a Estados Unidos. Una muchedumbre reunida en Tiergarten, el parque principal de Berlín, se sentía con tanto derecho a reclamarle que colmara sus expectativas como la reunida en el Grant Park, de Chicago, la noche de la victoria en las presidenciales de 2008. Era otro mundo, inimaginable en los tiempos sin grises de Trump y Mamdani.
Trump, proclive a humillar a algunos de sus pares, se jacta de haber resuelto siete guerras, aunque, en su mayoría, haya logrado treguas
Obama asumió la presidencia con dos guerras en curso, una economía en terapia intensiva y focos rojos en Medio Oriente. En esa región, la amenaza del entonces presidente de Irán, Mahmoud Ahmadinejad, de “borrar del mapa a Israel”, así como su programa nuclear, sus misiles de largo alcance y su respaldo a enemigos de Estados Unidos, como Hezbollah y Hamas, requería asistencia inmediata después de la obstinación de Bush en minar el diálogo con el difunto Yasser Arafat. Trump, proclive a humillar a algunos de sus pares, se jacta de haber resuelto siete guerras, aunque, en su mayoría, haya logrado treguas.
Por formación y educación, Obama no es diferente a Mamdani. Tiene medios hermanos en Kenia y excompañeros de colegio en Indonesia. Esos rasgos pesaban, además de ser raros en un político norteamericano. Pesaba, también, su paso por el Comité de Relaciones Exteriores del Senado. En él, desde 2004 se había mostrado más propenso hacia el respeto que hacia la confrontación. De ahí su intención, criticada en la campaña electoral, de dialogar con los adversarios de Estados Unidos. Gran diferencia con Trump, aunque Vladimir Putin, Xi Jinping y Kim Jong-un no figuren entre ellos.
Si la Guerra Fría “ya no existe”, perdura “un choque de intereses y alianzas entre las grandes potencias”. Obama, como señaló Leon Panetta, jefe de gabinete de Bill Clinton, debía “abrazar el caos” entre las demandas internas y las presiones externas en un planeta huérfano del liderazgo que ahora procura atribuirse Trump a las bravas. El nuevo sheriff de la ciudad, como lo definió su vicepresidente, JD Vance, fue derrotado en su propia ciudad, Nueva York, por un “comunista” más afín al senador independiente Bernie Sanders, su tutor, que a Obama. Rara avis, como Clinton en su momento, no solo entre los demócratas, sino también entre los norteamericanos.

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