Cambio y fuera




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No sólo se impuso Obama, sino también una nueva forma de hacer política

LOS ANGELES.– En las primarias de 2004, el precandidato demócrata Howard Dean notó que podía hacer campaña y recaudar fondos por Internet. Perdió frente a John Kerry, pero dejó su estela. En las presidenciales, el estratego republicano Karl Rove echó mano del mismo recurso para movilizar a la base cristiana que facilitó la reelección de George W. Bush. En apenas cuatro años, Barack Obama perfeccionó el sistema en su duelo contra Hillary Clinton y terminó de pulirlo contra John McCain: difundió planes, anunció actos, reclutó voluntarios y embolsó millones de dólares gracias a módicos aportes de votantes primerizos que se familiarizaron con el eslogan Yes, we can gracias a You Tube, MySpace, Facebook y otros sitios sociales. Consolidó de ese modo una vía efectiva para llegar a la gente sin prescindir de los medios tradicionales.

La expansión del fenómeno Obama, no sólo en los Estados Unidos, mucho tuvo que ver con su carisma, su poder de convocatoria, su afinada oratoria y su acertada propuesta de cambio frente a la tirria que provoca George W. Bush entre sus compatriotas y los extranjeros. En estas elecciones, signadas por una crisis financiera y económica de magnitud global que acortó aún más las distancias del planeta, confluyeron dos visiones, dos generaciones, dos personalidades y dos estrategias.

Esa dualidad tuvo un rasgo común en ambos candidatos: Obama y McCain evolucionaron en el exterior, no en su país. Uno comenzó a formarse opinión del mundo en Yakarta, donde, de chico, vio la pobreza, supo de las violaciones de los derechos humanos y percibió el miedo infundido por el dictador indonesio Suharto, sostenido por su camarilla y los Estados Unidos; el otro perdió el último vestigio de ingenuidad adolescente como prisionero de guerra en Vietnam. Uno y el otro tienen más sellos en sus pasaportes que varios presidentes antes de asumir el cargo. Hasta resulta raro que tengan pasaportes.

En estas elecciones, los extranjeros votaron antes que los norteamericanos: depositaron en Obama tantas expectativas que su tarea, antes de la ceremonia de traspaso del 20 de enero, es mitigar ansiedades para prevenir desilusiones. En este momento goza de más capital político e imagen positiva que cualquier mandatario del planeta, pero, en el Salón Oval, no tendrá las llaves para abrir todas las puertas del Capitolio, aunque los demócratas sean mayoría. Los sindicatos, influyentes en la campaña, no querrán perder su voz, así como los agricultores y otros sectores de la economía. Es lógico: lo apoyó el mundo, pero lo votaron los norteamericanos.

Tanto poder deriva en un riesgo: la fragilidad. Eso es inevitable. Cualquier presión interna o externa puede hacer tambalear a un presidente que, en un sistema democrático, debe someter sus proyectos al Congreso. Obama se mostró contrario a la guerra contra Irak y prometió cazar a Osama ben Laden en Afganistán. ¿Qué pasaría si Mahmoud Ahmadinejad o cualquier otro decidiera ufanarse de su programa nuclear y probar sus armas o si, frente a una emergencia, se ve obligado a actuar en forma unilateral? No descartó esa alternativa en la campaña, más allá de su intención de restaurar el multilateralismo.

De ahí, en esta nueva etapa, la necesidad de abocarse a la tarea de desinflarse a sí mismo. La encaró en forma discreta la noche de la victoria: “Habrá percances y pasos en falso –dijo–. Muchos no estarán de acuerdo con cada decisión mía cuando sea presidente. Y sabemos que el gobierno no puede solucionar todos los problemas”. Hizo bien en advertirlo.

En el mundo, su color rellena la estadística; en los Estados Unidos, honra el sueño de Martin Luther King. Ningún cambio es abrupto. Casi dos años tuvieron los norteamericanos y el resto de la humanidad para madurar la posibilidad de que Obama fuera elegido presidente y, en la faz doméstica, para asimilar que los demócratas iban a ganar enclaves tradicionales de los republicanos, como Virginia (su capital, Richmond, era la capital de la Confederación) y Colorado. Más de dos años tuvo el mundo para concluir que el momento unipolar de los Estados Unidos tocó su techo en estos años de Bush y que, desde mucho antes, el poder político y económico dejó de ser un atributo de los Estados nacionales.

La democracia, según el cientista político indio Partha Chatterjee, profesor de las universidades de Calculta y de Columbia, “no es el gobierno del pueblo por el pueblo para el pueblo”, sino “la política de los gobernados”. Esa concepción no respeta fronteras. La gente, a su vez, cada vez se parece más. Un chino de una ciudad cosmopolita como Shanghai apenas se diferencia de un descendiente de chinos de una ciudad cosmopolita de otro país, excepto en la lengua y la cultura. En una película muda, los dos se verían iguales: usarían las mismas marcas, comerían los mismos alimentos, beberían la misma cerveza, conducirían el mismo coche y, si se lo propusieran, hasta leerían el mismo libro.

La política no es ajena a ese fenómeno. En julio, en Tiergarten, el parque principal de Berlín, Obama se metió en el bolsillo a una muchedumbre tan entusiasta como la reunida la noche de la victoria en el Grant Park, de Chicago. Aquel acto de campaña llevó a preguntarse a Parag Khanna, investigador de la New America Foundation, de Washington, si “el refinado y sofisticado candidato, a menudo caricaturizado como un intelectual esbelto y cosmopolita que monta en bicicleta y al que le gusta la rúcula, iba a ser el presidente norteamericano con el que soñaban los europeos”.

Ser cosmopolita era un peligro en los tiempos de Stalin. En el léxico de los soviets, el mote cosmopolita (kosmopolity), usado en las persecuciones antisemitas, infería “sin raíces” y, de inmediato, expedía un pasaporte al infierno. En la campaña norteamericana, Rudolph Giuliani salió en defensa de Sarah Palin porque, según él, Obama consideraba que el pueblo natal de ella, Wasilla, en Alaska, de 9780 habitantes, no era “suficientemente cosmopolita”. Lo criticó entonces por haberse de declarado “ciudadano del mundo” en Berlín, como si él mismo no hubiera sido alcalde de una ciudad tan cosmopolita como Nueva York.

En este oleaje de cambio, Obama supo darle estilo y contenido a la prédica divulgada en correos electrónicos, mensajes de texto y otros recursos de Internet. Su carrera se resume en dos libros de memorias exitosos con los cuales, a los 46 años, se convirtió en best-seller y millonario. El discurso de apertura de la Convención Demócrata de 2004 le permitió reeditar Los sueños de mi padre, escrito en 1995. En ese momento se desvinculó de su agente literario y se dejó tentar por Robert Barnett, el abogado de Washington que le había conseguido a Hillary Clinton un anticipo de ocho millones de dólares por su libro. Firmó un contrato de casi dos millones de dólares por tres libros.

Concluyó su segundo libro, La audacia de la esperanza, y no vaciló en tomarse su tiempo para promocionarlo. Ya era senador. Estuvo en programas de televisión y, cuatro meses después, se propuso que, por primera vez en 24 años, no iba a figurar un Clinton ni un Bush en las elecciones presidenciales de este año. Logró algo más que eso: proclamó ahora, a pesar de la crisis y de las guerras, “un nuevo amanecer del liderazgo norteamericano”, fruto, en principio, de una remozada versión de la “política de los gobernados”.



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