¿Cómo inventar un país?




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En 2007, el príncipe Michael de Sealand puso en venta una isla artificial, frente a Inglaterra, valuada en 750 millones de euros. El contrato fijaba como requisito el compromiso de continuar con la farsa de legitimar el principado en una plataforma de hormigón de mil metros cuadrados, montada sobre dos pilares, en el Mar del Norte. No es cuento.

Tampoco es cuento que China alquila ahora sus islas. No por un par de semanas, sino por medio siglo o más. Con la condición de no dañar el ambiente, compañías y ciudadanos extranjeros pueden emular a Robinson Crusoe y su compañero Viernes. Lo permite una ley aprobada en 2010. La provincia de Zhejiang tiene casi 3000 cerca de la costa. Miden entre 500 y 1000 metros cuadrados. Están deshabitadas. Sus moradores deberán arreglárselas para disponer de vivienda y servicios básicos, como el agua y la electricidad, así como de alguna protección contra los frecuentes tifones.

No van a crear nuevos países, pero, después de mucho tiempo en ellas, seguramente se sentirán sus dueños. Un excéntrico como Michael Oliver, millonario de Las Vegas, no dudaría en cumplir con un sueño hasta ahora esquivo. Pretendía inaugurar la República de Minerva en unos arrecifes al sur de Fiji. Por medio de la Ocean Life Research Foundation, con sedes en Nueva York y Londres, invirtió varios millones en el proyecto desde 1972 hasta que descubrió, como el príncipe de Sealand, que no todo puede comprarse.

Lo creyeron los diputados alemanes Josef Schlarmann y Frank Schäffler, de la coalición de centroderecha de la canciller Angela Merkel, al proponerle a las autoridades de Grecia que zafaran de sus quebrantos con la venta de sus islas. De 6000, esparcidas en los mares Egeo y Jónico, sólo 227 están habitadas. “¡Vendan sus islas, griegos quebrados! –proclamó el periódico sensacionalista alemán Bild–. Y la Acrópolis también”. Con ese tono, rayano en el insulto, difícilmente sea atendido el consejo.

Si de vender o comprar territorio extranjero se trata, en 1993, el diputado alemán Dionys Jobst formuló “la propuesta más loca” de Bonn, aún capital de Alemania: puesto que “Mallorca se había convertido casi en una isla con habitantes alemanes, el gobierno federal debía entablar contacto con España para tratar de comprarla”. Un par suyo, Peter Ramsauer, sugirió un “arrendamiento hereditario por 99 años”. Titulaba el Bild: “Mallorca ha de ser alemana”.

¿Es descabellado? Tanto como crear un país. En el listado de propiedades en venta del Estado italiano, también acosado por deudas, Silvio Berlusconi no tachó la isla de Caprera, situada al norte de Cerdeña, en el archipiélago de la Magdalena. En ella, con “la playa más sexy del mundo”, está la tumba de Garibaldi.

De adquirirla un pionero con bueno ojo para los negocios como el príncipe de Sealand o el millonario Oliver podría convertirla en el Estado número 195 de las Naciones Unidas después de las inscripciones de Kosovo, independizada de Serbia, y de Sudán del Sur, cuyos habitantes votaron en forma unánime por la autonomía de Sudán.

Sin ir más lejos, los Estados Unidos compraron en efectivo gran parte de su territorio. Los negociadores lograron, en general, precios irrisorios. Fue el precursor un holandés en Nueva York. La descubrió en 1524 Giovanni da Verrazzano, navegante florentino al servicio de Francia. Un siglo después, en 1624, la compañía holandesa de las indias occidentales fundó allí Nueva Amsterdam. En dos años, el gobernador, Peter Minuit, compró la isla de Manhattan a los indios carnasie; les pagó 60 florines (como mucho, 24 dólares).

Era una estafa: no del gobernador Minuit, sino de los indios carnasie; la isla pertenecía a otra tribu. En 1664, barcos de Inglaterra, en guerra contra los Países Bajos, echaron anclas frente a sus costas. En honor al duque de York, Nueva Amsterdam pasó a ser Nueva York. Por el Tratado de Breda, firmado al final de la guerra, en 1667, los Países Bajos cedieron Manhattan y sus alrededores a Inglaterra; recibieron a cambio Surinam (ex Guayana Holandesa).

Declarada la independencia, los Estados Unidos pasaron a ser el único país que compró territorios para expandirse. Les pagaron cinco millones de dólares a España por Florida y poco más del doble a Francia por Louisiana (el Estado homónimo y varios más; en total, el 23 por ciento del actual territorio nacional). Anexaron, en otras circunstancias, California, Texas y Nuevo México.

De no ser por la compra de Alaska, la ex candidata a vicepresidenta republicana Sarah Palin, puntal del movimiento ultra conservador Tea Party, no sería opositora de Barack Obama, sino compatriota y quizás aliada de Vladimir Putin. En 1867 cerraron el trato por Alaska los emisarios del zar Alejandro II y del presidente Andrew Johnson. Los Estados Unidos desembolsaron por ese suculento trozo de hielo, supuestamente inhabitable, una suma ridícula: 7.200.000 dólares (actualizados, poco más de 90 millones).

El negociador ruso, Eduard de Stoeckl, fue premiado por pelear hasta el último centavo la venta de un extenso territorio improductivo, de clima extremo, colonos sufridos y, en caso de invasión, defensa insostenible. Del lado norteamericano, la operación resultó ser, según The New York Tribune, “la estupidez de Seward”, apellido del secretario de Estado que obtuvo por un voto en el Capitolio la venia para concretarla. ¿Lo barato salió caro? Lo aparentemente caro salió barato. Descubrieron oro y petróleo.

En 2010, las islas de Curaçao y San Martín dejaron de pertenecer a las ahora disueltas Antillas Holandesas para constituirse en Estados semiautónomos del Reino de Holanda. ¿Cuántos países hay, entonces? Eso depende de cuántos reconozca cada gobierno, no del mapamundi. Si los Estados Unidos reconocen 251, otros pueden reconocer apenas 200 o menos y ser reconocidos por idéntica cantidad.

En la revista Foreign Policy figuran los requisitos para crear una nación en cuatro pasos. El primero: asegurarse de cumplir con los requisitos para ser seleccionado, tener un territorio definido (no una isla artificial), poseer una población permanente (no sólo a la familia y Viernes), contar con un gobierno y ser capaz de interactuar con otros Estados. El segundo: declarar la independencia. El tercero: ser reconocido por otros países. El cuarto y último: unirse a las Naciones Unidas.

Si todo sale bien, tal vez el nuevo país no participe de las eliminatorias del próximo campeonato mundial de fútbol al igual que Transdniéster, Somaliland y otros menos conocidos, pero, al menos, habrá hecho los trámites para lograr que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas remita a la Asamblea General la recomendación para aprobar, por mayoría de dos tercios, que es un “Estado pacífico” y, por ello, debe ser aceptado. El resto, como corresponde en esa instancia, depende de mucha paciencia y mejores amigos que el príncipe de Sealand o el millonario Oliver.



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